El asteroide X-7

La mañana en Houston era radiante. El cohete estaba listo para ser lanzado hacia el espacio.

En el alojamiento para astronautas el jefe de vuelos se dirigió hacia una de las habitaciones, tocó la puerta y entró.

–Ya es tiempo –le dijo con tono serio, al niño que estaba adentro.

Horacito apoyó en el piso el control remoto de la play, se colocó la escafandra y se puso de pie.

El juguete era precioso. Es que solamente en la NASA tenían esas play station tan avanzadas. De las experimentales. Y a cada uno de los niños astronautas, como Horacito, le daban una.

Los tipos del Centro Espacial pensaban en todo, los hacían entrenar duro pero, como finalmente eran chicos, también los dejaban jugar.

Todo fue muy rápido. Ingresar en la cápsula espacial, comprobar las comunicaciones con el centro de mando y esperar la cuenta regresiva que, de tanto que había que hacer, llegó casi sin que se diera cuenta. Un sonido tremendo, después una vibración y Horacito ya se encontraba en vuelo. Solo, directo hacia el asteroide X–7, a quinientos mil kilómetros de la tierra.

Tenía que averiguar si en aquel lejano mundo había vida, porque los científicos habían llegado a la conclusión de que los hombres astronautas asustaban a los extraterrestres y por eso nunca habían encontrado a alguno. Ante la presencia de los terrícolas se escondían, o bien se mandaban a mudar.

El respetadísimo profesor Landenberg aseguraba que si en cambio, quien intentaba hacer el contacto fuera un niño, entonces los seres de otros planetas, confiados en la inocencia de un ser tan joven, se dejarían ver.

El intento valía la pena. Y por eso, tras cuatro días de viaje por el espacio exterior, la nave de Horacito aterrizó suavemente sobre el misterioso asteroide.

En cuanto la escalera se posó sobre el fino polvo del suelo, Horacito sacó unos de los chocolatines que su mamá le había dado para el viaje, se lo puso en la boca y descendió.

–Los sensores indican que me puedo sacar la escafandra, Houston –informó al centro de vuelos, en la Tierra.

–Adelante, Horacito, pero con cuidado –le recomendaron.

El papá y la mamá, a quienes habían autorizado a permanecer en el puesto de control, se tomaron de las manos.

–¿Qué ves, Horacito? –solicitaron impacientes desde la Tierra.

–Es un día hermoso. El cielo es muy muy azul –contó– . Rayos de sol iluminan una llanura en la que, de tanto en tanto, nacen pequeños volcanes.

–¿Con humo? –preguntaron preocupados.

–Sí –respondió de inmediato–, pero no parecen peligrosos. Son muy lindos, porque de cada uno salen luces de distintos colores... amarillas, verdes, azules... Me acercaré al que está más próximo, Houston.

–¡Con cuidado, Horacito! –gritó la mamá.

–¡Señora! ¡Usted no puede hablar! ¡Estamos en el centro de control de vuelos! – La retó con energía el jefe de la estación.

–Es que es Horacito… –murmuró ella con tono avergonzado.

–Horacito es el primer niño astronauta. ¡Déjelo hacer su trabajo!

La tensión era extrema. Pero aumentó aún más cuando las comunicaciones entre Houston y el asteroide, de golpe, se interrumpieron.

Mientras los técnicos trataban de solucionar el problema, Horacito, a medio millón de kilómetros, proseguía con su misión.

–¡Horacito!, ¡Horacito!

La voz que lo llamaba no era la del parlante iónico de su traje espacial. La sentía con claridad, venía desde atrás del pequeño volcán que se encontraba justo en frente suyo.

–¡Horacito!, ¡Horacito! –escuchó de nuevo.

Primero tuvo miedo, pero después, como la voz le pareció amigable, se dirigió al lugar de donde lo llamaban. Para juntar valor se metió en la boca otro de los chocolatines que le había dado su mamá.

No lo podía creer. ¡Era un niño extraterrestre! Tenía aspecto de humano: dos brazos, dos piernas, una cabeza, pelo, dos ojos, pantalones cortos, zapatillas con los cordones desatados y un fútbol bajo el brazo. Incluso, como la remera que tenía puesta le quedaba corta, se le veía el pupo. Atrás del extraterrestre había tirada en el suelo una bicicleta con la rueda delantera pinchada. Y al lado un cuaderno, una goma y un lápiz.

Horacito quedó paralizado.

–No tengas miedo –le dijo el extraterrestre–. Terminé los deberes e iba a jugar. Y como te vi llegar se me ocurrió invitarte a patear la pelota y después a tomar la leche.

En la Tierra seguían trabajando frenéticamente para restablecer las comunicaciones. Pero no podían, no había manera de detectar la falla.

Con el tercer chocolatín recién pudo hablar.

–¿Cómo sabés que me llamo Horacito?

–Me lo imaginé –le explicó el extraterrestre, mientras hacía picar la pelota.

–¿Cómo que te lo imaginaste? –le preguntó abriendo muy grandes sus enormes ojos.

–¡Ah, sí! Los chicos del asteroide X–7 tenemos mucha imaginación Horacito.

Después extendió los brazos y le dijo:

–Mirá que hermoso que es esto ¡y la cantidad de juguetes que tengo!

–Pero ahí hay una bici rota, un fútbol y nada más –aseguró Horacito sorprendido.

–¿Te parece poco? –demandó el extraterrestre con rostro de picardía.

–¡Oh, sí! No hay una play, o un cuatri, o un DVD. En la Tierra la pasamos bárbaro jugando toda la tarde con la Palm...

–Lo imaginaba –interrumpió el chico extraterrestre.

–¿Estuviste alguna vez en la Tierra?

–No.

–Y entonces, ¿cómo puedes imaginar a que jugamos allí?

El extraterrestre no contestó. Lo miró un rato a los ojos y le propuso:

–¿Por qué no miras el resto de mis juguetes? Te encantarán.

–No veo cosa alguna –se sinceró Horacito, meneando la cabeza– ¿Será porque no tengo puesta mi escafandra con visor de fotones?

–Haz la prueba –le propuso el extraterrestre.

Horacito se colocó la escafandra, miró hacia todos lados y al cabo de un par de minutos se la quitó decepcionado, veía exactamente lo mismo.

–Se ve todo igual –confesó.

–Lo imaginaba –repuso el extraterrestre.

Después, le pidió que le convidara un chocolatín, lo tragó de un bocado, le apoyó el brazo en el hombro y lo llevó a caminar.

–Vez aquel volcán –le mostró el extraterrestre mientras avanzaban.

–¿Cuál?

–El azul –le indicó, señalándoselo con la nariz–. En realidad es un castillo.

Horacito engulló otro chocolatín.

–No, es un volcán –lo corrigió masticando.

–Es lo que yo quiero que sea, Horacito. Y si en este mismo momento otro de mis amigos imagina que es una montaña de chocolate, pues lo será. Y nos servirá a los dos. Por eso acá no nos andamos peleando por el fútbol –le explicó ojeando hacia atrás.

La pelota había quedado en el suelo y de tanto en tanto rodaba unos centímetros, empujada por la suave brisa que soplaba sobre el asteroide. Hacía unos piques cortitos, porque en la superficie había algunos cráteres.

–¿Te imaginaste una final del mundial entre la selección de la Tierra y la del X–7? –inquirió el extraterrestre en tono serio.

De inmediato el asteroide se convirtió en un gran estadio de fútbol. El más moderno de la galaxia. Horacito no lo podía creer. Estaba de pie en el medio del césped. Las tribunas estaban repletas de gente. El chico extraterrestre y su equipo, ya en la cancha, lucían camisetas con rayas de todos colores. Horacito la suya, la de su equipo, La Tierra, de color, naturalmente, azul. Pero estaba solo, en cambio los del asteroide eran los once jugadores reglamentarios.

–Vamos bien –le dijo el extraterrestre– .Mejora tu imaginación.

–¡Pero soy el único de mi equipo! –se lamentó Horacito, abatido.

–¡Ah, sí! –explicó el extraterrestre– es que el resto de tus amigos de La Tierra están jugando a la play.

Levantaron la voz porque la gritería era infernal.

–¡Pero se van a perder la final de un mundial!

–Y bueno... eso les pasa porque se quedaron sin imaginación.

–¡Pero esto es mucho mejor!

–¿Que un cuadri?

–Sí –reconoció Horacito asintiendo.

–¿Que la compu?

–Sí –repitió, fascinado.

El público, impaciente, comenzaba a golpear sus palmas para que el partido empezara. Papelitos blancos llovían desde las tribunas.

–¿Y cómo hago para hacerlos venir? Yo soy astronauta, ellos no.

–No estamos en la cancha gracias a tu poderosa nave, Horacito, si no por algo que es mucho más potente aún.

–¿Gracias a la imaginación?

–Porsupus –afirmó el extraterrestre.

El árbitro se acercó, intercambiaron banderines y sacó de su bolsillo trasero una moneda para sortear los arcos. “Federación intergaláctica de fútbol”, decía el escudo que llevaba pegado arriba y a la izquierda de su camisa negra. Horacito seguía solo, pero eso parecía no importarle a nadie.

–Hay un libro –le reveló el extraterrestre a Horacito mientras arrojaban la moneda al aire– se llama “El Principito”. Sería un buen comienzo para tus amigos.

–¿Eso despertaría su imaginación? –preguntó mientras cambiaban de campo.

Los extraterrestres habían elegido el otro arco, el que estaba justo abajo de la Tierra, que brillaba muy azul en el cielo.

–Lean –le expresó el extraterrestre en tono casi imperativo, en tanto le hacía señas a sus jugadores para que se acomodaran en la cancha–, volarán a donde nadie ha llegado jamás y sobre todo –aclaró, acomodando el fútbol en el círculo central– jugarán mejor que Messi.

Era el mismo balón que había visto cuando descendió de la nave, el que estaba junto a la bicicleta pinchada.

–¿Me das otro chocolatín antes de que empecemos el partido? –le pidió el extraterrestre.

–No tengo más, me los comí todos –se disculpó Horacito abriendo los brazos.

–¡Me lo imaginaba! –exclamó el extraterrestre, negando con la cabeza.

El árbitro hizo sonar su silbato y Horacito seguía solo. Al ver a los otros once correr contra él se despertó del terror.

–¡Mamá! –gritó.

–¡Horacito! –exclamó ella– ¡Otra vez te quedaste dormido jugando con la play y te despertás con pesadillas!

–¡Mamá, mamá!

–¿Qué pasa, Horacito? –le preguntó, mientras comenzaba a acariciarle la cabeza para que se calmara.

Horacito se quedó callado unos instantes. Luego, cuando se le pasó el susto, le preguntó a su mamá.

–¿Cómo se llamaba el libro ese que querías que leyera?

–El Principito, mi Vida –respondió feliz.

                                                                                                                                          Jorge Ferraro

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Respuestas a esta discusión

Para decirlo con toda sinceridad, no me agradan mucho los textos de ficción cuyo desarrollo de historia se resuelve con que todo era un sueño. Pero eso es algo totalmente de gusto personal. Además, me parece muy saludable el intercambio de comentarios, así difieran. Eso enriquece lo publicado y, creo, de alguna manera al escritor.

Pero lo que dije es algo propio de una especie de obsesión de lector. Lo importante es esto: Tu cuento me parece mucho muy bueno. Muy imaginativo y con cierta fina ironía. Hay algo de ternura y, además, muy bien hilvanado, muy limpia la narración, con un dejo de estilo personal ciertamente apreciable. No te había leido, presumo que eres un valioso escritor. Gracias por compartir este tan agradable texto.  

Jorge: Perdón, no había leido tu ficha. Bien, ahora sé más de tí. Te felicito por tu obra y, desde luego, me sumo con placer a tus lectores.

Gracias por tu atención, Javier.

Para mi es un honor que hayas puesto tus ojos en parte de mi obra.

Pero lo más importante, creo, es tu crítica; que me ayuda a mejorar mi pluma. Y por ese motivo estoy, además de acuerdo,  doblemente agradecido contigo.

Un fuerte abrazo para ti.

Javier Aviña Coronado dijo:

Jorge: Perdón, no había leido tu ficha. Bien, ahora sé más de tí. Te felicito por tu obra y, desde luego, me sumo con placer a tus lectores.

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