El día que llegó la policía, precedida del sonido estridente de las sirenas, los vecinos escuchamos agazapados tras las puertas. No pudimos oír nada. Todo discurrió de un modo tranquilo, silencioso. Nada de revuelos como podría pensarse, ni golpes, ni carreras… Porque cuando la policía llamó anunciándose con vehemencia, ¡policía, abra inmediatamente, tenemos orden de registro!, Beltrán no tardó en abrir. Entraron y, a partir de ese momento, solo se oyó un murmullo inaudible. La operación no duró más de diez minutos.

            El edificio constaba de seis alturas y siete viviendas por planta. La comunidad había denunciado la desaparición de su mujer y los dos hijos de corta edad. A decir verdad, la mayoría no quiso participar. Ya se sabe, siempre hay gente que va a lo suyo, gente insolidaria que se desentiende de las desgracias ajenas. Quienes sí nos habíamos comprometido, decidimos mantener reuniones periódicas. Intercambiar puntos de vista, discutirlos y tomar decisiones era necesario para que el caso se mantuviera vivo. Por otra parte,  justo es decir que las aportaciones no pasaban de simples conjeturas. Es la verdad, porque una y otra vez repetíamos lo mismo, sin avanzar un ápice en nuestras pesquisas.

           Los hechos transcurrieron en un periodo de dos meses. Primero desapareció la  mujer; después, los hijos. Una mujer simpática, solícita, extrovertida, siempre con la sonrisa dibujada en los labios y cariñosa con los niños. Un encanto de mujer. Él, sin embargo, era reservado, siempre a lo suyo, pero educado, eso sí, hay que decirlo, nunca faltaba al saludo aunque fuese de manera seca. Su carácter reservado, no cabía duda, se había acentuado a raíz de los acontecimientos. Como apresado por negros pensamientos, su semblante siempre reflejaba pesadumbre, ajeno a todo, como si purgara alguna pena. Eso pensábamos. Tal vez una suposición frívola, sí, es verdad, basada solo en sospechas gratuitas, pero lo cierto es que Juan Luis Beltrán siempre eludía nuestros requerimientos. Con preguntas insidiosas intentábamos provocar sus reacciones, estudiarlas, sacar conclusiones. Inútil. Nunca conseguimos que se manifestara con algún atisbo de temor o violencia, ni siquiera contenida. No llegó a responder que nos metiéramos en nuestras cosas, si acaso arrancábamos de él una mirada torva y, sin más, continuaba su camino con la cabeza gacha.

           Cierto día, dos osadas vecinas encabezaron una provocación que augurábamos definitiva. Salieron a su paso preguntando abiertamente y en tono acusador e insultante por la ausencia de los suyos, pero él, impertérrito, se había limitado a despacharlas con un, por favor, señoras, y las había apartado de su camino decididamente pero con delicadeza. No se violentó, ni observamos la mínima alteración, simplemente, tras franquearse el paso, bajó la cabeza y continuó adelante.

          Anormal se nos antojaba su falta de reacción ante lo que acabó convirtiéndose en nuestra obsesión y verdadero acoso a su persona. Sí, su actitud nos parecía extraña, sospechosa, porque si nada debía de ocultar, si todo estaba de acuerdo con la moral y la justicia, por qué no respondía o  denunciaba, por qué se dejaba acosar sin ofrecer alguna justificación, al fin y al cabo no es tan difícil decir, pasan una temporada con su abuela materna, aunque no nos lo hubiésemos tragado sin más, sino que habríamos tirado del hilo.

          Antes de la desaparición nunca oímos gritos, insultos, ni apreciamos en su mujer un semblante asustado o unas caras temerosas en los niños. No. Y eso era lo extraño. De puertas afuera, en esa familia, siempre había reinado la armonía. Sin embargo, las supuestas víctimas, quizá coaccionadas por Beltrán, podían haber aprendido bien la lección y lograran representar sus papeles como actores bien entrenados y creíbles. Este tipo de cosas se argumentaban y debatían en la junta hasta la extenuación y la abulia.

        Alguien propuso que por nuestra cuenta descerrajásemos la puerta y buscáramos pruebas en la vivienda. Requería un plan, sobre todo encontrar el momento con menor riesgo de ser sorprendidos, por ejemplo, al comienzo de su jornada laboral. La propuesta se recibió con júbilo, pero nadie se ofreció para acometer la empresa. Todos, sn excepción, bajamos la cabeza y retrocedimos acobardados. Sí, el miedo se apreciaba en los semblantes. La gente siempre está dispuesta a hablar, de lo que sabe y de lo que ignora, pero rehúye verse metida en algún lío, aunque sea por una causa justificada, aunque esté convencida de que algo grave ha ocurrido.

       Pero, ¿qué nos decidió a presentar la demanda contra Beltrán? Una información que parecía confirmar nuestras sospechas. Un elemento más que, aunque no definitivo, reforzaba nuestras ideas. Se trataba de datos bancarios obtenidos de un modo oscuro; sea como fuere, en el extracto figuraba una transferencia por ciento veinticinco mil euros a nombre de un tal Smith a un banco londinense. Enseguida pensamos que podía tratarse de un sicario contratado por Beltrán para realizar el trabajo sucio.

        Fue entonces cuando se aceptó la propuesta de denunciar el hecho a la policía. Tardó unas semanas en venir. Creímos, primero, que la demanda se habría desestimado; después, cuando aparecieron los uniformados, que, hechas las investigaciones previas, habrían encontrado indicios sospechosos.

 

        Cuando la policía se lo llevó esposado y precintó la puerta de la vivienda, imaginamos que el caso se había resuelto y que en algún momento del día acudiría un coche mortuorio con un buen despliegue policial a recoger los cadáveres.

        Pasamos el resto del día y parte de la noche esperando a que algo ocurriera. Pero no acudió nadie, ni un solo agente, ni un empleado de pompas fúnebres. Absolutamente nadie. Tampoco en los días siguientes.

        Imaginamos que a Beltrán lo habrían puesto a buen recaudo, que, bajo presión, habría confesado su delito y que los cuerpos los habrían encontrado en otro lugar, porque, día a día lo comprobábamos, la vivienda no desprendía olor a cadáver.

       Lo que resultó verdaderamente extraño fue que, al cabo de quince días, el precinto de la policía había desaparecido. Ha vuelto, pensamos, pero el sospechoso no daba señales de vida.

       Nos reunimos para comentarlo y se decidió indagar si el culpable era algún vecino insolidario. Hay gente para todo, se oía. Nos distribuimos el trabajo para realizar un discreto sondeo. El resultado, negativo.

      Días después, descubrimos el cartel, En venta, pegado en el cristal de una de las ventanas. No salíamos de nuestro asombro. Nadie había oído nada. Nadie había visto nada.

©Del libro de relatos “Algo que contar” 2011   T.H.Merino

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