Madrugada

Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín

En la madrugada la oscuridad es más densa y el silencio parece lleno de amenazas para quien viaja en el tren del insomnio. Aquel día Ernesto se levantó a las cuatro y media de la mañana, alistó su ropa, se lavó los dientes, se bañó con cuidado procurando respirar sin angustia y concentrarse en sus pensamientos. Vivía solo. Su mujer y sus hijos se habían ido tres meses antes, cuando ya no pudieron soportar los ruidos de la noche, los días de incertidumbre y el rencor de una pareja en ruinas.

Salió de prisa y caminó rumbo al centro de la ciudad, las primeras luces del alba pintaban de rosa y violeta el horizonte de los cerros cercanos y las escasas nubes; la belleza de aquel cielo y la frescura del aire consolaban un poco su talante atribulado. Como era domingo, podría visitar a sus hijos y tal vez hasta ver a su esposa, hablar con ella unos minutos. ¿Para qué? No lo sabía ni tenía resuelto nada que pudieran tratar, pero tenía ganas de escucharla, de encontrar en el vacío alguna esperanza para ellos, quizá escuchar algún tono afectuoso. Tal vez él mismo conseguiría decir algunas palabras cariñosas que no sonaran ridículas o inoportunas o que de plano parecieran mentirosas y fueran a  despertar la indignación y la furia. Había pocas probabilidades de que esto sucediera, porque cuando él llegaba, como cada domingo, la mujer casi nunca estaba en la casa de ciudad Juárez donde se habían ido a vivir. Solo dos veces la vio, ella siempre en silencio, sin dirigirle nada más que un indiferente saludo.

Luego de una hora de caminar, llegó al mercado: la luz de la mañana no lograba iluminar sus recuerdos sombríos ni calmar del todo la ansiedad de su ánimo. Compró dos piezas de pan, un poco de queso y una cocacola, desayunó sentado en la banqueta, frente a la calle, por donde a esas horas tempranas circula poca gente. En ese momento logró por fin sentirse en calma, reconfortado de la fatiga de la caminata. Revisó su maletín donde guardaba algunos regalos que había comprado el día anterior para sus hijos y para su mujer. ¿O tal vez debería decir: para la que fue su mujer? Esta idea era perturbadora, sobre ese asunto no lograba tener claridad por más que se enredara en sus pensamientos.

Cuando los camiones urbanos empezaron a circular, tomó uno para ir a la central camionera; al llegar compró un boleto para ciudad Juárez y abordó un autobús que estaba a punto de salir.

Se le humedecieron los ojos cuando sintió, en forma casi física, la atmósfera de soledad que lo envolvía: para sus hijos él era un visitante cada vez más lejano; esa tarde se despediría de ellos como cada semana, tratando de mostrar una serenidad que disfrazara la tristeza; para su mujer, era un extraño; y para sí mismo era un enemigo vencido por la desilusión.