Nada optimista se perfilaba mi posición. Se adueñó de mí una demoledora sensación de pánico, que se tradujo en el horror de no volver a ver mi mundo, mi hogar, mi familia, mis amigos. Ahora que daba todo esto por perdido, es cuando más parecía añorarlo. Sin embargo, sumirme en la desesperación no me iba a aportar ninguna solución, por lo que traté de serenarme.
Richard Johnson me rescató del mutismo en que me había sumido. Me dio a entender que, de momento, lo mejor sería ir en busca del intrépido Peter y después, ya en casa del alquimista, trataríamos de ordenar ideas para decidir nuestras operaciones los siguientes días.
Las primeras estrellas alumbraban en el cielo, parcialmente despejado de nubes por los rudos vientos que se levantaron, cuando alcanzamos los primeros arrabales de la villa londinense. Las anteriores lluvias habían dejado una fresca fragancia en las calles. Con todo y con eso, el invierno se hacía valer por sus fueros, siendo ésta la razón de que apenas si viésemos viandantes en nuestro camino. El viento azotaba con crudeza nuestros rostros, y fue motivo de alivio saber que en casa del alquimista nos aguardaba una buena hoguera de troncos.
Tras un rato de un andar presuroso, alcanzamos una plazoleta en cuyo centro se alzaba una fuente que tenía el caño corroído por la acción del tiempo. La luna en todo su esplendor asomaba a través de algunos jirones de nubes, proporcionándonos una por demás adecuada iluminación. Entonces pudimos vislumbrar a un niño sentado junto a la fuente. Al acercarnos más, nuestras almas se llenaron de gozo.
El niño era Peter.
Tenía la cabeza apoyada sobre sus rodillas. Tan pronto oyó que nos acercábamos, levantó un rostro cariacontecido, el cual me pareció investido de una gran nobleza. No pude por menos de reprocharme haberle juzgado antes como un niño ofuscado y fantasioso.
−Caramba, pequeño Hawkins –dijo Richard Johnson, descolgándosele una sonrisa por la boca−. ¿De forma que te vas a pasear por los senderos del tiempo sin avisarme? Bueno, no me pondré mordaz. Este caballero –añadió señalándome− me ha puesto al corriente de tus hazañas. Suerte para ti que te fueras a esa posada a poner en práctica el hechizo y te encontraras con sir Raúl. En fin, ¿a qué estás esperando? Ven y dame un abrazo, pícaro sobrino.
Peter se abocó a los brazos del alquimista. Mientras tenía lugar el abrazo, me dirigió una mirada de complicidad. Richard Johnson se percató de ello, y entonces, rompiendo el contacto con su sobrino y acercándose a mí, me dijo:
−Sir Raúl, he de deciros que he recibido una impresión harto favorable de vos y debo agradeceros el haberme traído a Peter sano y salvo. Asimismo quiero manifestar que uniré mis esfuerzos a los vuestros para ayudar a Jane Grey, a fin de que, llegado el momento, podáis regresar a vuestro lugar en las arenas del tiempo.
−Muchas gracias −respondí−. Desearía pediros una cosa. No tiene mucha importancia, pero hará que me sienta más cómodo en nuestro grupo.
−¿Qué es ello? –inquirió Richard Johnson.
−Desearía abandonar estos modos de cortesía en el lenguaje oral, la forma vos, las conjugaciones verbales tan artificiosas para mí, etcétera. Francamente, no estoy nada acostumbrado a este registro idiomático y más en una lengua que no es mi nativa.
−Ah, dais a entender que tuviésemos un trato de confianza al hablar.
−Algo así.
−Eso está hecho como puedes apreciar, mi querido amigo –concluyó Richard Johnson, dándome una palmada en la espalda.
Tras solventar esta pequeña cuestión lingüística, emprendimos el camino a casa del alquimista.
El inmueble estaba apartado de toda calle transitada. Era una sólida construcción de granito, que se elevaba a seis metros del suelo y estaba dividida en dos plantas, o al menos eso se apreciaba desde el exterior; pero cuando entré vi que sólo contaba con una sola planta. Por los altos muros discurrían escalones serpenteantes que conducían a estanterías cargadas, aparte de libros, de los más dispares materiales. Las ventanas estaban provistas de robustos postigos, cuyos aleros se curvaban hacia el cielo. En el interior había una espaciosa mesa repleta de crisoles, retortas y frascos que contenían polvos y líquidos de tonalidades variadas. Se observaban también cuatro armarios de madera roble, descomunales, distribuidos simétricamente por las cuatro esquinas del edificio. Ahí, según me informó Richard Johnson, se guardaban los múltiples productos obtenidos en el ejercicio de la alquimia, así como pergaminos que contenían fórmulas secretas. Me asombró sobremanera las enormes dimensiones de la chimenea, que tenía adosado una especie de alambique. Richard Johnson se apresuró a avivar el fuego arrojando unos pedazos de leña sobre las casi extintas llamas. Y después que hubo despejado parcialmente la mesa, nos invitó a sentarnos para degustar una frugal cena.
Puede adivinarse el hambre que traíamos. En mi primera comida en el siglo XVI, eché de menos el uso de cubiertos y hube de sujetar el pedazo de carne fría que me puso el alquimista ensartándolo con un cuchillo. Al finalizar la cena, los tres nos miramos en silencio. Había llegado el momento de parlamentar sobre el salvamento de lady Jane.
−Recapacitemos, Raúl –principió Richard Johnson, reclamando mi atención−. Quiero que recurras a tus conocimientos de historia para saber qué disposición tomar. Dinos todo lo que sepas.
Yo les expliqué todo lo que recordaba: el matrimonio de conveniencia de Jane Grey con Guilford Dudley; la temprana muerte de Eduardo VI; su sucesión en el trono por lady Jane; y la conspiración que conduciría a ésta ante la cuchilla del verdugo.
Ultimadas las cuestiones puramente históricas, nos pusimos a imaginar maneras de dar a la historia un giro en sentido opuesto. Pero todos los planes que urdíamos nos parecían harto difíciles de llevar a la práctica.
Peter comenzó a ser presa de un gran nerviosismo, y al final estalló:
−¡No hacemos más que perder el tiempo!... ¡Tenemos que avisarla de lo que van a hacer con ella!... Como dice Raúl, el tiempo se nos acaba y no podemos malgastarlo improvisando vanos planes. Iré a verla. La amo y no quiero perderla. Iré ahora mismo, aunque sea de noche. ¡Tengo que salvarla porque la adoro!
No nos cupieron dudas de que el juicio de Peter comenzaba a fallar. Su valerosa propuesta nos dejó del todo indecisos. Su tío y yo convinimos que esa alternativa era demasiado directa y peligrosa. Pero el niño se mostraba reacio a dejarse convencer por ninguno de nuestros argumentos. Por otra parte, no andaba falto de razón; el tiempo nos apremiaba y no era menester desperdiciarlo en idear planes irrealizables.
−Es más –apostilló Peter, fuera de sí−. Pienso ir lo más rápido posible a salvarla. Me saltaré las verjas de la Torre e iré directamente a hablar con ella… Seguro que me escuchará.
−Espera. Ahora es de noche y no creo que sea una buena idea –explicó el alquimista−. Además es muy peligroso y… ¡Peter, regresa aquí!
Era inútil tratar de disuadir al valiente Peter. Éste ya se había encaminado a la calle, dispuesto a cumplir sus propios requerimientos con respecto a la salvación de la joven soberana. Richard Johnson me dio a entender con una mirada que marchara en pos de su sobrino. Salí tras sus pasos, pues, armado de paciencia para tratar que se aviniera a razones. Se me olvidaba añadir que el alquimista me había entregado anteriormente una magnífica espada nueva.
CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
 
 

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