George Steiner
CULTURA Y ''ALTA CULTURA"

Hablar de la cultura en la vuelta de siglo en que nos encontramos sería hablar de una causa definitivamente perdida, si bajo ese término nos refiriéramos a lo que se entiende por ''alta cultura", a la cultura tradicional tal como se consagra en la modernidad realmente existente; a una cultura reflexiva, espiritual, de alta calidad técnica, que se basa en la cultura menos tecnificada, baja o popular, pero se separa de ella y le ofrece a distancia, desde ''arriba", el modelo e ideal a seguir.

Esa cultura ha perdido irremediablemente su hegemonía. La baja cultura se ha distanciado de ella y la desconoce; se contenta con las elaboraciones de sí misma que le confeccionan los mass media. Lo que permanece aún de la alta cultura ha debido refugiarse en nichos de elite que, incluso a pesar suyo, combatiendo el exilio al que están condenados, se ven cada vez más apartados del grueso del cuerpo social. Indicio inequívoco de este fenómeno, constatado recientemente por Kenzaburo Oe en Japón y lamentado ya largamente por los intelectuales de Occidente, es la pérdida de importancia relativa que experimenta de manera creciente la escritura-lectura de libros, que ha sido durante tantos siglos el lugar principal de la reproducción de la alta cultura en la vida civilizada moderna. No sólo decrece el número de libros leídos per capita, sino que el libro en cuanto tal, no obstante su adaptación a las exigencias mercadotécnicas, ocupa un lugar cada vez más insignificante junto a los otros medios de difusión de la palabra.

Sería ingenuo pensar que la pérdida de hegemonía que sufre la alta cultura es un fenómeno pasajero y reversible; imaginar una reconstrucción futura del circuito tradicional que la conectaba con la baja cultura; soñar con la restauración de un estado de cosas como el que prevalecía en los centros urbanos europeos durante la vuelta de siglo de hace cien años -y que fue adoptado de manera pretendidamente socialista en la URSS de los años 30-, en el que, junto a los privilegiados y a la clase media, incluso las masas obreras tenían asegurado un acceso seguro, aunque discreto, al escenario de esa alta cultura. Y lo sería porque el nuevo capitalismo ha dejado de lado a las ruling classes tradicionales y a sus Estados, que eran quienes tenían interés en promover esa identidad a un tiempo nacional y occidental cuya reproducción requería de la retroalimentación de la alta y la baja cultura. Es un retorno imposible porque el capitalismo de hoy ha entregado esa producción de identidad social artificial directamente a esa ''industria cultural" de la que hablaban Horkheimer y Adorno, ahora globalizada y norteamericanizada, que no sólo es ajena, sino claramente hostil a la tradición respetada por la modernidad, en la que baja y alta cultura se distancian y se complementan. Pero no sólo por ello.

El rescate de la hegemonía de aquello que conocemos como la ''alta cultura" resulta quimérico sobre todo porque el tipo de dimensión cultural que se genera espontáneamente en la nueva sociedad en ciernes parece desentenderse de la consistencia logocrática, cognoscitista, ''ilustrada", sea neoclásica o romántica, propia de la actividad de la ''alta cultura" en la modernidad dominante; parece abandonar la preocupación obsesiva por la espiritualidad exquisita, que es la meta y la marca de calidad que esta actividad ha perseguido para sí misma y ha provocado tradicionalmente en la baja cultura.

A todo esto hay que añadir que la pérdida de hegemonía de la alta cultura no trae consigo un movimiento compensatorio de fortalecimiento de la baja cultura. Por el contrario, junto a esa pérdida, muchos creen reconocer la presencia de una inercia o tendencia dirigida hacia un hecho catastrófico, el de la ''muerte de la cultura" en general y la sustitución de ella por la producción y el consumo de eventos de diversión y entretenimiento, programados para una sociedad convertida en simple espectadora de su propio destino, incapaz de practicar ella misma una cultura ''desde abajo". La minimización o aislamiento de la cultura alta o hipertecnificada lleva a la ruptura del circuito vertical que la conectaba con la cultura baja o espontánea, circuito que era esencial para ambas y constitutivo de la vida cultural moderna. Se trata de un hecho que implica un extrañamiento de la sociedad respecto de su propia herencia cultural, una incapacidad de entenderla y apreciarla; que implica, en definitiva, el advenimiento de una especie de ''neobarbarie", pues trae consigo una indiferencia de la sociedad frente a su propia concreción comunitaria. La disminución de la importancia de la alta cultura en la vida cultural pareciera confirmar que nos encontramos al final de ese periodo de la historia en que ''el desierto crece", como lo percibía Nietzsche desde su perspectiva a finales del siglo XIX; que hemos llegado a la culminación de esa ''historia del nihilismo" que Spengler vulgarizará más tarde como la ''decadencia de Occidente".

CULTURA Y BARBARIE

¿Pero la barbarie de la ''industria cultural", de la ''cultura" de los mass media, continuadora de la cultura nacional-occidental, va en verdad, fatalmente, a terminar por sustituir a la cultura? ¿No hay en la vida social contemporánea indicios que contradigan las señales de catástrofe que irradia la decadencia de la alta cultura? ¿Es posible encontrar razones que permitan decir que no se trata de un destino ineluctable, sino sólo de una tendencia que, sin que deba ser detenible, puede muy bien ser todavía redirigida y refuncionalizada esencialmente?

La dinámica histórica del presente sería efectivamente la de un derrumbe irremediable, si estuviese determinada sólo por la figura capitalista de la modernidad, cuya tendencia intrínseca es a la destrucción de lo otro y la autodestrucción de lo humano. Pero hay cómo pensar que ése no es el caso. El dispositivo civilizatorio de la modernidad capitalista prevalece, sin duda, y domina, pero sólo a la manera de un parásito desmesurado. Su fuerza no es otra que la propia fuerza creativa de la sociedad -la que ésta tiene cuando funciona de acuerdo a su ''forma natural" o en referencia al ''valor de uso" del mundo de la vida- fuerza a la que él puede únicamente desviar y deformar. Ahogarla equivaldría para él a un suicidio, a privarse del anfitrión que lo mantiene.

La ambivalencia es por ello el signo del tránsito civilizatorio en el que estamos. Ella resulta de esta insuficiencia insalvable que afecta al dominio que es capaz de ejercer la forma capitalista de la civilización; viene del hecho de que, después de todo, la resistencia frente al doble destino, el de la aniquilación de lo humano y la devastación de lo otro, no es erradicable de la sociedad.

El proyecto de una modernidad alternativa a la capitalista emerge, aunque sólo de manera oprimida, en medio del mundo actual, dominado por la modernidad capitalista. Se trata del único proyecto que puede ser capaz de conducir este tránsito civilizatorio por una vía diferente, opuesta a la de la catástrofe; solo él tiene la posibilidad de alterar el rumbo de la historia entrampada en la que estamos, de refuncionalizar la decadencia de la alta cultura y de reconstruir radicalmente la dimensión cultural de la sociedad.

La pérdida de hegemonía de la alta cultura apuntaría así hacia la realidad de un tránsito que lleva a un nuevo principio o sistema civilizatorio, dentro del cual ella parece estar redefiniéndose y recibiendo una ubicación y una función no sólo diferentes, sino de un orden completamente inédito.

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