Parte (I): http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/l...

              ─Bien lo planeó el viejo zorro ─rompió el silencio el niñato que ni por un momento podía estar callado, aunque, sin duda, divertido y, en algunos momentos,  hasta parecía  simpatizar con la decisión del anciano.

              Ninguno respondió. Se limitaron a dirigirle una mirada de menosprecio.

             ─¿Qué edad le echáis a la chica? ─preguntó Arturo, el tipo de cabello ensortijado que, situado en la línea de luz del ventanu co, se le apreciaba una  cicatriz por debajo de la sien izquierda.

            ─Calculo que no debe alcanzar los veinticinco ─afirmó sin dudarlo Álvaro, que aún no se había despojado de la gabardina.

           —¿Cómo puedes estar tan seguro? ─preguntó Marta─. Tenía la cara casi cubierta.

           —En algún momento, en el camposanto, estuve a su lado. El llanto era el de  una persona joven, tal vez muy joven, de voz fina y modales delicados.

           ─¡Oye, oye! Qué sensibilidad la de Alvarito. ¡Ah, pícaro profesor! Así que puedes determinar la edad y cualidades de una muchacha por los sollozos. Quizá sólo de las jóvenes, no de las mayores. ¿Es así? ─se mofó el pelirrojo.

          ─¿Cómo podría mantener relaciones con un hombre tan mayor? ¿Qué encontraría en él? ─dijo Marta, moviendo dubitativamente la cabeza.

         ─Está claro, Marta. El dinero vence cualquier escrúpulo ─manifestó resuelto Álvaro, frotando el índice y el pulgar.

         ─¡Eh, eh, eh! Nadie sabe qué tipo de relación mantenían ─dijo Arturo, tratando de aportar unos gramos de sensatez.

         ─¡Ingenuo! ─le espetó Marta, con un mohín de arrogancia.

        Álvaro comenzó a dar muestras de impaciencia. Daba vueltas y más vueltas,  esquivando el viejo y escaso mobiliario en el reducido espacio de la estancia. Su cabeza oscilaba entre la afirmación y la negación. Era evidente que estaba sembrado por un sinfín de incógnitas que no conseguía  despejar satisfactoriamente. Los demás, de cuando en cuando, seguían con la mirada sus movimientos incómodos, sus gestos, pero enseguida se desentendían, tal vez creyendo que lo mejor era dejar que pensara, que alguien pensara. Un acto útil, invisible y necesario para salir triunfantes del atolladero.

         ─¿Cuántos años permanecerían juntos?  ─dijo como para sí Arturo, el hombre de cabello ensortijado,  dejando la pregunta en el aire.

        Hubo un tiempo de silencio. Cabía que algunos de los deudos especularan sin fundamento; otros, quizá desconocían la situación de los últimos años y simplemente coreaban el silencio dejándose llevar. Así, al menos, evitaban  dejar palmaria evidencia de  su desinterés por el difunto anciano.

         ─Pues… Cinco años que lo tuvimos en la residencia de lujo… Tres en la de las monjitas… Ahí algo empezó a ir mal.  No paraba de quejarse cada vez que hablaba con él por teléfono. Un día me dijo que se volvía a casa, que había encontrado a una mujer que cuidaría de él, que no nos preocupáramos. Claro, ¡una mujer! ¡Una jovencita!, que no es lo mismo. El viejo verde…  De esto debe hacer ocho años ─concluyó Marta fuera de sí.

         ─¡Caramba, ocho años cuidando a papá!, —exclamó Álvaro—. Bueno, esa chica algo se merece.

         ─¡Eh, eh!, que tú estás casado, hermanito. Ya veo por donde vas, pero si a alguien le corresponde tratar a la moza, ése alguien soy yo ─cortó en seco el pelirrojo aparentemente enojado.

        ─¿Quieres callarte, imbécil? ─gritó descompuesta Marta─. Por favor, Álvaro, continúa —dijo suavizando el tono.

        ─Seamos serios y positivos. Analicemos el asunto y aportemos ideas ─sentenció Arturo dando muestras de enfado a la vez que dirigía una severa mirada al pelirrojo─. Marta, en todo ese tiempo, ¿cuántas veces viniste de visita? ─prosiguió.

        ─Pues… No sé. Llamaba por teléfono una o dos veces al mes ─respondió entre dubitativa y avergonzada.

       ─Y, ¿tú? ─continuó el interrogatorio dirigiéndose al viejo profesor.

       ─Mi agenda es complicada ─soltó evasivamente.

       ─Mi caso, queridos hermanos, es parecido ─dijo el hombre de cabello ensortijado.

       ─Y, ¿tú? ─dijo Marta dirigiéndose al pelirrojo.

       ─Yo, hermanita, parece que no cuento demasiado, así que me reservo la información ─dijo con expresión divertida.

      Siguió un tiempo de recogimiento y silencio. Las miradas se esparcían por paredes y techo capturando detalles del visible deterioro. Y esa era precisamente la herencia que, a partes iguales, debían repartirse.

      El hombre de la cicatriz en la mejilla y cabello ensortijado propuso un acercamiento a la muchacha. Quizá conociendo a la muchacha consiguieran entender este asunto; además,  podrían interesarse por cómo vivió el anciano los últimos años de su existencia.

      Un murmullo casi generalizado cortó de raíz la propuesta. «Nada de sentimentalismos ─protestó Marta─, estamos aquí para otra cosa, no para consolar a esa zorrita».

      ─Aunque por distintas razones, yo también muestro mi desacuerdo ─dijo Álvaro en tono solemne─. No dedicaré un minuto más a este asunto ─afirmó con rotundidad─. Me esperan otros más urgentes. Por nuestra parte, quedó olvidado y abandonado a su suerte. Sí,  quiero decir que he decidido no hacer  nada que tuerza la última voluntad de nuestro padre. Esa es mi decisión. Él estableció las compensaciones  que consideró justas. ¿Qué tenemos que decir? Mi parte de la herencia os la cedo gustosamente. A cambio procuraré olvidarme de todo esto y liberarme de la mala conciencia que me genera esta confabulación póstuma. Adiós.

      Y salió del cuarto sin volver la vista atrás, con absoluta templanza. Enseguida se oyó la puerta cerrarse con suavidad.

      ─Y ahora, ¿qué? ─dijo dubitativo Arturo, el hombre de cabello ensortijado.

     ─Que tocamos a un cuarto más ─dijo entre risas el pelirrojo.

     El curso que tomaban los acontecimientos no era del agrado de Marta, cuyo rostro no lograba disimular su estado de creciente crispación. De otro lado, no pensaba rendirse a las circunstancias por muy adversas que parecieran. No iba a consentir que esa sucia muchacha se riera en su cara, que se apropiara de sus legítimos bienes.

      Arturo, el hombre de cabello ensortijado, se levantó con calma. Dubitativo, dio unos pasos por la estancia y, en un momento dado, se detuvo en seco. Durante unos instantes permaneció absorto. Parecía sopesar algún postrer matiz antes de pronunciarse. Después, tomando perspectiva, desplazó la mirada de un hermano a otro y, por fin, dijo: «Bueno, creo que poco queda por hacer.  Me marcho. La parte que me corresponda os la podéis repartir.»

       ─¡Bien, hermanita! Por ahora vamos a medias, dijo jocosamente el pelirrojo apenas salió Arturo.

      Quedaron en silencio. El muchacho parecía abstraído e inmerso, a juzgar por su expresión, en algo divertido. Ella elevó la mirada y la clavó en él; después, con signos de evidente ansiedad, preguntó: «Y tú, ¿qué?»

      ─También me voy, aunque no te cedo mi parte. Sé dónde encontrar a la chica. Es una jovencita dulce y sensible. Se me hace tarde. Ella estará esperándome.

     ─¿La conoces? ─dijo Marta con cara de estupefacción, entornando los ojos, como si quisiera atravesar los pensamientos del pelirrojo, tratando de discernir si hablaba en serio o en broma.

    ─Sí, hermanita. Yo visitaba al viejo todas las semanas ─manifestó enfatizando la palabra viejo.

    Se levantó canturreando y se dirigió a la entrada. Antes de salir se volvió hacia ella, y dijo: «El último que cierre la puerta. Chao».

 

 

©Del libro de relatos Algo que contar. 2011  T.H.Merino

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