Parte (I): http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/d...

    Durante el trayecto, sin advertirlo, la noche había caído. Pronto salió de la autovía para tomar una carretera de acceso restringido que conducía a una lujosa zona residencial. Poco después, giró a la derecha y las luces del coche enfocaron una verja. Llovía con intensidad. Sendas nubecillas parecían desprenderse y elevarse desde los faros. Maquinalmente, alargó el brazo, tomó del salpicadero el mando a distancia y presionó el botón de apertura; después, mantuvo la mirada perdida sin decidirse a entrar. La sombra fantasmal de la mansión se adivinaba enclavada en medio de la oscuridad. Sintió miedo, desamparo. En un momento dado, tras permanecer unos minutos indecisa, presionó de nuevo el mando y  la verja comenzó lentamente a cerrarse.  Maniobró hasta situar el coche en la vía de circulación. Un jeep de seguridad privada se detuvo a su altura. Con extrema amabilidad, un agente preguntó si todo iba bien. Ella asintió, agradeció su atención y el coche de vigilancia reanudó la marcha.

               Alexa, tras unos instantes inmersa en la duda, arrancó y fue alejándose a baja velocidad. Los limpiaparabrisas oscilaban enloquecidos.

              “Es que yo valgo”, había dicho exultante a su marido, sin poder contener cierta risilla nerviosa. Fue la tarde que llegó con el flamante nombramiento. Confiaba en sí misma y en que sus valedores la sostendrían eternamente. Su marido la achuchó, vitoreó y lanzó hurras por Alexa. Los niños corrieron y saltaron enfebrecidos sin tener claro qué festejaban, pero sin duda contagiados de la euforia que reinaba en aquel modesto piso del extrarradio. Alexa creyó en la felicidad. Y aquella misma noche de sexo y planes, decidieron buscar una vivienda más adecuada a su recién estrenado estatus.

***

              En algún momento se sorprendió circulando por una vía rápida. “Vaya —se dijo—, con esta lluvia se puede aparecer en cualquier sitio sin saber cómo”. Tenía los ojos enrojecidos y arrasados en lágrimas. Decidió dejarse llevar por el destino. Al día siguiente, podía llamar a la oficina y excusarse por indisposición. Seguro que lo entenderían. En el aparato de radio buscó y sintonizó música estridente, y aceleró.

             El reloj del salpicadero marcaba las veintiuna treinta. Estimó, aunque ignoraba la hora de entrada a la autopista, que al menos habría recorrido doscientos kilómetros.

             En algún momento, se sintió exhausta y hambrienta. “Me detendré, pensó, en cualquier lugar, lo que encuentre antes de que se haga demasiado tarde”.

            En el horizonte se vislumbraban brillos de luces tamizados por una densa cortina de lluvia. Levantó el pie del acelerador y se mantuvo atenta a  la aparición de la vía de servicio.

           Minutos más tarde, un panel informativo señalaba el acceso a cincuenta metros.

          Trazó con suavidad  la desviación mientras leía un rótulo luminoso: Motel. “Bueno —se dijo—, aquí podré pasar la noche. Antes tomaré algo; después, una buena ducha y a dormir... Y mañana, como nueva”.

          Los camiones ocupaban buena parte del descampado destinado a aparcamientos. Buscó un hueco próximo a la entrada del bar-restaurante. Llovía copiosamente. Dudó un momento con la puerta del coche entreabierta y enseguida salió en estampida. Cuando se adentró en el bar  estaba completamente empapada. Una espesa nube de humo cubría la estancia. Entre risotadas, un grupo de hombres fornidos, arremolinados en torno a una mesa, gritaban quitándose la palabra, lanzaban espesas volutas de humo o apuraban sus copas.

          La aparición de Alexa ahogó las risas y acaparó la atención colectiva. La presencia de una mujer en ese lugar, a esas horas y vestida elegantemente no era para menos. No se sintió intimidada.  Aún se encontraba bajo el influjo de la posición de mando. No era fácil cambiar la mentalidad, perder la costumbre de ser obedecida por temor a represalias ciertas.

         Pidió algo de comer, “Cualquier cosa —dijo—, y una jarra de cerveza”. No estaba acostumbrada al alcohol, pero necesitaba algo distinto y no se iba a andar con remilgos.

         El tipo que atendía no preguntó. Se giró y con parsimonia y sin criterio aparente comenzó a echar alimentos en un plato. Ella le observó brevemente. Tenía aspecto desaliñado, las mejillas sin rasurar y el cabello ralo y revuelto.

        —Necesito habitación. Para esta noche —dijo más tarde mientras masticaba y sin mirar al hostelero.

        —Esta noche estamos al completo —respondió en voz alta y áspera—. La orilla no está para andar en la carretera —añadió.

        El semblante de Alexa se vio surcado por la contrariedad. No alcanzaba a comprender si la respuesta era un reproche hacia ella o una justificación.

        Un tipo joven, atlético y bien parecido, que miraba de reojo, abandonó la tertulia y se acercó calmosamente a la barra.

        —Le cedo mi habitación —dijo mirando fija e insolentemente a sus ojos mientras su boca dibujaba una sonrisa asimétrica de difícil interpretación—. Yo dormiré en el camión. Por una noche…

       Alexa, negando con timidez, exhibió una expresión de gratitud.

       —No se hable más —dijo el joven—. La habitación es suya.

       El hostelero se encogió de hombros, se giró para coger la llave del cajetín de madera que tenía a su espalda y la depositó en la barra desentendiéndose del asunto.

       Ella, en clave de aceptación, bajó la cabeza.

       Momentos después, a pesar del cansancio, parecía rejuvenecida y olvidada de sus problemas más recientes. Cuando terminó de comer, invitó a una copa a aquel agradable tipo. Aceptó a condición de que ella se uniera a la cuadrilla. Con reticencia, Alexa,  se aproximó al grupo.

       Al segundo güisqui se sintió algo mareada, aunque animada y locuaz. Bebieron y hablaron con creciente familiaridad, y ella se erigió en centro de atención de miradas lascivas y comentarios halagadores. Se encontraba a gusto.

       A medianoche, se dejaba acompañar por el muchacho. Alexa no paraba de reír mientras avanzaba bamboleante camino de la habitación. La lluvia había cesado.

***

       Despertó con un fortísimo dolor de cabeza. No sin esfuerzo logró recordar cómo había llegado y por qué estaba en esa habitación desconocida. Se sintió extraña. Apartó la ropa de cama y se observó desnuda. Se levantó y se dirigió a la ducha. Le haría bien y las ideas se irían asentando. Notaba los glúteos doloridos. Se palpó las ingles. Las sentía magulladas. Poco a poco, sumergida en la nebulosa, comenzaba a hilvanar detalles. Miró a su alrededor. Sí, estaba sola. Bajo la ducha permaneció quince o veinte minutos.

       Más tarde, al vestirse notó la desagradable sensación de la ropa húmeda. Rememoró entonces la llegada al motel y el diluvio que le cayó encima en el corto trayecto desde el coche hasta el bar. “Pasaré por casa a cambiarme” —se dijo.

       Entró al establecimiento e inmediatamente percibió que aquel sujeto desastrado rehuía su mirada. Pidió un café bien cargado. Lo tomó de dos o tres tragos y se dispuso a pagar. Entonces advirtió que el dinero y las tarjetas de crédito habían desaparecido; el carné, por el contrario, estaba dentro de la billetera. “Vaya —se dijo malhumorada—, al menos fue considerado”. Por intuición, aún presa de la contrariedad, echó un vistazo al aparcamiento. Estaba prácticamente vacío. No divisó el coche. Rebuscó en el bolso y su sospecha se materializó: las llaves se habían esfumado.

      “Bueno —dijo en voz alta—, al menos pasé una noche divertida”. Poco después, liberó una carcajada.

       El hostelero la miró con expresión de sorpresa, se encogió de hombros y continuó secando vasos.

©Del libro de relatos “Algo que contar” 2011. T.H.Merino

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