Ronda, un viaje inesperado (III): El Puente Nuevo

 
«Agradezco al cielo (a Dios, que es mi verdadero cielo) que me haya permitido conocer lo que ahora mismo atrapa todas mis miradas. Doy las gracias por haber podido llegar a Ronda, pese a todos los sinsabores de la vida, que me han arrancado cáscaras de alma. La melancolía no puede llegar al extremo de impedirnos viajar adonde el corazón nos guía. ¿Qué importa que se rían de los entusiasmos de un hombre que aún puede emocionarse como un niño y que lentamente va cruzando el atardecer de sus años…? Doy gracias por las sombras de las ramas, por los pájaros que gorjean en el interior de cada persona y por el alivio momentáneo de las penas del  cuerpo…Y te doy las gracias a ti, autor que no puedes escucharme y que sugeriste la grácil figura de Miranda Warriner asomándose a los miradores de Ronda. El reino de la imaginación no puede dar la mano a lo que es real, pero lo que es real puede aferrarse a todos los reinos posibles. Yo estoy aquí, y pertenezco a la realidad. Ronda es mía, como mía es la ausencia de Miranda Warriner, Miranda la del balcón».
Tras una breve siesta, salí del hotel y encaminé mis pasos al Puente Nuevo, para lo cual tomé los senderos de la Alameda hasta el filo del abismo. Paseo de Ernest Hemingway y Paseo de Orson Welles. ¿Y dónde está el Paseo de A.E.W. Mason?, me pregunté con cierto poso de decepción. Ni Hemingway ni Welles me habían llamado a venir a Ronda. Yo estaba aquí por un libro mohoso, lleno de pasión, que me había pintado los paisajes de esta ciudad antes de yo conocerlos; en este caso, la imaginación me había empujado a la realidad.
 
He aquí el Puente Nuevo, el símbolo de Ronda, la expansión de las montañas, la trabazón de los vuelos del Romanticismo. El puente de sillares, saltando sobre una altura de 98 metros, hasta hundir sus cimientos en la garganta del río Guadalevín (“Río Profundo”, en lengua de los árabes). Flanqueando el puente, se encuentran los muros de arenisca cortados a pico, fácilmente manipulables por la acción del agua y los vientos; de aquí para allá se aprecian arbustos que mecen sus follajes en los dominios del aire del desfiladero; incluso se reconocen las barnizadas hojas de higuera. Y las casas de ambos lados del puente, alzando por encima del tajo los ojos umbríos de sus ventanas y las blancas cales de sus fachadas. De vez en cuando, ocupa el espacio sonoro el graznido de alguna corneja, ave enlutada que sólo puede ser imponente en los precipicios.  
 
 
El Puente Nuevo une las dos partes de la meseta sobre la que se asienta la ciudad. Fue proyectado por un talentoso arquitecto aragonés llamado José Martín de Aldehuela. En sus momentos de mayor actividad, trabajaron 200 obreros, luchando con las alturas y las endebles rocas, usando como punto de apoyo un puente anterior. Se invirtieron en las obras nada menos que 42 años, siendo concluidas en 1793, hace ya la friolera de 224 años. El resultado no puede tener mayor grado de magnificencia: un puente con un arco en su parte baja, que pasa casi desapercibido desde las alturas, y tres arcos en la cúspide, el central más grande que los dos laterales, y abajo, en el fondo del abismo, las aguas del río Guadalevín, que se tornan un torrente impetuoso en épocas de avenidas primaverales.
Por el lado del Barrio Árabe, hay un camino en zigzag que permite bajar al fondo del tajo, y que precisamente en primavera ofrece un recorrido que se diría una alfombra de flores; mi vértigo no me permitió enfilar este camino, que desde mi puesto de observación se veía bastante transitado por grupos de excursionistas.
Encima del arco principal del puente se encuentra una habitación que antaño sirviera de cárcel (y A.E.W. Mason hace en su novela una mención a este respecto). Esa habitación se puede visitar, previo pago de tres euros. Dispone de sendos balcones a ambos lados del puente, y la vista desde ellos se promete impresionante. Ahora se la conoce como Centro de Interpretación del Puente.
–¿Da vértigo bajar hasta la habitación? –le pregunté al señor de la entrada.
–La escalera va pegada a la pared, y si no mira al abismo puede llegar al rellano sin problemas. Luego hay otro tramo de escaleras, ya cubierto, que sube hasta la habitación.
En efecto, no me dio vértigo llegar al rellano, bien protegido con un enrejado de la proximidad del abismo. Y las escaleras que ascienden a la habitación, antes pueden causar claustrofobia que vértigo. Por fortuna, no le tengo miedo a los espacios cerrados.
 
Lo mejor de la habitación, no muy grande para imaginarla una cárcel, son las vistas desde sus balcones. Hasta los mismos me encaminé, sin apenas prestar atención a los paneles audiovisuales que informan de la historia del puente, la geología del desfiladero, su avifauna y otras curiosidades concernientes a Ronda. Las puertas acristaladas están cerradas, y un cartel advierte que no han de ser abiertas bajo ningún concepto. 
Se dio la circunstancia de que, fuera de mí, no había otros visitantes en la habitación. Asomándome por los dos balcones, pude disfrutar de las mejores vistas de mi viaje. El abismo bajo la mejor luz de la tarde, cuando el circo de montañas se difumina en la lejanía. Las paredes del tajo, la vegetación del abismo, las sombras acariciando el río, las aves rapaces poniendo el contrapunto a los murmullos naturales del verano… y mi propia alma, debatiéndose en un entusiasmo que de tanto en tanto era enturbiado por nostalgias inoportunas. Miré a los balcones del Barrio Árabe, y no me fue dado distinguir el sombrero de flores que debió de utilizar Miranda Warriner en la imaginación de A.E.W. Mason. Si Ronda y sus alrededores son un decorado romántico, en palabras de Ernest Hemingway, estaba convencido de hallarme en el lugar de mayor romanticismo de toda Ronda. Y me encontraba solo. No me hubiera importado quedarme allí de prisionero por luengos años; mi encierro no parecería tan grave teniendo esas vistas de aire y montañas y del río donde navegarían mis sueños incumplidos. Tenía el convencimiento de encontrarme en el corazón latiente de Ronda, y me recreé en ilusiones que antes no hubiera imaginado. El sol me daba en los ojos, pero no podía apartarlos de tantas bellezas. Me olvidé por un instante de la presencia de mi cuerpo, y mi alma se hizo pájaro para pasear por los precipicios más bellos que jamás había contemplado. No importaban los fracasos y la soledad, estaba en un trono de romanticismo, y esta certeza podría sostenerme en mi pretendido oficio de escritor.
 

 
 
Estuve allí un buen rato, y con algo de disgusto me apercibí de que otros lugares de Ronda me estaban llamando como cantos de sirena.
Subí de nuevo al arranque del puente, y crucé hasta el Barrio Árabe. Toda las gentes que no había visto en la habitación, llamémosla cárcel, me las encontré junto a los parapetos del puente. Ora se tiraban fotos con tan sublimes panorámicas, ora se quedaban absortas en la fascinación del abismo y el aire ya dorado por el sol declinante. Yo pasaba entre ellas como una sombra fantasmal, sumido en los silencios de mi alma.
Me acerqué al mirador anexo al convento de Santo Domingo (sede de los cursos de verano de la universidad de Málaga). Allí la barandilla está más desprotegida, y experimenté el vértigo en toda su intensidad, pese a la hermosura de las vistas de ese lado del puente. A esta sazón, el mirador estaba lleno de gente.
 

 
Considerando que de momento ya había tenido suficiente contacto con los abismos, me encaminé al Barrio Árabe.
Iba pensando que con la vista del puente se habían colmado todas mis expectativas con respecto a Ronda.
CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).   



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