Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni, dos grandes del cine, desaparecieron el mismo día

Ingmar Bergman era un genio, pero en su muerte a los 89 años, un 30 de julio, hay algo igualmente poético que transgrede los límites del entendimiento: horas después de que el sueco dejase por siempre jamás su existencia terrenal, Michelangelo Antonioni iba a acompañarlo en su periplo por el más allá

Bergman a la izq, Antonioni a la derecha


 Ingmar Bergman

Dos cineastas dispares, caracterizados por métodos y estilos radicalmente opuestos, que nunca se conocieron pero que compartieron varios elementos comunes: un cine que exploraba los recovecos del alma humana y profundizaba en sus pasiones, virtudes y pecados; y su muerte, acontecida el mismo día con pocas horas de diferencia, que hoy suma diez años.

Bergman retrató en sus películas la obsesiva lucha contra la inexorabilidad del paso del tiempo y la desesperada búsqueda de la fe perdida; Antonioni ahondó en la incomunicación del ser humano con su entorno y retrató la angustia existencial provocada por una vida anómica. Ambos rompieron las barreras narrativas y exploraron lo inexplorado: Bergman, hacia fuera, con su exhaustiva búsqueda de los motivos que mueven al hombre a creer en Dios; Antonioni, hacia dentro, con el retrato de la introversión y el vacío existencial.

Si la vasta filmografía de Bergman (alrededor de 70 películas) hace imposible escribir un breve esbozo de sus obras más importantes, el análisis de la de Antonioni, mucho más escueta, se hace impracticable por la complejidad de su contenido. A pesar de ello hay obras clave que sirven como emblemas representativos que definen, aunque sea a grandes rasgos, los temas medulares que caracterizaron su cine.

Ingmar Bergman (1918–2007) nació en Suecia en el seno de una familia protestante. Su infancia estuvo marcada por una educación estricta basada en el respeto y la moderación, temas que influyeron posteriormente en su trabajo: la presencia de figuras religiosas austeras y la relevancia de los personajes femeninos fueron una constante. El sueco se caracterizó por llevar una vida polémica detrás de las cámaras: se casó cinco veces y tuvo innumerables aventuras amorosas, algo que desentona con la imagen límpida y puritana que parecía irradiar.

Los rumores cuentan que murió en brazos de la actriz Liv Ullman, que en un arranque premonitorio sintió que debía viajar a la solitaria isla de Fårö, donde Bergman pasaba sus últimos días, para darle un último abrazo al cineasta. No se equivocó, pues menos de veinticuatro horas después exhaló su último aliento pese a contar con una salud de hierro.

Bergman es considerado el director de cine europeo más importante de la segunda mitad del siglo XX. Temas como el amor, la muerte, la familia, la religión, el paso del tiempo, la vejez, las dudas sobre la vida y los conflictos identitarios confluyeron en una serie de obras maestras de gran calidad y profundidad existencial que elevaron su cine a la categoría de «cine psicológico», «cine teológico» o «cine-filosofía».

Los primeros trabajos de Ingmar Bergman son prácticamente desconocidos en España, lo que responde a que fueron adaptaciones de grandes obras literarias en las que director no retrató sus intenciones y, por tanto, carecían del interés «de autor» que sí poseyeron el resto de títulos posteriores. «Prisión» (1949), su primer logro importante, le concedió el reconocimiento internacional, y «El séptimo sello» (1957), aún hoy su cinta más emblemática y conocida, lo catapultó al estrellato.

«El séptimo sello» la protagonizaba Antonius Block (eterno Max von Sydow, fetiche indiscutible de Bergman), un caballero cruzado que retorna de una cruenta guerra religiosa para encontrarse con un país desolado por la peste negra. Temeroso de morir sin haberle dado un sentido a su vida, decide enfrentarse a la muerte para ganar tiempo y así poder llevar a cabo un último logro que haga merecer la pena su existencia. 

Resulta especialmente emblemática aquella secuencia en la que, como un paréntesis que distende la acción, una caterva de prosélitos con cruces de madera a la espalda y látigos en mano cruza la calle principal de un pueblo ensangrentada, autoflagelándose, reclamando piedad a un Dios que ha abandonado a sus seguidores y zahiriendo a los aledaños que, atónitos, contemplan el acontecimiento.

«El séptimo sello» entronca en su contexto (siglo XIV) con la descomunal «El manantial de la doncella» (1960), donde Bergman ahonda de manera sobria y concisa en algunos de los temas más complejos de su filmografía: la inocencia, la venganza, el amor, el odio y, nuevamente, la muerte

Algo parecido ocurrió en 1957 con «Fresas salvajes», en la que el profesor Börg, interpretado por el también cineasta Victor Sjöström, que inspiró el estilo bergmaniano gracias a sus primeros retazos expresionistas en «La carreta fantasma» (1921), servía como contrapunto para tratar el miedo a la vejez, el paso del tiempo (el daliniano reloj sin agujas) y el enfrentamiento con la muerte.

Su evolución estética y narrativa culminó con la depurada «trilogía del silencio», compuesta por «Como en un espejo» (1961), considerada por el propio Bergman su primera gran película; «Los comulgantes» (1963), donde vuelve a ahondar en la búsqueda de la fe, y «El silencio» (1963), cumbre del  silencio existencial ante la falta de respuesta a las preguntas más trascendentales del ser humano: de dónde venimos y a dónde vamos. Sus obras posteriores nunca decayeron: «Persona» (1966), «Gritos y susurros» (1972), «Secretos de un matrimonio» (1973), «Sonata de otoño» (1978) y «Fanny y Alexander» (1982) fueron obras maestras de inmediato.

Michelangelo Antonioni (1912–2007).  Mientras que Bergman escrutaba temas de una enrevesada profundidad psicológica y emocional, el italiano Antonioni, que dominaba el lenguaje visual y la profundidad de campo como pocos en su época, tradujo su angustia vital en películas de una compleja disposición narrativa, con planos extensos perfectamente diseñados a través de cuya composición secuencial creaba un estilo denso y pausado.

En su cine los personajes transitan de un lado a otro del encuadre como almas en pena, sin rumbo ni camino, perdidos en el vacío de su propia existencia. En «La Aventura» (1960) convergen todos los motivos de su estilo: el «pictoricismo» escénico; el erotismo espontáneo y la sensualidad; el aburrimiento; el uso del entorno como un personaje añadido, que se traduce en la omnipotente presencia de las escarpadas islas Eolias o los resquicios arquitectónicos de los pueblecitos italianos, etc. La profundidad de campo de la cámara de Antonioni juega un papel fundamental a la hora de darle volumen a la historia, como ocurre en aquella escena –quizás la más emblemática de la película– en la que la protagonista Monica Vitti (fetiche del cineasta, como lo fueran Von Sydow y Ullman de Bergman) abre las ventanas de una caseta de piedra en la colina de una isla y contempla el amanecer.

«La aventura» es un drama romántico trágico que desemboca en un sobrio análisis del vacío existencial de los personajes y que, de nuevo, vira hacia un romance que, en última instancia, recupera la tragedia. Como una enrevesada montaña rusa de emociones, sus personajes principales, Claudia (Monica Vitti) y Sandro (Gabriele Ferzetti), se empiezan a conocer después de que la novia del segundo, Anna (Lea Massari), desaparezca durante un viaje a las tirrenas islas Eolias. Y aunque una búsqueda desesperada e infructuosa los lleva a recorrer los pueblos cercanos a la costa para encontrar a Anna, de la que ya esperan su muerte, al final su objetivo acaba difuminándose y termina en una sensual historia de amor, celos y traición.

El cineasta construye el guion desde la idea que el individuo, hipócrita por naturaleza, se encuentra solo en el mundo y es incapaz de comunicarse emocionalmente con sus similares. Aburrido, solitario y egoísta, deambula haciendo daño –consciente o inconscientemente– a todo el que le rodea, sin una meta concreta, pues solo conoce el «ego»

Los personajes de «La aventura», como los de «La noche» (1961) y «El eclipse» (1962) , que entre las tres conforman su famosa trilogía de la incomunicación (tetralogía si se incluye «El desierto rojo», 1964), son emocionalmente estériles y dejan entrever el pesimismo existencial que pesa sobre Antonioni. Su cine es melancolía y nostalgia y representa el distanciamiento humano (la incomunicación) de su entorno y la fuerza que ejerce el mismo sobre los personajes.

Antonioni con Monica Vitti y Vanesa Redgrave

Sobre su cine oscila la idea recurrente de que una vez desaparecidos los humanos, los lugares en los que estuvimos seguirán existiendo, inexorables al cambio. El recuerdo de los amores, las risas, las pasiones y las frustraciones serán eso, recuerdos, y los sitios que los acogieron perdurarán más que los cuerpos mortales que transitaron sus recovecos. Los planos finales de «El eclipse» recuperan esta idea.

El 30 de julio de 2007 el cine perdía a dos de sus cineastas más reflexivos. Artistas que, hasta su último aliento, se dedicaron en cuerpo y alma a crear. Bergman cosechó éxitos hasta el final y nunca tuvo problemas con la financiación de sus proyectos; Antonioni decayó porque la crítica y el público no supieron adentrarse en sus trabajos tardíos (el proyecto televisivo «El misterio de Oberwald» y la desconcertante «Zabriskie Point» no obtuvieron una buena recepción). Sin embargo, ambos dejaron tras de sí una obra de una profundidad psicológica y existencial de un valor incalculable.

Estos diez años los han puesto donde merecen: en el palco de los grandes creadores de la Historia del Cine. Ahora, diez años después de su muerte, no podemos sino homenajearlos reviviendo sus películas

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