Esta mañana de jueves, Ernesto, sale temprano de casa, con precipitación, antes que los niños, instalados en su ingenuidad, pregunten de nuevo si continúa de vacaciones  y, sin esperar respuesta, manifiesten con brincos y gritos su contento porque hoy también los llevará al cole. Pero ha decidido que no habrá preguntas, ni brincos, ni gritos jubilosos, ni cole… Ni miradas de reproche por parte de Marisa. Se acabaron las preguntas y las miradas torcidas, se ha dicho

                Cómo han cambiado las cosas —reflexiona mientras se dirige a su premeditado destino—. Todo iba bien. Marisa parecía enamorada; después, nacieron los niños, aflojó la pasión, dejó de arreglarse y su atención se desvió hacia ellos… Y finalmente, esto.

                Mala suerte —sentencia sin énfasis para sí sentado en el bordillo de una acera─. Frente a él, la sede de una entidad bancaria en el centro de la capital. No quiere perder detalle. Apostarse en la exacta ubicación que ahora ocupa, y que viene estudiando desde días antes, es la segunda razón por la que se apresuró a salir. El paso de cebra, cuatro metros a su derecha, desemboca en la puerta de la sede financiera. Una distancia que le permite observar a la multitud parada y en movimiento, en proximidad y en relativa lejanía.

                Los coches pasan acelerando a escasos centímetros de Ernesto. Tal vez no se percaten de su presencia. Él permanece estático, impertérrito, escrutando su objetivo y ajeno al peligro. Un nutrido grupo de personas espera impaciente la apertura del disco.

                Ernesto viste vaquero, sudadera azul marino y zapatillas deportivas blancas. Una indumentaria apropiada porque ninguna función debe desempeñar dentro de ese monstruoso edificio que no para de tragar gente. Conviene para sí, a juzgar por la vestimenta algo informal, los saludos familiares y las charlas triviales, que son los empleados.  Después, se dice, comenzarán a llegar mediante un hormigueo constante, los clientes. Más tarde, caminando con sempiterna prisa, estirados, mirando a un punto incierto, altivos, con el semblante descompuesto, enfadados con el resto del mundo y con el móvil sonando a cada momento,  aparecerán los ejecutivos. Y así día tras día.  

                 Le cuesta asimilarlo, hacerse a la idea, pero él ha pertenecido a esa masa amorfa, aunque de una entidad distinta; en caso contrario, sería uno más de los que cruzan por el paso de cebra con prisas o mirando sus móviles o hablando por ellos con la tensión reflejada en sus semblantes  y, por tanto, en estos momentos, no permanecería observando sentado en  el bordillo de la acera.   

                A pesar de la difícil situación por la que atraviesa, duda si, de poder hacerlo, la cambiaría por alguno de estos individuos.  Se imagina inmerso en esa rutina fatídica y siente vértigo. Pero, sin poder evitarlo, la atracción suicida toma cuerpo y deja que su mirada se pierda en la sima. Se representa jerarquizaciones absurdas repletas de tipos engreídos e incompetentes impartiendo órdenes sin sentido con el solo objeto de intimidar, de recordar quién es el jefe. En sus figuraciones se observa caminando día tras día como un autómata para entregarse a actividades vanas... Una perspectiva distinta, se dice mientras se rescata de esas oscuras cavernas.

                Evoca, carente de emoción, retazos de aquellos momentos difíciles. Hoy se cumple el primer aniversario. La perspectiva es ahora fría, distinta. Ve las cosas de otro modo, casi con indiferencia. Era jefe del servicio de atención a clientes. Recuerda cómo estos llegaban exhibiendo un sinfín de derechos y exigiendo soluciones inmediatas, pero, en poco tiempo y tras un recorrido dirigido e hipnotizante por varias mesas —sonríe al traer las escenas a su memoria—, acababan vapuleados,  salían de la entidad con prisas, despotricando, sin mirar atrás y con las ínfulas templadas.

                Sí, un año —se reafirma—. Aquella mañana, observó cierta aglomeración en las inmediaciones. Algo inusual a horas tempranas. La gente hablaba acaloradamente y gesticulaba ante la puerta cerrada de la sucursal bancaria. Quizá el encargado de abrir se haya dormido o tal vez se trate de una amenaza de bomba, conjeturó entonces. Pero enseguida desechaba ambas posibilidades. Por una parte, si se tratase de una bomba, la gente estaría alejada del edificio; de otra, el director, también algo inusual a aquellas horas, estaba allí, moviéndose sin sentido de un lado a otro hablando nerviosamente por el móvil. Con aspavientos apartaba a los empleados que le pedían explicaciones, pero la presión continua forzó que vertiese gotas de información, retazos de las impresiones recogidas de los colegas de otras sucursales. Las noticias no eran halagüeñas: todas las oficinas estaban cerradas. Y no fue hasta el mediodía cuando las sospechas se tornaron certezas: la televisión y los medios virtuales informaban que los altos cargos del banco se encontraban en paradero desconocido, que la entidad presuntamente estaba en bancarrota. Se sucedieron jirones de noticias que los avezados analistas no tardaron en precisar: un grupo reducido de directivos había invertido en activos de alto riesgo con resultados nefastos para las cuentas de la entidad. Una situación financiera insostenible. Los gestores habían desaparecido. Lo cierto es que, a partir de ese día, las puertas giratorias no funcionaron más y el patio de operaciones quedó a oscuras.

                Rememoró la fachada del edificio cubierta de  pancartas reivindicativas, a clientes enfebrecidos reclamando a voces su dinero y a los empleados luchando por sus puestos de trabajo. Posteriormente trasladaron las protestas a instancias superiores. Inútil. A medida que pasaban los días, los afectados, empleados y clientes, comenzaron a asumir que habían perdido, respectivamente, su trabajo y su dinero.

                Según las autoridades gubernativas, las indemnizaciones llegarían,  pero requerían el dictamen previo de la justicia. Era necesario, manifestaron, para determinar las responsabilidades y las compensaciones. Pronto intuyeron que eso llevaba tiempo. Sí, suficiente para que el ánimo perdiera fuerza, y que esa unión espontánea para luchar por sus  derechos se desintegrara y sus miembros acabaran vencidos y entregados.

                Una treta —reflexiona—, la necesidad de acallar voces discordantes. Pues, bien pensado, se trataba de unos cuantos votos, un número insignificante de afectados, insuficiente para mantenerlos  o quitarles el poder. Lo importante es que la memoria de la masa crítica de votantes palidezca, y eso, entre los no afectados, siempre resulta fácil, sentencia para sí. 

    

                *Del libro de relatos "Algo que contar" 2011  T.H.Merino

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