Estimados Amigos

Con mucho respeto les quiero obsequiar un fragmento del capítulo uno de mi primera novela llamada "Macedonia". Espero sea de su agrado

"Ahora que lo pienso, ilustradora, ese día no estabas a gusto. Había olvidado que a ti no te gustaba la playa, se que en alguna borrachera me lo dijiste; me parece que fue el día en que el Gringo tocaba con su bandita de música latina en el Macaluca, bar demasiado pequeño y demasiado poético que a nadie le gustaba, excepto a mi. Recuerdo que fuimos solamente porque nos caía bien el gringo, y porque nos burlábamos de su gorgoteo de paloma de techo, de su nulo entendimiento de los chilenismos (y si, éramos quienes más bromas le jugaban al pobre Gringo) y de su camisa que nunca se cambiaba y que, probablemente, alguna vez fue blanca. Cuando terminó de tocar alguien propuso con voz de grillo (parece que fue la Francesa) que nos fuéramos a bailar brit pop y música ochentera a cualquier lugar “más underground” (que era lo que tu querías hacer), pero Genaro, fiel a su título de ebrio siete por veinticuatro, nos convenció de ir a la playa a celebrar el “tremendo éxito” que estaba teniendo el Gringo con su repertorio latinoamericano de los jueves, y que en realidad era la excusa perfecta para emborracharse hasta la inconsciencia y mirar como el agua nos iba lamiendo los zapatos. Ahí fue que me dijiste que en verdad no te gustaba la playa, porque una vez cuando niña una ola de dos metros te arrastró por toda la orilla y te dejó el vientre y los muslos pintados de sangre; que sabías que algún día morirías bajo las aguas de un mar gris o de un río lívido, porque eras la reencarnación de la rebelde Virginia Woolf, y que cuando ya no tuvieras nada más que hacer en este mundo te sumergirías en el agua como una risa en el silencio, al igual que ella. Ese día de los mil tambores, prosigo, no querías estar ahí, a pesar de la fiesta dionisiaca y de tus amigos que saltaban a tu alrededor como pulgas de mar. En un momento, cuando estabas dibujando la enésima figurita en la arena, levantaste la cabeza como un relámpago y entonces pude ver tus ojos por primera vez ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas el momento exacto? Tus ojos eran los telones de algún teatro de marionetas, los que tímidamente dejaban ver una vela encendida, y que a veces dejaban escapar una alegría triste, una dulzura amarga o una calidez fría; apenas te había visto y ya sabía que mirar tus ojos sería tan inútil como los lentes de sol a un topo, que mirarte con los ojos abiertos resultaría una estupidez porque tus ojos no eran el reflejo de tu alma (como aseguran los románticos) si no que eran una muralla protectora que, de alguna forma, era la extensión de tu cuerpo y que no era cosa de verla si no de buscar el agujero por donde entrar, agujero que por demás se regía por las mismas reglas de la mecánica cuántica, o de la poesía. A ti, ilustradora, había que mirarte con los ojos cerrados. Había que sentirte, desentrañarte minuciosamente, deshilachar con cuidado la tela de tu misterio y descubrir que guardaban tus profundidades, y así llegar a un mundo donde era norma de seguridad usar casco y armadura contra los derrumbes, usar paraguas y pararrayos contra las múltiples tormentas, usar repelente contra los bichos para andar por tus campos floridos y usar la mejor brújula para no naufragar en medio de tu mar. Con enorme esfuerzo sostuve esa primera mirada casi la nada misma mientras tú, sin mostrarte siquiera un poco aludida, prendiste un cigarro, tomaste otra vez tu palito de fósforo y seguiste dibujando cosas en el lienzo de la arena. La vergüenza que sentí fue como una tenaza de jaiva en el traste o como el picotazo de una gaviota en los ojos; bajé la vista y busqué a un costado mi lata de cerveza, la que bebí de un trago para recuperar el valor. A mi lado estaban la Francesa y Rodrigo cantando ya algo ebrios “Loca, loca, loca; te volviste loca y disparaste frente a mi” junto a unos percusionistas hediondos a cebolla y a marihuana, llenos de un júbilo que de un momento a otro se me hizo despreciable. Sin darme cuenta me moví un poco, hacia donde tú estabas, y volví a mirarte, pero de soslayo. Uno de tus amigos se acercó a ti, como moscardón al cardenal, y algo te dijo al oído. Nunca quisiste decirme que fue lo que te dijo, pero se que fue algo que remeció tu interior hasta la médula pues tu rostro, que en esos momentos estaba atiborrado de luz, se apagó como un farol al alba y con un rápido aleteo algo dibujaste en la arena, te sacudiste los granos húmedos y la borrachera y sencillamente volaste como un pelícano junto a tus amigos intrascendentes. Antes de que te perdieras en la costanera volteaste la vista, y aunque en tu orgullo de abeja reina nunca lo admitiste, se que fue para verme. Esa fue la segunda vez que me miraste, ¿te atreves a reconocerlo ahora? ¿Te atreves?"

Vino de invierno

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