Lady Jane (3ª parte - III): El relato de Raúl Álvarez

 
−En primer lugar, sería mi deseo advertiros de absoluta veracidad de cuanto me dispongo a contaros. Yo mismo he dudado desde un principio de la realidad de estos hechos. Empero, ahora estoy convencido de que todo ha sido verdad. –Marqué una pausa, y vi cómo el semblante de mi interlocutor se iba relajando paulatinamente−. Todo comenzó hará cosa de dos años… ¡¿Qué digo?!... ¡Ah!, sabed que vengo del futuro, o sea, del final del siglo XIX. No me preguntéis ahora nada; os lo iré explicando poco a poco… Yo era representante de una compañía de productos químicos con sede en Madrid. Con ocasión de unos arreglos de exportación, tuve que hacer un viaje a Londres. Allí me alojé en casa de un viejo amigo. Disponía de un margen de cinco días para realizar todas mis gestiones. Éstas se agilizaron considerablemente, y al cabo de dos días ya tenía todo ultimado y solucionado. Mi amigo me invitó a acudir una fiesta que ofrecía un conocido personaje de la City. Fue allí donde mis ojos se cruzaron con los de Constance. Me enamoré de ella casi sin pensarlo. Nos hicimos amigos. Me llegó el momento de regresar a España; pero me prometí volver a Londres a la primera oportunidad que se me presentase. Regresé, y, para mi mayor felicidad, Constance aceptó ser mi prometida tras una sucinta declaración de mis sentimientos. Sin embargo, se nos presentaba un inconveniente: vivíamos en ciudades distintas y nuestras ocupaciones eran irreconciliables. Nuestra relación fue un noviazgo de cartas y encuentros muy contados… Ahora comienza lo asombroso de la historia. Era el último día del siglo XIX. Yo viajé a Londres con diez días de vacaciones. Esperando encontrar el dulce abrazo de Constance, descubrí que sólo me aguardaba una carta suya. Una carta donde se ponía fin a nuestras relaciones. Ella se había enamorado de su profesor de baile; iban a casarse. Desesperado quise volver a España, y surgió un nuevo contratiempo: no llegué a tiempo de tomar el barco que debía conducirme allí. Era el último barco en cinco días, y entonces me vi obligado a alojarme en una vieja posada llamada Poplar Gate. Era Nochevieja, y yo sólo quería aislarme del resto del mundo. Mi habitación se encontraba situada en el último piso, que estaba solitario del todo. Una vez instalado, me entregué a tristes cavilaciones y después de un rato caí en una modorra profunda. En mi estado de ensueño me pareció escuchar unos débiles llantos infantiles, y entonces me fui desperezando lentamente. Cuando hube despertado del todo, advertí que los llantos no habían sido producto del sueño; provenían del inmediato pasillo. Me sentí acuciado a investigar la raíz de tan desconcertante misterio, por lo que me armé de valor y salí de la habitación. Al final del pasillo distinguí una puerta entornada que dejaba entrever débiles atisbos de luz; de ahí era de donde partían los llantos. Más o menos frenético, me atreví a abrir la puerta del todo. Una vez dentro me di de manos a boca con un niño de cabellos rubios que vestía ropas anticuadas, que en nada se correspondían con los estilos de mi época. El niño se sobresaltó al verme. Yo reaccioné e hice todo lo posible por tranquilizarle. Él se había escondido debajo de un mueble. Le dije que nada debía temer de mí. Como quiera que mis palabras resultaron convincentes, abandonó su escondite y, cuando estuvo frente a mí, comenzamos a hablar. Decía llamarse Peter Hawkins. Había viajado en el tiempo, del pasado al futuro, por medio de un hechizo que figuraba en un libro propiedad de su tío el alquimista. Peter era el chico de azotes de Jane Grey. La echaba de menos, mayormente porque se veía incapaz de regresar a su época de origen. Al principio pensé que su mente no regía bien, pero le cogí simpatía y decidí ayudarle; así se lo manifesté a las primeras de cambio. No obstante, descubrí que no era recomendable llevarle la contraria, por lo que me vi precisado a seguirle la corriente. Me señaló una página del mencionado libro y me pidió que leyera lo que ahí ponía. Una vez hube satisfecho su deseo, evidenció una gran alegría que se manifestó mediante los abrazos que me dio. Yo aún me mantenía escéptico. Interrogué a Peter acerca de un broche de cabeza de unicornio que antes vi sobre la inmediata mesa y no tuve tiempo de examinar por las instancias de Peter. Hasta entonces lo había mantenido en mi mano. Peter me dijo que pertenecía a lady Jane y que ella se lo había regalado…
−Esperad –me interrumpió Richard Johnson−.¿Habéis dicho que ese broche pertenece a lady Jane y lo tuvisteis consigo en el desarrollo de la transmigración?
—Así es —respondí mientras extraía el broche de mi bolsillo para mostrárselo—. Éste es precisamente… ¿Por qué me lo habéis preguntado?
−De momento, por nada –dijo con las facciones sombrías−. Por nada… ¡Diablos!... Bueno, continuad vuestro relato.
−Como iba diciendo −proseguí−. Peter me explicó la procedencia de ese broche. Luego empezó a hablarme de lady Jane, y, a través de sus palabras, descubrí que estaba empezando a sentir algo por ella. Pero yo aún no acababa de creerme nuestro viaje en el tiempo, y así se lo manifesté a Peter. Entonces me pidió que abriese la ventana. Eso hice, y al asomarme me topé con un Londres bastante distinto del que yo conocía. No pude por menos de acabar convenciéndome de nuestro viaje en el tiempo. A lo que parecía, acababan de hacer presa a Jane Grey. Yo, en mi tiempo de origen, había estudiado historia y sabía que ella iba a morir decapitada. Se lo dije a Peter, y esto le sumió en la desesperación. Después, ya que nos hubimos calmado, vimos la necesidad de urdir un plan para evitar tamaña injusticia. Para ello contábamos con la ayuda de vos, y decidimos ir a buscaros. Previamente, yo había sustituido mis prendas por otras más acordes con este siglo. Salimos a la calle, y la gran aglomeración que nos encontramos nos obligó a desviarnos por una tétrica callejuela. Allí había un grupo de borrachos que nos abordaron y con los que al final terminamos en disputa. Peter me lanzó el broche de unicornio y pude atraparlo en el aire. Acto seguido le pedí que huyera, y eso hizo. Luego traté de escabullirme y al ver que lo conseguía, el tropel de borrachos partió en mi persecución. Al final pude despistarlos arrojándome al Támesis, y nadando llegué a una orilla lejana. El resto ya lo conocéis.
−¿Tenéis idea de quiénes fueron los agresores de mi sobrino y vos? –preguntó el alquimista.
−Hum, creo que escuché el nombre del que parecía ser el cabecilla del grupo. Ah, sí, se llamaba Herbert Bradock. Es miembro de la nobleza; baronet, supongo.
−Sí, yo también sé qué clase de alimaña es ése que tanto presume de nobleza de sangre –convino Richard Johnson−. Ya me extrañaba que ese mal nacido no anduviera en medio de una pendencia.
−No me pareció ciertamente un hombre refinado.
En aquel momento se iniciaba una débil llovizna y por ello nos guarecimos bajo las perennes ramas de un pino, algo apartado de la orilla del río.
−Bueno, amigo –dijo Richard Johnson−, vos me habéis dicho antes que en el transcurso del sortilegio que os trajo a esta época, teníais en vuestra mano el broche que lady Jane regaló a Peter. Quisiera cerciorarme.
−Así es –corroboré yo.
−Si es así, me parece que vais a tener un problema a la hora de regresar a vuestro tiempo. Y máxime si, como decís, Jane Grey va a ser condenada a muerte. Realmente, lo que se dice un buen problema.
−¿Qué problema? −inquirí−. Podré volver si otra persona, vos por ejemplo, leéis la fórmula mágica y decís: “Tú eres el que ha de trasmigrar a tu lugar en las arenas del tiempo”.
−Por supuesto, hubiese sido así de simple si vos no hubieseis tocado ese broche en el momento de la trasmigración. Ahora todo ha tomado un giro harto complicado.
−¿Acaso sugerís que como tuve agarrado el broche de lady Jane, sólo ella es la que puede devolverme al futuro? –pregunté angustiado.
−Tal como lo decís –confirmó el alquimista−. Sólo lady Jane puede haceros retornar a vuestro tiempo. Como comprenderéis, no va a resultar muy fácil que digamos.
En ese momento, vino a mi memoria el incidente con los borrachos. Casi que reviví la escena en que el hombre tuerto le arrebató a Peter la escarcela con el grimorio dentro.
−¡Oh, no! –exclamé tocado por la desesperación−. El libro lo tiene uno de los secuaces de Herbert Bradock. ¡Cielo santo! ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Cómo voy a regresar a mi lugar en el tiempo si ni siquiera tenemos el libro?
Richard Johnson me miró circunspecto y, asintiendo, dijo:
−Está claro que los problemas se acumulan.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
 
 

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