Eduardo Casanova

Un viejo con sombrero de yarey y la mano derecha ensangrentada estaba sentado en la hierba al lado de una bicicleta con la goma delantera descompuesta. Al parecer llevaba rato esperando que pasara alguien. La sangre había formado un pequeño charco en la hierba seca y un grupo de moscas revoleteaban en frenesí. Estaba tan cansado que no las espantaba. Unos años atrás, al viejo para esta hora lo hubieran recogido, pero cada vez menos carros circulaban en especial los domingos.
Yo regresaba en bicicleta de la visita en el Hospital Militar donde mi esposa estaba internada en tratamientos de quimioterapia. Estuve con ella, varias horas mirando sus ojos pardos, otras, fijando la vista en las nubes por el ventanón de cristal. Volví al camino cuando ella insistió preocupada por el viaje de regreso.
_ ¿Qué te pasó? _ le pregunté.
_ Se explotó _ dijo y señaló para el neumático de la bicicleta.
Era una bicicleta china de mujer, por lo que supuse no era de él.
_Es de la hija, me la prestó para buscar un litro de leche a la nieta _ explicó.
_ También se rompió _ dije, mostrándole la bolsa empapada de leche, amarrada al timón de la bicicleta.
_ Sí _ dijo _, la nieta está con fiebre y lo único que le apetece es comer harina de maíz con leche.
No parecía entender que ya no iba a poder llevar el litro de leche. Revisé su herida y la vendé lo mejor que pude con mi camiseta empapada de sudor. El viejo me miraba sin decir una palabra.
_ ¿Cuántos años tiene la nieta? _ pregunté
_ Creo que siete __ dijo desviando la mirada __. Ellos no viven conmigo.
Terminé de vendarle la mano y levanté la vista sobre la curva de la autopista. Seguía desierta como si estuviéramos en medio del lugar mas incivilizado del planeta.
_ Puedo ponerle un poco de hierba al neumático para que llegues _ traté de consolarlo.
_ Se levantó con fiebre y quería comer harina con leche. No había. Hace rato que no me dan. _ explicó, tratando de levantarse.
_ ¿No le dan leche por su edad? _ pregunté
_ Un litro diario, pero a ella no _ dijo _ tengo setenta y nueve años, a ella le hace más falta que a mí.
Volvió a espantar las moscas con la mano, mientras me dedicaba el peso de su mirada.
_ ¿Y tú de dónde vienes, mi hijo?
Le conté tratando de no mirar sus ojos llenos de desgracias.
_ La mía se me murió hace cinco años en aquella loma _ dijo cuando terminé de explicar el motivo de mi viaje.
_ Seguro que la nieta se parece a la abuela _ dije revisando la goma llena de hierba.
_ Si, le gusta mucho la harina con leche.
_ Creo que si va despacio _ dije, incorporándome_ puede llegar antes de que caiga la noche.
Me miró inmutable, ya sin razón alguna para continuar el camino y dijo:
_ Puedo ir caminando, no es muy lejos. Pero ¿qué va a pasar ahora con esa pobre niña?
Estuve varios segundos calculando una respuesta. Incluso medí bien la distancia entre la curva y el horizonte, donde en el kilometro veinte de la autopista había visto el bohío en medio de la ladera. Después el asunto eran los detalles. Yo era la única buena suerte que tendría ese viejo. Ahora no sé si desandar el camino o manejar con una sola mano la bicicleta hace más largo el viaje de regreso, porque la botella llena de leche se resbala y no tengo como limpiarme el sudor de la frente. La desgracia descubre al alma luces que la prosperidad no llega a percibir. (1)

(1) Blaise Pascal

Miami 17 de octubre de 2018