En desordenada fila y con semblantes de desaliento traspasaron la puerta. El olor a moho llegaba desde cada rincón de la ruinosa casucha.

Accedieron a una pequeña habitación  situada a la derecha de la entrada. Una estancia grisácea que por su aparente funcionalidad debía destinarse a cuarto de estar.

Una mesa camilla rodeada por cuatro sillas de enea conformaban el viejo y desvencijado mobiliario. Una bombilla de filamento pendía desnuda del bajo y presionante techo. Caía la tarde y la débil iluminación eléctrica, matizada por la escasa luz natural que penetraba por el ventanuco, generaba un ambiente lúgubre con sabor a derrota. La humedad del aposento calaba los huesos. 

El funeral se había celebrado tres días antes, pero habían vuelto, citados por el notario, para asistir a la lectura del testamento.

Los hermanos, tres varones y una hembra, trataban de encajar el golpe recibido, de sobreponerse a la sorpresa que les había causado la última voluntad del finado.

—¿Por qué no citaría también a  la muchacha? —dijo la mujer en tono reflexivo y los ojos entornados,  como si tratara de entrever en la lejanía la clave que revelara el misterio.

—Quiso protegerla hasta después de muerto. Pensaría que su presencia desataría nuestro odio y quién sabe si también la agresividad. Era listo el viejo —sentenció uno de los varones en tono doctoral no exento de arrogancia, mientras jugaba a recolocarse el nudo de la corbata.

—Brillante deducción, don Álvaro —dijo irónicamente el joven pelirrojo de aspecto adolescente—. Tu sabiduría, viejo profesor, evidencia aún más la ignorancia de éste, tu hermano menor —continuó desternillándose de risa—. ¿Lo entendiste, Marta? —apostilló.

Marta le dirigió un ademán despectivo y bajo la cabeza. Su cabello rubio cayó sedoso y dócil cubriendo su frente. Sus ojos azulinos, discretamente pintados,  siempre al acecho del mínimo detalle, transmitían sensación de inquietud. El ceñido abrigo negro, de excelente corte y calidad, la dotaba de una silueta elegante y envidiable.

—Álvaro, ¿cuál es tu tesis? —dijo entre risas  el insolente pelirrojo.

Álvaro, envuelto en una gabardina, tipo Bogart, de color beige, con las manos embutidas en los bolsillos y el cuello subido, sin pronunciar palabra, paseaba con nerviosismo sin concederse tregua por aquel angosto espacio. Su discreto tupé y el cabello negro engominado le daban un aire mezcla de ejecutivo y playboy.

—Tendríamos que haber  estado más atentos —afirmó Marta, con indisimulada carga de maldad en los ojos.

—¿Estaría la muchachita en el entierro? —preguntó el tipo de cabello ensortijado recreándose en la entonación de la palabra muchachita.

—Tal vez fuera aquella jovencita que no paraba de llorar, como si de verdad lo sintiera. Iba vestida de negro, tapada como una musulmana —comentó Álvaro en tono bajo y expresión reflexiva.

—Ocasión perdida. De haberlo sabido, hubiera colaborado a que superara el trance —intervino divertido el pelirrojo.

—Déjate de groserías. Chico, a ver si espabilas que no vales para otra cosa, y aun así te querría yo ver en acción ─replicó contundentemente la joven.

—Realmente, Martita, ahora que reparo en ti —hizo una pausa teatral simulando que recorría el cuerpo de ella con la mirada—, no estás nada mal, pero no quedaría bien… —comenzó la frase en tono jocoso, pero la dejó a medias ante la mirada inquisitiva de ella─. En cualquier caso, hermanita —continuó, cambiando el discurso, sin duda intimidado o, tal vez, sopesando el exceso verbal—, el viejo no era nada tonto. Y con suerte. A su edad disfrutando de un pimpollo —remachó el niñato, reflejando en su semblante un asomo de  malicia.

Marta, con los brazos cruzados por debajo de sus breves senos, le dirigió una mirada aviesa. Resultaba increíble que unas facciones tan dulces pudieran, en un instante, transformarse en semejante carga agresiva.

Álvaro medió para desviar el curso  por el que discurría el cruce de palabras desagradables que amenazaba con desbordarse.

—Lo cierto es que esa pueblerina, sea como fuere, nos ha dejado desplumados —dijo Álvaro, que continuaba sus incesantes paseos sin sacar las manos de los bolsillos de la gabardina—. Ahora corresponde plantearse una estrategia y pasar a la acción. Debemos encontrar algún cabo suelto que nos lleve a  recuperar  lo que por naturaleza  nos corresponde.

—Y, ¿qué opina el caballero de la tabla redonda? ¡Vamos!, Arturito, queremos escuchar  tu valiosísima opinión —dijo entre risas el pelirrojo.

Arturo, el tipo de cabello ensortijado, bajó la cabeza desoyendo la impertinencia.

─Un poco de seriedad, niñato. ¿Por qué todo te lo tomas a risa? ─dijo Marta con voz de enfado.

─No me negarás, Martita, que todo esto tiene un punto cómico; trata de encontrarlo y verás que resulta divertido ─respondió sin dejar de reír.

Durante un tiempo, los cuatro permanecieron en silencio, concentrados, buscando o simulando buscar el plan de acción sugerido por Álvaro.

  Resultaba difícil. Todo había quedado atado y bien atado. El notario, apenas dos horas antes, había leído la última voluntad del difunto. Los bienes que testaba no se correspondían con la fortuna que ellos calculaban. Y aun así, el tercio de libre disposición quedaba reservado  para la sufrida muchachita por sus atenciones durante la última parte de su vida. «La persona que se ocupó mí y me hizo feliz los últimos días de vida», rezaba en el testamento. Sólo la casa, en la que cambiaban impresiones, constaba como el único bien legado, lo que interpretaban como un sarcasmo. Nada de dinero. Ni un solo euro. El saldo de la cuenta bancaria se correspondía, grosso modo, con la parte asignada a la joven.

Desde el día del entierro hasta la lectura del testamento, Arturo había hecho algunas indagaciones básicas. Los movimientos de la cuenta bancaria durante los últimos cinco años generaron  la sospecha. La deducción era sencilla: los bienes inmuebles habían  sido enajenados varios años atrás y el dinero de la venta había ido saliendo del banco en cantidades periódicas, de modo que resultaba poco menos que imposible seguir su rastro.

Los hermanos ─salvo el pelirrojo, para quien todo parecía broma─, daban  vueltas al asunto tratando de encontrar una explicación. Lo consideraban un atropello a su natural derecho hereditario. Señalaban a la joven como principal culpable. Pensaban que habría camelado al viejo y quién sabe a qué sucios deseos habría accedido para torcer de ese modo su voluntad. En segundo término, culpaban al anciano por haber vulnerado sus derechos. 

No obstante, subyacía en ellos ese deseo morboso de conocer a la chica. Se preguntaban  cómo dar con ella, abordarla, saber qué tipo de relación había mantenido con su padre, qué había hecho con el dinero de los bienes enajenados. Tal vez tuvieran que tomar medidas de presión, asustarla para que cantase.

 

©Del libro de relatos Algo que contar. 2011  T.H.Merino

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