Era de esperar. 

Debido a todos los excesos tecnológicos cometidos, tarde o temprano tendríamos que pagar por ellos. Aproximadamente por la segunda mitad del siglo veinte, comenzamos a oír hablar del calentamiento global, el agujero en la capa de ozono y a su vez de los consecuentes y peligrosos rayos u.v.a, de las grandes inundaciones producidas por el factor climático denominado “el niño” y de las espantosas sequías de “la niña”. Posteriormente llegaron a gran escala los terremotos. Los Tsunamis producidos por estos, partiendo desde las abismales simas de los océanos, asolaron tal extensión de tierras conocidas que incluso hubo que cambiar los perfiles de los mapas para adaptarlos a las nuevas rutas marítimas y terrestres, que se fueron redibujando a su paso.
Nosotros nos lamentábamos por los desastres, pero con oídos sordos.

Cuando comenzaron las pandemias estábamos tan insensibilizados al dolor ajeno que apenas quisimos darnos cuenta de lo que se nos venia encima.
Brotes de Ébola, Sida, cepas de Viruela desconocidas, Tuberculosis, gripes mutantes de los animales al genoma humano y otras enfermedades erradicadas hacia décadas volvieron a campar a sus anchas por la vasta esfera, sin control, causando tal cantidad de fallecimientos diariamente que se convirtió en costumbre.
Éramos así.

Nuestros congéneres fallecían en la mitad del globo por enfermedades o por hambrunas y nuestras estaciones climáticas se descompensaban hasta el punto de no saber ni siquiera con aquellos avanzados satélites que ocurriría al día siguiente.
Y seguimos mirando hacia otro lado.

Estábamos convencidos de que con nuestra tecnología podríamos solventar cualquier incidencia, enfermedad o desastre que nos arrinconara contra las cuerdas, y en cierto modo así fue.

A mediados del siglo veintiuno habíamos encontrado curas efectivas contra el Sida, el Cáncer y otras diversas enfermedades, que ahora por orden se me hace harto difícil de recordar. Pero la naturaleza era cada vez más implacable con nosotros.

A finales del siglo veintidós comenzaron los desajustes en las mareas debidos a la lejanía cada vez mayor de nuestra luna, asolando los nuevos e inestables territorios y las tormentas eléctricas alcanzaron la categoría de desastre mundial, particularmente en las ciudades. A su vez los urbanitas, temerosos de estas tormentas que destruían manzanas enteras, emigraban en masa a las zonas rurales donde eran pasto sin cuartel de las nuevas enfermedades virulentas que prácticamente se descubrían mes a mes, año tras año, cada una de ellas más potentes y devastadoras que sus predecesoras.
La situación se hizo insostenible.
Las comunicaciones fallaban continuamente debido a los fenómenos eléctricos, el combustible se convirtió en caro artículo de lujo que pocos podían permitirse, los desastres naturales hacían prácticamente imposible la supervivencia estable y segura en las costas…
Y la tecnología, se detuvo.

En la primera década de nuestro siglo, el veintitrés, apareció la “Enfermedad”, denominada coloquialmente así debido a la extraordinariamente larga nomenclatura que se le adjudicó, siendo más fácil nombrarla de esta forma y nos enseño del modo mas duro que no éramos infalibles. Esta, como todos saben, consistía en un contagio virulento y repentino con una propagación asombrosamente rápida que fue definitiva para que por fin la humanidad, o lo que quedaba de ella, abriera los ojos.

Al principio y por sus curiosos efectos, los gobiernos pensaron en posibles ataques terroristas, lo que motivó múltiples guerras entre los que se mantenían con el estatus de países poderosos y que fue principalmente el motivo para que dejaran de serlo.
Los exterminios masivos entre las antiguas Eurasia y Américas diezmaron de tal modo las poblaciones de estos dos continentes que se desintegraron en numerosos y menos peligrosos pequeños estados, que siendo mas débiles dejaron de guerrear entre ellos y se ocuparon exclusivamente de sus problemas internos para mayor beneficio de todos.

Estos efectos de la “Enfermedad”, como digo, consistían posteriormente al contagio en una espectacular petrificación de los animales de sangre caliente y en un periodo no superior a un mes, dejando hombre, perro, gato o pájaro en el sitio donde le sobrevenía la muerte, quedando como verdaderas estatuas y que parecían rendir tributo de lo que fueron estando vivas.
Se estudiaron evidentemente las vías de transmisión de la “Enfermedad” sin llegar a descubrirse alguna que fuera claramente la responsable. Se probaron vacunas y curas de todo tipo que nunca funcionaron. Se abrieron líneas de investigaciones genéticas que fracasaron estrepitosamente. Nada fue efectivo para detener a la “Enfermedad” y su salvaje propagación. No había explicación plausiblemente científica para su existencia.
El hombre, ya sin su tecnología, se rindió.

Fue el auge de las religiones de todo tipo, sectas, asociaciones pseudo-científicas, grupos de científicos paranormales, visionarios, milagreros, videntes y locos.
También fueron tiempos de saqueos, asesinatos indiscriminados y bandolerismo al no haber un orden establecido y coherente que se hiciera cargo de la situación.
Nos convertimos en alimento de los ideales del mejor postor, dándose la paradoja de que eran todos y ninguno los que tenían razón.
Y digo ciertamente que tenían razón y a su vez no la tenían, porque cada uno de estos grupos religiosos y científicos fue desmoronándose desde sus cimientos ya que sus doctrinas a la larga dejaron de ser creíbles. Pero si bien es cierto que aunque todas aquellas religiones y creencias no consiguieron sobrevivir, si quedó demostrada la existencia de Dios.
Al fin fuimos sabios y hace, justo ahora, cien años que esto sucedió.

Hoy 12 de Diciembre de 2.398 estoy capacitado para afirmarlo, y así lo mantengo tecleando este escrito en una vetusta maquina de escribir que conservo y descubrí hace unos años debido a mi profesión de paleontólogo en una antigua necrópolis llamada Francia en la antigüedad, para dejar constancia del hecho y que lo lea todo el que lo desee en un futuro.

 Me remito a constatar los hechos:

Cuando la población mundial, humana y animal, parecía a punto de extinguirse, la “Enfermedad” remitió por si sola, tal y como había empezado.
El equilibrio atmosférico y climático se restauro del mismo e imprevisible modo.
Las mareas volvieron a sus cauces tranquilos, convirtiendo los nuevos mares y océanos del planeta en remansos de aguas placidas y calmadas con una temperatura moderadamente tropical en todas partes, haciendo de este lugar un paraíso.

Aprendimos la lección.

Descubrimos que Dios no se encontraba acechando en los cielos, ni era energía, ni filosofía, ni modo de vida, ni teología. Descubrimos que estábamos equivocados desde el principio situando a Dios en un plano distinto al nuestro.
Nuestro creador, el que hizo posible la supervivencia desde el principio, que nos dotó de inteligencia y libre albedrío, se encontraba justo debajo de nuestros pies…

El suelo que pisamos, su piel, siempre estuvo en contacto con nosotros y al contrario de lo que pensábamos antiguamente si nos oía, si nos sentía…solo que mirábamos hacia el lado equivocado. Nuestra Madre-Dios Tierra nos enseño que cometer los excesos que cometíamos acabaría con su creación y nos trató con efectividad, discretamente al principio y con contundencia después, tratándonos como en lo que en realidad éramos:

Como un virus.

Su medicina, la “Enfermedad”, cumplió perfectamente con su función antibiótica diezmando hasta un número equilibrado la población mundial de seres de sangre caliente, hasta el punto de dejar de ser peligrosos para Ella y para nosotros mismos, regalándonos después el paraíso donde en la actualidad vivimos.

Fue más benévola en su sabiduría que lo que hubiéramos sido nunca nosotros, porque no continuó hasta el exterminio. Evidentemente. No era ese su fin.

Ustedes pensaran que lo que les relato es una doctrina más, tan poco creíble como cualquier otra. Pero en mi defensa, les responderé con los hechos demostrativos que a la vista de todos quedaron en nuestro siglo:
Todo hombre y animal que fue contagiado y por consiguiente murió y quedo petrificado, como dije antes, no se pudrió ni desapareció como seria lo esperado.

En cambio, en cada uno de los lugares donde quedó un cuerpo de esa antigua forma de vida animal entonces petrificada surgieron espontáneamente raíces de los pies o de las patas, hojas de los dedos o de las pezuñas, verde y nutritivo musgo donde hubo pelo o pluma, savia donde corrió la sangre, corteza donde hubo piel.

Ninguna de las muertes ocurridas fue en vano. Ninguna vida fue desperdiciada, si no transformada hasta que el equilibrio se restituyó.
Este fue el modo de Nuestra Madre-Dios Tierra que utilizó para comunicarse y mostrarse en todo su esplendor y sabiduría:

Cientos de millones de nuevos árboles nos dieron el equilibrio, la pureza y una segunda oportunidad al resto para vivir en paz, en un precioso y nuevo mundo verde.

( 28 de Marzo 2011.)

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