Mientras bajábamos por las sombrías escaleras de Poplar Gate (ya por entonces una posada, que tenía el mismo nombre que la calle donde estaba situada), pensé en el futuro inmediato, que yo ya conocía gracias a mis estudios de historia. Recordé algunas cuestiones referentes a la muerte de lady Jane; está debería de verificarse en un corto intervalo a partir de su coronación. Naturalmente, Peter desconocía este hecho. Al principio tuve reparos de explicárselo con la mayor delicadeza posible. No obstante, yo debía decírselo, porque de lo contrario la decepción que experimentaría en los siguientes días sería más dañina que una explicación a tiempo.
−Peter, como tú ya sabes, yo vengo del futuro y por eso tengo conocimientos del pasado. Sé lo que va a suceder de aquí a corto tiempo. Quisiera que me escuchases con tranquilidad.
−Te escucho.
−Sabes que lady Jane es la reina de Inglaterra tras la muerte de Eduardo VI.
−Sin duda es la mejor de las reinas. El rey Eduardo cayó muy enfermo, y no tardó en morir. Fue toda una sorpresa que hicieran a lady Jane su sucesora.
−Es cierto, pero esa proclamación ha acarreado envidias, intrigas, maquinaciones que han de traer graves problemas.
−¿Qué quieres decir? –preguntó Peter clavándome una punzante mirada.
«Espera, ten tacto, es sólo un niño −pensé−. No deberías decírselo. Pero ya es tarde; si no lo hago ahora, luego me cubrirá de maldiciones».
−Peter… −me detuve, sintiendo que sus ojos me abrasaban. No sé cómo pude seguir adelante. En mi vida pronuncié unas palabras con tan desmesurada suavidad y mayor derroche de dolor−: Lady Jane será condenada a muerte… y la sentencia se cumplirá en breve.
Peter se quedó al instante como una figura de cera. Luego volvió a mirarme, entreabrió sus labios de color cereza y en el borde de sus párpados comenzaron a aparecer unas lágrimas oscilantes.
−¿Qué has dicho? –preguntó con la voz alterada−. ¿Cómo puedes ser tan cruel engañándome de esta forma? ¡Di que es mentira!
−Pero, Peter…
−¡Di que es mentira!
Acto seguido se abalanzó sobre mí y me soltó algunos desesperados golpes en el pecho. Yo agarré sus manos para detenerle. Mientras tanto, se consumía en un llanto desgarrador.
−¡Amiguito, cálmate! –le insté enérgica pero delicadamente−. Yo no fui el que creó la historia. Ni siquiera había nacido cuando ocurrió la detención de lady Jane. Te juro que me gustaría disponer de un poder que me permitiera acabar con todos los malos momentos de la vida, pero no lo tengo y, por desgracia, no soy Dios. Aunque nos duela, y especialmente a ti, lady Jane morirá porque así consta en los libros de historia de mi tiempo. Es todo cuanto sé…
Al cabo de un rato, Peter logró tranquilizarse. Otro brillo en sus ojos, otra idea que posiblemente fuese genial.
−¿Sabes? Creo que nosotros podemos evitar la muerte de lady Jane. 
Empleando la lógica, urdí en mi mente un modo con el que apoyar los propósitos de Peter, y, adelantándome a sus palabras, hice la siguiente reflexión:
−Sí, la mejor manera de impedir su triste destino es avisándola con antelación. Entonces podría concebirse un plan que facilitara su fuga a Francia o España, antes de que sus enemigos cayeran sobre ella. También nos queda la alternativa de trasladarla a otro tiempo mediante el hechizo del libro. No obstante, esto último ha de reflexionarse con detenimiento.
−Algo parecido he pensado yo –dijo Peter mientras en sus labios se esbozaba una sonrisa de satisfacción−. Pero antes es necesario hablar con ella. Naturalmente, podremos contar con la ayuda de mi tío Richard Johnson.
−En tal caso, vayamos a casa de tu tío −propuse−. Entre los tres intentaremos preparar un plan de acción.
Después de haber estado tan triste por el desengaño de Constance, percibí que algo dentro de mí me impulsaba a hacer todo lo posible por evitar el ajusticiamiento de lady Jane. Parecía que mi vida contaba con una nueva motivación para seguir adelante.
Alcanzamos por fin la cantina tras bajar las escalera, y, como era de esperar, aquélla se veía desierta; la detención de la joven reina había arrojado a la calle a un buen número de habitantes de Londres. Tan pronto hubimos salido de la posada, Peter empezó a guiarme entre el bullicio hacia la casa del alquimista.
Las calles atestadas de gente me ayudaron a introducirme en la nueva situación y contexto de aquella época. Me sentía francamente maravillado, por cuanto me estaba siendo permitido conocer cosas que antes sólo podía saber por mediación de los relatos históricos. A mi frente aparecían todo tipo de personajes pertenecientes a diversos ambientes sociales. Había desde los más andrajosos mendigos, pasando por hortelanos, tejedores, ganaderos, tejedores, trabajadores de los muelles, hasta miembros del clero y de la media y alta nobleza. Coincidía con que aquél era día de mercado en Southwark, y podía decirse que la noticia de la detención de la reina había trastornado a todos los estamentos sociales.
Podía decirse que tan trascendente noticia había trastornado todo Londres. Los pequeños comerciantes tales como vendedores de paños y telas, de pequeños animales de granja, de manzanas, espadas y otros pequeños objetos de metal, de frutas y verduras variadas, de carne (entonces considerada alimento accesible a muy pocas personas), en definitiva, todos los gremios de pequeños comerciantes, desalojaban lo más rápidamente posible sus puestos y tenderetes, temerosos de perder en medio de toda esa turba una parte no desdeñable de sus bienes.
Llevábamos un buen rato caminando, Poplar Gate había quedado muy atrás. Sin embargo, parecía que nuestro paso se asemejaba a la marcha de un millar de tortugas. Las calles aparecían congestionadas por una gran muchedumbre, siendo la causa de que a nosotros, especialmente a Peter, empezara a resultarnos sumamente irritable la disposición de las calles en ese preciso momento.
De repente, noté que Peter presionaba mi mano y ante esto aminoré el paso.
−¿Qué es lo que ocurre ahora? –pregunté.
Peter señaló discretamente a una sombría bocacalle.
−Estoy cansado de ir tan lento −dijo−. Creo que sería mejor atajar por aquí para no tardar tanto en llegar a casa de mi tío.
Era una buena ocurrencia, por lo que asentí y al momento nos apartamos de la multitud internándonos en una tétrica calleja. Las fachadas opuestas parecían tocarse unas con otras, frenando el acceso al cielo de la mañana. Imperaba un desagradable olor a cloaca. Algunas ratas se cruzaron en nuestro camino. El aspecto global era de una completa desolación. Peter me aclaró que siguiendo por ahí, quedaríamos muy cerca de la casa del alquimista; todo un consuelo en medio de tanta podredumbre.
Al doblar un recodo pudimos oír una batahola, y enseguida comprobamos de dónde provenía.
CONTINUARÁ…
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
 

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