–Mira a esos dos: cómo se pelean; cómo deben de quererse.

Claro que sí, señora. Y quién no ha soñado alguna vez con estrellar un cenicero por la ventana como declaración de amor eterno. Quien lo probó lo sabe.

Lo contaba el maestro Manuel Leguineche en su libro Hotel Nirvana. Fue a principios de los cincuenta, en Madrid (“España sufría y estos amigos extranjeros se lo pasaban en grande”). Doña Ava Gardner, estrella de cine, en pleno éxtasis lírico con el señor Frank Sinatra, estrella a secas, “arrojó desde la ventana de su habitación del Ritz un grueso cenicero que casi descalabra a un transeúnte”. Como siempre ha habido clases, sobre todo en lo erótico-festivo, a cierta aristocracia del arte se le permitían por entonces estas boutades de alcoba tan chocantes. Y como siempre ha habido clases de sitios, pues casualmente la señora Gardner se reservaba los ceniceros para las ventanas de Madrid y los anillos de oro para las de Nueva York –tiró uno, regalo de aquel, desde lo más alto del Waldorf Astoria–.

Ella misma lo explicó así en su autobiografía: “No sé si era el clima, la gente o la música, pero me había enamorado locamente del lugar desde el primer momento en que llegué. Me sentía emocionalmente próxima a España”. Que si hay amores a primera vista es porque hay temperamentos que se reconocen al instante, traspasados por un calambrazo común de fuego y furia y madrugadas en Chicote liándola parda.

Que saltan chispas, queremos decir. Cómo no ocurrirle lo mismo, a la diva Gardner (Ana Lavinia Gardner en su DNI -1922-; campesina de Carolina del Norte en su ADN) con el divo Frank Sinatra (Francis Albert -1915-; gamberro de New Jersey hijo de inmigrantes italianos). “Cuando le conocí”, escribió ella, “yo todavía estaba casada con Mickey Rooney”. Pero cuándo supondrán un obstáculo esas tontunas. Esbozando la sonrisa que había seducido hasta a Al Capone, Sinatra le espetó: “Eh, ¿por qué no te he conocido antes que Mickey? Hubiera podido ser yo quien se casara contigo”.

Eso fue en torno a 1944, en el club Mogambo de Sunset Boulevard, Hollywood: “Conocer a Sinatra ya era bastante emocionante. Que me dijera algo así me dejaba completamente sin habla”. Claro que “Frank siempre era así, el simpático flirteador”. Simpático flirteador que sabe quién es y vive comprensiblemente encantado de haberse conocido. Arrollador, en plenos juventud y éxito, Sinatra tiraba los trastos (menos mal que no los ceniceros) con la elegancia pícara del que juega al póker con canicas; nada que perder, pero quién sabe si alguna de las bolitas no canta bingo... “I want it all”, cantaba, famosamente, “or nothing at all”. Lo quiero todo, o nada en absoluto. Más bien lo primero que lo segundo.

Por supuesto, La Voz, como ya le llamaban, consiguió alcanzar sus últimos objetivos militares. A Gardner no le gustaba tontear con hombres casados (“¿Qué hubiera dicho mamá?”), pero para 1949 todo el país sabía del distanciamiento con su mujer.

Además, su canto hacía a la actriz “llorar de felicidad, como un hermoso atardecer o un coro de niños”. Sinatra alquiló, quién sabe si absolutamente a posta, un apartamento justo al lado y por encima de donde ella vivía por entonces. Cuando se emborrachaba con sus colegas, le gritaban hacia abajo desde el balcón: “¡Ava, Ava Gardner, sabemos que estás ahí!”. Un día le dijo, algo más serio: “Ava, seamos amigos [hay que ser un maestro...].

¿Por qué no tomamos unas copas y cenamos esta noche?”. Esa noche hubo algo de roce, finalmente, porque “desde luego era atractivo. Mucho”. Pero nada más. Sería en una fiesta algo después, en Palm Springs, cuando demostró que “podía ser el hombre más dulce y encantador del mundo”. Rieron, bailaron, se emborracharon, “y nos enamoramos”.

Quisieron llevarlo discretamente, pero todo saltó después de que les vieran juntos en un acto social. Nancy, la todavía mujer de Sinatra, eligió el día de San Valentín de 1950 para dejar caer que dimitía de aquello, entrevista en prensa mediante (también para eso hay clases). Y los papeles tuvieron carnaza para rato. “Por si no bastara eso”, proseguía la actriz en sus memorias, “ninguno de los dos tenía lo que pudiéramos llamar un temperamento tranquilo...

Tanto Frank como yo somos personas muy excitables, posesivas y celosas, propensas a explosiones rápidas. Cuando pierdo los estribos, te lo aseguro, no los encuentro por ninguna parte. Tengo que desahogarme, y él es igual que yo. Celos primitivos, apasionados, amargos, punzantes, elementales, de dientes ensangrentados, celos románticos, ése era nuestro veneno”.

Con tal romanticismo recalaron de viaje de novios en La Habana, en el Hotel Nacional; “se decía que controlado por el Sindicato del Crimen”, consignaba Leguineche, y qué mejor lugar, o marco incomparable: “Allí vivió la pareja su primera bronca” como marido y mujer. “Fue la constante del matrimonio. Pelea, jaleo, insultos, tortazos, reconciliación”.

Celos románticos: “Acusaciones y contraacusaciones, de eso trataban nuestras peleas. Frank odiaba a dos hombres de mi vida, uno pasado, otro aún presente: Arti Shaw [ex marido] y Howard Hughes [aspirante a ello]”.

Hubo una noche especialmente épica, marzo de 1950 en Nueva York: “Fuimos solos a un restaurante. Los restaurantes eran a menudo donde empezaban nuestras peleas, y he de confesar que yo empecé muchas, a veces antes del aperitivo. Una chica bonita pasaba y reconocía a Frank. Ella sonreía.

Él saludaba con la cabeza y sonreía. Luego volvía a pasar. Frank empezaba a sentir cómo subía la temperatura en mi lado de la mesa, e intentaba evadir mi ira con una especie de risa forzada. Yo le decía algo dulce y delicado como: ‘Supongo que te estás acostando con todas estas tías’. Aquella noche la pelea empezó por ahí...”. Gardner se levantó hecha una furia y tomó un taxi al Hamphshire Hotel. Pero allí, “sintiéndome sola y desgraciada, se me ocurrió una idea. Artie Shaw estaba en la ciudad”.

De modo que marcó el número de uno de los dos hombres que Sinatra más aborrecía en todo el orbe, “para contarle mis problemas”. Afortunadamente, Shaw estaba en modo bata con su mujer en el sofá, pero la invitó a pasarse un rato: “Y allá me fui, dejando mi agenda abierta por el teléfono de Artie” –qué despiste–. Poco después, Sinatra se presentaba allí, acompañado además por un compadre, pero tuvo que irse tal como llegó al comprobar la escena. De vuelta al hotel, ya él en una habitación y Gardner en otra, el cantante descolgó el teléfono para decirle: “No puedo soportarlo más.

Me voy a matar ahora mismo”. Gardner sintió “una tremenda explosión en el oído, y supe que era el disparo de un revólver”. Aterrada, “arrojé el teléfono al suelo, atravesé corriendo el salón y entré en el dormitorio de Frank. Había un cuerpo en la cama. Dios, ¿estaba muerto? Me eché sobre él diciendo Frank, Frank... Y la cara, con una sonrisa un poco pálida, se volvió hacia mí y dijo: ‘Ah, hola’. La bala había atravesado la almohada y se había clavado en el colchón”.

En otra ocasión, rodando ella una película en Madrid, llamó a Sinatra a Estados Unidos y le dijo: “Necesito verte. Quiero cenar contigo y unos amigos”. Y ahí se plantó el cantante, esa misma noche. La cena transcurrió con normalidad. En algún momento ella se disculpó para ir al baño (“Es sólo un minuto, querido, ahora vuelvo”); no se le volvió a ver el pelo. “Con todos sus caprichos”, diría Ernest Hemingway, “su hermosura, su perversidad y su misterio, había que aceptarla como era”. Luis Miguel Dominguín, con quien luego tendría un idilio mucho más sano, pero que no dejaba de ser más torero y más gitano, dejó dicho: “De casarme con Ava, ella hubiera sido el patrón”. (El animal más bello del mundo, la apodaron: con exactitud diabólica.)

Claro que está la mundanidad, y luego el mundo. Más allá de la pirotecnia, los ceniceros voladores y las borracheras, Sinatra “nunca la abandonaría”, escribió Leguineche. “Él pagó el millón de dólares que costó el tratamiento médico de la condesa descalza en sus últimos años de vida”. Durante otra cena en un rodaje en África, John Ford quiso hacer una broma sangrienta a Gardner a cuenta de su marido. Le dijo: “Explícale al gobernador lo que es ese enano de 50 kilos con el que estás casada”. “Bueno”, contestó ella: “Son 3 kilos de Frank y 47 kilos de polla”.

Leguineche también recogía otra romántica anécdota, conmovedora, presenciada por el representante Enrique Herreros en El Escorial durante el rodaje de la película Orgullo y pasión (1957), en la que participaba Sinatra. Una noche, solo en el hall del Hotel Felipe II, el cantante se sentó en un piano y se puso a tocar. “Al cabo de un rato pidió un teléfono. Llamó a Ava Gardner a su piso de la calle Doctor Arce. Empezó a entonar sin decir nada, canción tras canción”, al auricular. “Debía de llevar cantando más de una hora cuando se abrió la puerta del bar y apareció una mujer protegida por un abrigo de visón blanco ocultando un sugerente camisón de igual color. Ava pasó por delante de nosotros sin mirarnos. Se acercó al piano, colgó el auricular y tomó la mano a Sinatra. Se enlazaron por la cintura y salieron del salón ocultándose en la penumbra”. Al día siguiente, poco antes del descanso para almuerzo del rodaje, Sinatra asomó por el monasterio: “Era un número. Tenía la cara arañada como si una gata se hubiera ensañado con él”.

“El amor es una comunión muda entre dos personas”, escribía Gardner, al recordar la primera noche en que se acostó con Sinatra. Lo que en este caso, como en tantos otros, podríamos traducir como hacer un pan con unas hostias.

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