Hoy domingo me apetecía Murakami al que le pido disculpas por haber aparcado unas semanas su “crónica del pájaro que da cuerda al mundo”. No sé por qué razón se levantó el poniente, pero es así, y el poniente me sacó de la abstracción mental en que me hallaba metiéndome de lleno en el  territorio de la carne. Y sentí su frío y para combatirlo tuve que cubrir mi espalda con el chal de yoga que suelo llevar en la mochila para proteger los libros; sentado con la espalda erguida, me doblé un poco hacia adelante flexionando las piernas y apartando la vista del ebook fijé la vista en las piedras mojadas por el agua reparando a la par que el infinito es una línea azul dibujada en mis ojos pero que no deja de ser un dibujo, una línea imaginaria enfrente nuestra, un eco tan  repetido como las olas que llegan, dejan su sonido, su olor a mar, su  arrullo y se van, se van una y otra vez, y así hasta el infinito.

 

Alargo un brazo, trato de proteger mi vista del sol, pero en realidad ya no me importa el  no sentir el roce de otra piel en mi carne ni hurgar en la suma de olores que vienen desde la noche entrando en mis huesos como una pulsera en el brazo de la amada, pero estiro mi lengua por mis labios como una pluma que te acaricia para consolarte. Pero las agujas del reloj se mueven rápidas, el tiempo pasa y la vida sigue quieta, muda, ignorante y callada sin sentir los latidos del sol en el corazón.

Ahora miro mis manos, están abiertas, apoyadas en las rodillas, son como dos planetas llenas de sueños, y siento que me habitan, pero somos dos extraños que nos conocemos demasiado. Estando juntas  -mis manos y yo-, vivimos cada soledad por separado, hay distancias en este jardín con sus flores en plena flor. Estamos girando la manivela, ni mis manos ni yo hacemos nada por contenerla, se va a romper la cuerda, y el mutismo será el corazón de la media noche.

 

Pero persiste el viento. Arrecia con toda la musculatura de una carne ergogénica bien nutrida. Absorto en sus piruetas, me llega el regodeo de una noche reciente crecida entre las cejas. Yo no lo conocía. Lo había escuchado cantar días atrás y lo saludé al final, lo saludé algo mecánico, sin alboroto ni la suficiente resina en las manos. Quiso la casualidad que a los pocos días volviéramos a coincidir. Tomamos unas cervezas y con otros dos amigos nos fuimos a un karaoke. Estaba relajado, sentado con la espalda pegada a la pared, alguien le pone un micro en la mano y de su boca salieron las voces de  Sinatra y Hetfield.  Conocer a Johnn Navarro es como abrir un estuche lleno de sorpresas capaz de regalarte la voz más cálida de la madrugada.

 

 Y así otro domingo más con sus ventanas abiertas por si quiere llegar algún astro con su mejor estrella.