Parte I: http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/e...

 

                                        En algún momento, dije que tenía hambre, que iría a comprar algo. No movió un solo músculo, lo que, de algún modo, interpreté como una manifestación de conformidad.

                                        En una cafetería próxima, compré unos bocadillos. Para beber pedí una botella de agua sin gas, para mí; para él, un envase de cartón de vino tinto. Surgió un problema; el camarero me miró extrañado; después, en su respuesta, me pareció apreciar un atisbo de ironía. «No señor, de esa calidad no tenemos», dijo recreándose en la palabra calidad.

                                       Dudé si adquirir una botella, porque rápidamente pensé en la necesidad de un sacacorchos. Además, dejándome llevar por el tópico, la idea del mendigo echándose el líquido rojizo del tetrabrik al coleto, me hizo desistir. Sinceramente, creí que no sería adecuado a su condición beber de una botella. Excesiva complicación. Salí del establecimiento dubitativo, pensando si en alguna parte del aeropuerto sería posible encontrar vino envasado en cartón.

                                       No sé de donde salió, pero un hombre de aspecto achinado y edad indefinible, se me acercó ofreciéndome la mercancía que buscaba. Solo tenía que esperar, según sus propias palabras, tres minutos. Como nada tenía que perder, esperé. Traté de deducir el porqué ese hombre, que, hasta ese preciso momento, me había resultado invisible, aparecía allí de improviso, en el momento oportuno y en el lugar propicio para ofrecerme el producto que deseaba. Por saciar mi sed de encontrar respuesta a cualquier pregunta, me dije que aquel individuo debía ser el proveedor de los menesterosos y que, por tanto, sus productos se orientarían  hacia ese segmento de la clientela.

                                       Presentí que Miguelón, sin levantar la vista del suelo, había intuido mi presencia entre decenas de personas que caminaban deprisa camino de las salas de embarque. Cuando me encontraba a cinco o seis metros de distancia, ya había extendido el brazo demandando lo suyo. Me aproximé y le alargué uno de los bocadillos. Lo tomó presto y se lo echó al regazo; después, volvió a tender la mano, reclamando, supuse, el envase de vino. Con un movimiento de cabeza me transmitía su agrado. Deduje que debía tener muy desarrollado el sentido del olfato. Lo contrario me ocurría a mí, pues mi olfato se había vuelto insensible al olor que desprendía Miguelón. Sin duda, el hedor persistía.  La gente, indefectiblemente, al alcanzar nuestra posición, rodeaba la cara y contenía, con gestos bien apreciables, la respiración.

                                        Con habilidad y presteza abrió el envase de vino y, acto seguido, echó un larguísimo trago. La ansiedad hizo que el vino se desbordase en su boca y cayese a raudales por la pechera añadiendo una nueva capa al caparazón que le aislaba del exterior.  Después dio cuenta del bocadillo en tiempo récord. Volvió a echarse otro generoso trago al gaznate y, finalmente, con expresión satisfecha, se limpió con la manga del mugriento jersey de tonalidad verde pardusca.

                                        Creí, por primera vez, que Miguelón comenzaba a confiar en mí, que, de algún modo, había relajado sus defensas.

                                        Con gestos ostensibles me indicó que me sentase a su lado; después, con ademanes más suaves, que agachara la cabeza. «Algo más alta», me corrigió gesticulando con la mano. Lo hizo varias veces, siempre con gestos manuales: hacia arriba, hacia abajo, más alto, algo más bajo, no tanto; así, hasta que, por fin, se dio por satisfecho. En este nuevo rol quise adecuarme a la circunstancias, no desentonar en la medida de lo posible. Observé de reojo su postura y traté de imitarla. Después me alboroté el pelo para dar el tono, aunque para ser sincero, lo hice también para mantener en lo posible mi anonimato. Pareció comprender el esfuerzo y sonrió levemente complacido. Pensé que merecía su aprobación como candidato.

                                       Allí permanecimos en silencio. Por mi parte, me dediqué a observar el modo de caminar de la gente y comencé a registrar en mi cerebro un sinfín de modos de moverse: grandes zancadas, pasos cortos y rápidos, pasos cortos y lentos, pasos firmes, pasos atenuados, pasos delicados… Sinceramente, creo que, de algún modo, me había contagiado su silencioso entusiasmo.

                                       De tarde en tarde, se percibían los brillos fugaces de alguna moneda de exiguo valor brincando en el suelo.

                                        En algún momento, pareció alertarse. Presentí su tensión, su asechanza, como un perro de caza que ha descubierto a su presa y permanece concentrado e inmóvil para saltar sobre ella al menor indicio de huida. Giró levemente la cabeza hacia mí y muy quedo y como ensimismado, dijo: «Cora». Discurrió un minuto, dos… y nadie entraba en escena con el aspecto desastrado que supuse caracterizaría a la mendiga.

                                        Aunque tentado a levantar la cabeza, por temor a causarle malestar, logré mantenerla baja y así acatar la disciplina. Pronto divisé unos leotardos azulones, gruesos y medio raídos. Un registro distinto a los que hasta ahora había observado. Los zapatos anchos y deformados, que amenazaban con salirse de los pies a cada paso, venían seguidos por un carrito destartalado de ruedas no alineadas.

                                        Miguelón golpeó con mesura dos veces el suelo. Por parte de la mujer, no advertí nada, pero esos dos golpes quizá respondieran a alguna señal de ella.

                                       Con euforia, apenas contenida, me hizo saber que habían concertado cita para la noche. A partir de ahí se mostró inquieto. Poco tiempo, porque una y otra vez, por sus movimientos agitados, presentí que pretendía despacharme lo antes posible.

                                        Finalmente, al no darme por aludido, dijo que debía asearse para la noche. Capté la insinuación y me dispuse a levantarme. Me costó cierto esfuerzo. Tenía las piernas dormidas. Realmente había perdido la noción del tiempo. Desconocía cuánto tiempo había permanecido en aquella posición. Mientras me desentumecía estirando las piernas, me arreglé el pelo con las manos; después, me dispuse a marchar.

                                       Miguelón me dirigió una mirada seca acompañada de un esbozo de inquietante sonrisa, como si dijera: «No te apures, esperaremos tu regreso. Antes o después serás de los nuestros».

 

©Del libro de relatos “Algo que contar” 2011 T.H.Merino

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