Del libro de relatos “Las habladurías de un loro”   T.H.Merino

He reflexionado lo suficiente sobre el infausto suceso que me ha traído ante sus señorías. Antes de relatarles lo que desean saber, me veo en la necesidad de esbozar las circunstancias con el solo objeto de aproximarles el marco escénico donde yo representaba un rol indeseable. Después, señorías, referiré los hechos cuanto sea preciso y demanden, así como los sentimientos negativos que una vez engendrados conllevan  inevitables desenlaces.

            Aunque impropio de los tiempos presentes, fue, el nuestro, un matrimonio de conveniencia y no de afinidades sentimentales puras. Nuestra atracción estuvo basada recíprocamente por las carencias propias de lo que el otro poseía. Yo aportaba aquello de lo que al hombre le gusta jactarse, sobre todo ante sus enemigos: cultura, elegancia y, según oí de muchos hombres, un atractivo poco común; mi marido aportó dinero, tierra, servidumbre, posición social y, enclavada en un bosquecillo aún joven, una magnífica mansión de tres plantas. Sin embargo, de esta posición económica y social envidiable de mi marido, solo llegaría a disfrutarla un periodo muy corto. Sí, verdaderamente corto. Al poco tiempo de instalarnos, una vez casados, mi marido despidió al servicio; poco después, redujo nuestra residencia a una sola planta, clausurando el resto de la vivienda. Allí, durante años, fui víctima de los celos extremos de mi marido, cuyo estrecho cerco me situó en la desesperación y en los límites de la locura.

            Anticipo, en defensa de mi recta moralidad, que nunca malogré los sagrados deberes de esposa. Y para concluir estas pinceladas introductorias de tan desafortunada convivencia, añadiré que mi refinado espíritu se vería definitivamente vejado con la adición de un nuevo y grotesco elemento, privándome con ello de las más elementales intimidades, y que, cuyo deseo de preservarlas, no obedecían a otra razón que no fuera mi sentido del pudor. Y por ser este último acto lo que en verdad atentó contra mi dignidad y cordura, si  sus señorías me lo permiten, por él daré comienzo.

            Con la adquisición de un loro por parte de mi marido, las circunstancias tomaron al principio una faz engañosa. Él, de pronto, pareció ignorar mi presencia. Absorto en lo que yo creía mera afición al animal, había dejado de dirigirme su persistente y molesta atención, sus reconvenciones y sus celosas insinuaciones. Su tiempo, dividido entre sus misteriosas ocupaciones fuera del hogar y las enseñanzas al loro, me procuraban una gratísima liberación. Siempre había observado buen entendimiento  —si puede decirse así— entre mi esposo y los animales, y ello, unido a las extraordinarias cualidades que pronto se revelarían en el loro, dieron para mí un fruto indeseable. En efecto, poco tiempo después —debió ocurrir cuando, a juicio de mi marido, el loro practicó con éxito las primeras enseñanzas—, comenzó a dirigirme acusadoras miradas y un trato vejatorio, cuya intensidad y extremos hasta entonces no hubiera podido imaginar.

            Quizá debe decir que, en ocasiones, antes de la impuesta convivencia con el loro, llegué a desear los arrebatos pasionales de mi marido motivados por los celos, porque sin excepción concluían en una cálida aproximación física, acompañada de palabras blandas y gestos tiernos. Desde luego, bien sabía yo que se trataba de ternura falaz, mediatizado como estaba por un instinto satisfecho y una extenuación física que le privaban, respectivamente, del objeto y  de la fuerza necesaria para mantener la lucha. En definitiva, una tregua para rearmarse y acometer una batalla de mayor virulencia.

            En fin, creo que estas últimas consideraciones escapan al núcleo de asunto y, por tanto, ahí las dejaré.

            Llegué a detestar al loro, a las habladurías que intercambiaba con mi marido… ¡Y de qué manera! Si bien, creo, la aversión fue recíproca. En ocasiones sorprendía su torva mirada y su pico torcido, o bien la imitación burlesca de gestos que me son enteramente propios y otros, ajenos a mí, inequívocamente lascivos. Le hubiera rebanado el pescuezo. En más de una ocasión, en honor a la sinceridad de mis palabras lo digo, reprimí con dificultad esa poderosa tentación. De no haber vencido aquel impulso —ahora, conocidos los extremos lo sé—, mi marido no hubiera dudado en emular mi acción, asignándome el papel de víctima.

            El loro conocía en detalle cada uno de mis movimientos por la casa, porque su atalaya, situada en el centro del salón, constituía un lugar estratégico por ser paso obligado al resto de las dependencias. Al principio vivió encadenado a su percha, pero, poco tiempo después, mi marido lo liberó. De este modo podía seguirme sigilosamente por las estancias abiertas de la planta y, de improviso, hacerme notar su presencia, mediante un revoloteo a mis espaladas, acompañándose de una especie de graznido pavoroso. Así me sorprendía en el baño, en el lecho, durante las horas de reposo o bien mientras realizaba las tareas domésticas. Yo le chillaba o le dirigía gestos amenazadores, y él volvía mansamente a su atalaya. Sin embargo, pronto renuncié a esa actitud, porque, asociado a esas ocasiones,  mi marido descargaba sobre mí un trato más brusco del habitual. Para defender mis intimidades, decidí cerrar las puertas a mi paso, pero, de nuevo, tuve que desistir por temor a la ya natural iracundia de mi marido. De este modo, progresivamente, me había visto privada del más elemental sosiego, lo que acabaría por convertirse —como sus señorías podrán entender— en una insufrible pesadilla.

            El maldito loro había adquirido además un inusitado sentido del tiempo, impropio, según creo, en seres de su especie. Cuando mis ausencias —por otro lado, escasas— excedían el tiempo habitual, mi marido, tras secretear a su regreso, como era ya costumbre, en esas ocasiones y no en otras, manifestaba su enojo por medio de insinuaciones insidiosas e indignas hacia mi persona. El siniestro  animal, protegido por mi marido, parecía tener conciencia de su posición de fuerza frente a mí. Por entonces ya había renunciado a la idea de desprendernos de él, pues mis tímidos requerimientos en los momentos de tórrida aproximación habían sido respondidos con alusiones a determinados secretos, lo que venía a reafirmar mi creencia acerca de los motivos que le  indujeron a adquirir tan detestable pájaro. No cabía duda, era el medio para someterme a una permanente y estrechísima vigilancia.

            Durante años —no recuerdo cuántos, pues esta presionante situación me hizo perder el sentido del tiempo—, soporté el acoso de una fuerza física superior, apoyada en la vigilancia de un ser de inferior especie, que generaron en mí sentimientos de impotencia y ánimos de venganza. Comprendan sus señorías mi desesperado estado, que disminuyó —debo decirlo— cuando, con el paso del tiempo, acepté mi fatal destino. Acomodada a estas circunstancias, aunque desde luego descontenta de mi suerte, me sorprendía a mí misma pensando fríamente en la búsqueda de una solución. No tardé en encontrar una aparentemente sencilla: la sustitución del loro. Sin embargo, la minuciosidad de los detalles con objeto de evitar la mínima sospecha por parte de mi marido, unida a la relativa escasez de estos pájaros, significaron un severo trabajo. Pero la fe en mi misma, la necesidad de salvarme y la constancia en la lucha favorecieron mi suerte.

            El resultado fue sorprendente. Después de sus frustradas charlas con la réplica física del viejo loro, observaba a mi marido sudoroso y presto a caer en estado de profundo abatimiento. Ni una mirada, ni una palabra  me dirigía, ni para bien ni para mal. Mientras, yo, día a día, iba recobrando la serenidad, mi marido, por el contrario, permanecía meditabundo, hundido en el sillón, ajeno al entorno y a mi persona. Deben creerme, señorías, si les digo que llegué a sentir verdadera compasión y deseos de ayudarle, pero la incertidumbre de su reacción me asustaba y me detuvo.

            Desconozco si la causa que movió a mi marido a desaparecer fue —no habiendo sospechado de mi acto— la afrenta recibida por la traición de su confidente o bien — habiéndolo sospechado— por la pérdida efectiva de su obsesivo control sobre mí. Esta duda no podré resolverla, pero sí afirmo que desde el pasado mes nada supe de mi marido hasta que me llamaron sus señorías para reconocer el cadáver. Es todo cuanto puedo decirles. ¡Ah! Al confidente de mi marido lo vendí por un precio irrisorio a un pajarero de una ciudad distante que no tengo intención de revelar.

            Y ahora, señorías, espero su veredicto.

                                                                                                                                                                               1980

                                                  *o

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Respuestas a esta discusión

!Qué bien me lo he pasado! Un beso.

Gracias, mi amiga Larin, lo celebro y agradezco mucho tu lectura. Besos. T.H.Merino

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