Valentín sostuvo su arco y tensó la cuerda; el objetivo se veía distante y con su problema de cataratas… borroso, muy borroso… hasta que logró enfocar y soltó su flecha. El nunca falla. A pesar de su ceguera, lleva ya una eternidad flechando objetivos.
—Muy bien Valentín… cuando cumplas dieciocho sin dudas vas a participar de la competencia… —le dije siendo su profesor de tiro, mientras le rascaba la cabeza con la palma de mi mano flaca, dedos largos, piel bien blanca.
Valentín ya estaba acostumbrado a tener la inocencia y el aspecto de un niño, también sabe que agoniza; rara vez llegó a mayor.
Terminada la práctica pasó la mano entre el arco y la cuerda acomodándolo así en su espalda, poniéndolo en diagonal entre sus dos pequeñas alas y decidió caminar. Llegó a la casa donde vivía la pareja que cuando joven, lo hizo nacer. No pudo entrar, tocaba timbre y escuchaba como discutían adentro los dos; ninguno le abría la puerta. Valentín utilizó sus pequeñas alas para subir hasta la ventana del piso de arriba de donde provenían los gritos, y lo hizo con su arco en la mano. Se moría.
Zapatos y pantalón negro, buzo con capucha puesta, terminaba yo de recoger las dianas con prisa; lo de profesor era algo honorario y mi trabajo de jardinero me espera: sesgar yuyos y matorrales en el amplio jardín de los Morales. Acomodé la asada en el asiento trasero de la furgoneta y partí. De camino y sin detenerme, vi por la ventanilla al pequeño Valentín golpeando frenético la ventana cerrada con ambos puños, sobre unos matorrales desgreñados que rodeaban la casa. (Pronto tendré otro jardín que podar), pensé llegando ya a ala finca de los morales donde me dispuse a hacer mi trabajo. A poco de comenzada la faena escuché la sirena de una ambulancia que parecía acercarse a toda velocidad y asada en mano giré la cabeza para ver salir corriendo a la adolescente hija de los Morales en un solo llanto al encuentro de los paramédicos que ya estaban estacionados en la puerta. Minuto después sacaron al hombre muerto, en camilla, victima de un infarto fulminante.
Tras consolar a Pamela, la adolescente hija y a su madre en menor medida; guardé la herramienta en la furgoneta y me fui de allí, sin haber descubierto nunca mi cabeza. En el camino de vuelta a casa, volví a pasar, y esta vez me detuve, al ver a mi alumno tendido boca abajo en el suelo, con su propia flecha clavada en la espalda y junto a él, la joven en un gran charco de sangre; bajé del vehículo y miré hacia arriba: el joven Carlos se asomaba entre los vidrios rotos.
Cansado y afligido, agobiado ya por tanta faena volví a mi furgoneta decidido, a dar un largo paseo por el pueblo y pensar, sobre todo pensar: ¿qué carajos estoy haciendo?, cuando veo al joven Carlos alejarse de la casa rumbo a lo de los Morales. Lo seguí de atrás. Pamela lo estaba esperando en la puerta y lo abraza, se abrazan, alguien los flecha y entran a la casa. El niño bajó revoloteando torpemente, aún aprendiendo a volar, del árbol donde estaba y se posó en el jardín delante de mí:
—¿Cómo te llamas pequeño?
—Valentín
—¿Quieres aprender a tirar?, yo te puedo ayudar… ven —le dije tomando sus deditos rosados con mi mano flaca, piel bien blanca