"Nunca hubo nadie como yo, y no habrá nadie como yo cuando yo me vaya". Truman Capote hizo esta declaración de principios al final de su atormentada vida, muy poco antes de irse

La frase -con sus tres elocuentes "yos" como pilares- encabeza la excelente biografía que Gerald Clarke dedicó al escritor, publicada por Ediciones B en 1989.

Capote, personaje público de notoria proyección en todas las pistas del circo mediático y narrador de fuerte entraña autobiográfica, dejó huellas testimoniales por doquier.

El lector interesado puede saciarse acudiendo a las páginas de Conversaciones íntimas con Truman Capote (Anagrama), de Lawrence Grobel, y de Un placer fugaz. Correspondencia (Lumen), exhaustiva recopilación de sus cartas.

El hombre que de niño tenía cara de viejo y que de viejo (prematuro) tuvo cara de niño (y un sombrero) hizo de sí mismo un personaje imposible de disociar de sus libros, como si su narcisista relevancia en la escena de las vanidades fuera una revancha a su infancia de niño excluido y carente de cariño.

Carne de titulares por su ingeniosa facilidad para producir frases sentenciosas -al estilo de Oscar Wilde-, por su vida azacanada y por sus complejas amistades en el círculo de fuego de la fama -de los Kennedy a Marilyn Monroe, léanse sus magistrales Retratos-, Capote estuvo interesado en todo y, sobre todo, en sí mismo. Dijo: "Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio". ¿Pasa algo?, le faltó añadir.

Un cuento (Miriam), publicado a los 21 años, lo impulsó a la fama literaria, plenamente corroborada dos años después con la aparición de la deslumbrante Otras voces, otros ámbitos, su primera novela, con la homosexualidad al descubierto para escándalo de muchos. Había nacido una estrella, una estrella diferente a todas las que brillaban entonces -finales de los años 40- en el cielo de la narrativa norteamericana.

Capote nació en Nueva Orleáns en 1924 como Truman Streckfus Persons, y toda su obra acredita, de un modo u otro, su origen sureño y su anclaje rural, en Monroeville (Alabama), cuando fue abandonado por su jovencísima madre. La madre se casó después con un cubano, de quien el escritor tomó su segundo apellido para formalizar su nombre artístico.

El nuevo matrimonio recuperó al hijo, a rachas y sin expresiva convicción, y Capote se trasladó a Nueva York -segundo marco sentimental de su vida y de su obra- donde hizo sus estudios y donde, todavía adolescente, comenzó a trabajar en tareas subsidiarias de redacción en The New Yorker, revista en la que luego publicaría, entre el periodismo y la literatura, muchos de sus relatos, tan célebres como sus entrevistas y sus colaboraciones para Playboy.

El arpa de hierba (1951) fue el sobresaliente puente de paso para el éxito masivo e indiscutible de Desayuno en Tiffany's (1958), novela en la que la joven Holly Golightly, en sus azarosas andanzas neoyorquinas, tiene algo de alter ego de su autor, siempre en la frontera de soledad y de la marginalidad. Blake Edwards adaptó la obra al cine en estado de gracia, con Audrey Hepburn como inolvidable protagonista, en 1961, y la  disparatada fama de Capote no hizo más que crecer.

Capote hizo una larga excursión por Europa (España, incluida) y África (el Tánger de Jane y Paul Bowles) mientras se iba abriendo en abanico a múltiples experiencias literarias: el periodismo, por supuesto, la narrativa breve, el teatro, el musical y los guiones de cine para John Huston (La burla del diablo, 1954) y Jack Clayton (¡Suspense!, 1961).

Era inevitable que el cine que tanto quiso y en el que tantas amistades peligrosas  tuvo (Marilyn, Clift, Brando, Elizabeth Taylor...) acabara ocupándose de su tormentosa y vitriólica figura. Tenemos reciente el recuerdo de dos películas notables, distintas y casi simultáneas: Capote (Bennet Miller, 2005) e Historia de un crimen (Douglas McGrath, 2006). Ambas tienen en común, entre otras cosas, la figura de Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor (1960) y amiga desde la infancia de Capote, y el tratamiento, en diferente medida, de las circunstancias de la escritura de A sangre fría (1966).

The New Yorker envió a Capote a un pueblo de Kansas para escribir un artículo sobre Perry Smith y Richard Hickcock, dos jóvenes que, sin motivo aparente, habían asesinado brutalmente a los cuatro miembros de una familia. Capote, ayudado por Harper Lee, se puso a investigar sobre el terreno con fuentes directas, habló con los asesinos -y se relacionó íntimamente con Perry Smith- y, después de siete años de trabajo y ejecutados los criminales, publicó A sangre fría (1966), interpretada como un alegato contra la pena de muerte y llevada al cine inmediatamente de forma magistral por Richard Brooks.

Se han escrito ríos de tinta y se han lanzado multitud de reproches sobre Capote a cuenta del proceso de elaboración de A sangre fría. El caso es que este libro señala doblemente la consagración de la llamada "novela de no-ficción" y la apoteosis del Nuevo Periodismo, corrientes de fusión de literatura y reportaje cuya influencia no cesa de colear hasta hoy mismo ancha y largamente.

Mientras leemos Relatos tempranos (Anagrama), el rescate de los sorprendentes y tristes cuentos escritos en su adolescencia, recordaremos que la vida del niño con voz de pito, mil veces llamado "marica" y permanentemente ansioso de afecto, comenzó a torcerse seriamente a principios de los años 60: compulsiva promiscuidad sexual, alcohol, barbitúricos, drogas, depresiones, disputas, ingresos hospitalarios...

Metido en una montaña rusa, aguantó 20 años, con tiempo para escribir, entre otras obras, la estupenda colección de Música para camaleones (1980) y la inacabada y póstuma novela Plegarias atendidas (1987). Truman Capote murió en Los Ángeles, en casa de una amiga, el 25 de agosto de 1984, un mes antes de cumplir los 60 años. Murió de sobredosis de todo, pero, esta vez, no se encontró alcohol en su sangre.