(Biblioteca original del Instituto Tecnológico de Monterrey; al fondo en emblemático Cerro de la Silla)

 

MI AMIGO EL "RUSO"

Cuándo emigré del internado del Tec me fui a vivir a una casa ubicada en la colonia Roma, en las cercanías del Tecnológico. Era una especie de típica casa de asistencia por la que tantísimos estudiantes pasan; pero si digo especie es porque, en realidad, en esa casa sólo vivíamos un grupo de chavos, todos estudiantes del Tec. La casa era propiedad de una buena señora que vivía con su familia, obviamente en otra casa, adonde los mismos cuates acudíamos a hacer nuestras comidas. Curiosa pues, la situación que manejaba esa señora de nombre Úrsula, doña Chula para su familia y por extensión para nosotros. Curiosa por, en su casa propia, darnos los sagrados alimentos del día y en la otra, situada tres cuadras más adentro de la colonia, proporcionarnos los espacios para nuestras necesidades de habitación. Allí vivía el “Ruso”, allí lo conocí.

       La modalidad de esta doble casa de asistencia, que en realidad no lo era, resultaba de lo más efectiva. Como la casa de doña Chula se ubicaba más cerca de la entrada a la colonia, cuando regresábamos del Tec pasábamos a comer y seguíamos a “nuestra” casa, un poco más al interior de aquella localidad. Y por las mañanas, en sentido contrario, se salía de casa, se pasaba a desayunar con doña Chula y se seguía el camino hacia el Tec. Por las noches, para cenar, simplemente se iba y regresaba de una casa a otra.

       La casa de la colonia Roma era típica de la zona. Tenía dos pisos, en cada uno tres recámaras y un baño. Curiosa también la vida cotidiana ahí, eran como dos mundos diferentes en que los de planta baja y los de planta alta no teníamos mucha relación. Cada quien en su piso, cada quien en su cuarto, cada quien en lo suyo. Pero todos nos llevábamos bien.

       Yo era de los de la planta alta. Mi cuarto lo compartía con un paisano, este de Orizaba, Ver. y también estudiante de arquitectura. En otro estaban un par de centroamericanos del todo anodinos, en el tercero vivía el “Ruso”, sin compañero. Los cuates de la planta baja se me perdieron en la memoria, salvo uno. Era un chavo alegre y simplón del que no recuerdo su nombre, si es que alguna vez lo supe. Lo recordable es el apodo o sobrenombre que tenía, por la simple razón de ser de los mejores que he conocido. Todos se referían a él por “el teiquebuc”. Lo escribo tal como suena; escrito con propiedad sería take a book. Parece que la frase era parte de algún texto o curso de inglés. Frase típica de ese tipo de cursos, para ejemplificar las convencionales del lenguaje cotidiano. En este caso, una frase imperativa para invitar a una acción, bastante obvia su intención. Lo genial del apodo es que el “teiquebuc” jamás, ni por equivocación, “tomaba un libro”.

       Fuera de llevarla de lo mejor con mi compañero de cuarto, en esa casa si con alguien la llevé bien fue con el “Ruso”. Más que eso, nos hicimos amigos, buenos amigos. Por cierto, lo del entrecomillado obedece a que el “Ruso” no era ruso sino mexicano, para más precisión nacido en una ciudad del norte del país. Su nombre… es lo de menos, todos le decíamos el “Ruso”.
Y lo de “Ruso” tenía su historia. Tal vez haya quien lea lo escrito aquí y sepa quién fue Abel Quezada. Seguramente los más no, y breviario cultural de por medio, les haré saber que fue un famoso caricaturista de la época, con una vena de humor extraordinaria. Sobre aquel mundo partido en dos, que es el que vivíamos entonces, Abel Quezada publicó un cartón con su versión caricaturizada de “el estudiante norteamericano” y “el estudiante ruso”. Al gringo lo dibujó muy desenvuelto, sonriente, portando un juvenil sweater que ostentaba una enorme U sobre el pecho. Parecería la imagen misma de la juventud desenfadada y optimista. El estudiante ruso estaba representado por un joven fachoso, o más bien de modesta indumentaria, muy serio, casi inexpresivo, calado con ropa invernal sin gusto, todo descuidado en su apariencia, con el cabello absolutamente desaliñado y, eso sí, absorto en el estudio de algún libro.

       El “Ruso” no era exactamente como el ruso de Abel Quezada. Si no vestía muy bien era simplemente porque no tenía recursos para ello. Si de apariencia personal se habla, mi amigo no le daba demasiada importancia. Lo de sweatercitos universitarios y cosas así, supongo que le parecerían una estupidez, difícilmente me lo hubiera imaginado con una chamarra que dijera TEC. Desde luego, distaba de la imagen “fresca” del “estudiante norteamericano” dado que mi amigo el “Ruso” era serio por naturaleza, casi adusto, sin que ello implique la negación de una personalidad propia. Que ciertamente tenía, interesante además. Pero definitivamente, encajaba en la versión caricaturizada de Abel Quezada del estudiante ruso.

       Ese fue el origen del apodo de mi amigo llegado de su norteña ciudad para estudiar en el Tec. De cuándo databa el tal apodo y a quién se le ocurrió, ni lo supe ni lo indagué. Y al “Ruso” parecía que no le importaba ni para bien ni para mal. Diría yo que lo aceptó o se acostumbró a él como un segundo nombre.

       Eso sí, el “Ruso” era una antítesis no tanto de la imagen gráfica hecha por el cartonista Abel Quezada del “estudiante gringo”, sino de lo mucho que sugería la caricatura. (Para el caso, la misma intención, sobre los estudiantes típicos de ambas naciones). Respecto al gringo en nada tenía de aficionado a deporte alguno, ni festivo en su personalidad, no era afecto a bromas por muy estudiantiles que fueran, desinteresado de devaneos sentimentales. Hablo de la imagen de los estudiantes estadounidenses en base a la esquemática visión que dan las películas. Y respecto al estudiante ruso, dado que no había mucho de donde establecer comparaciones, lo acertado del apodo estaba en la imagen del estudiante desgreñado, no muy interesado en su presencia personal. Ya es mucho sugerir lo importante del interés en el estudio, mucho también la sugerencia de un mundo gris. Pero fuera de la intención del cartonista Abel Quezada, personalmente al “Ruso” la imagen le quedaba al cien por ciento. (bueno, digamos que al 90 %).

       Lo recuerdo en ese su mundo propio, su cuarto de aquella casa, sentado ante su escritorio, siempre sentado ante su escritorio, absorto en el estudio. Creo que ni tenía o no le interesaba el radio, en cambio recuerdo la presencia de su lámpara fijada por encima de su cabeza, así estudiaba siempre por las noches. Una vez me largó toda una tesis sobre el porqué de la lámpara por encima de su cabeza. No era por comodidad o necesidad, sino por una cuestión que, según él, tenía que ver con algún tipo de energía derivada de las ondas lumínicas trasmitidas en forma descendente. Bueno, algo así, para decirlo pronto y mal. Por cierto, lo que yo no había dicho del “Ruso” es que también estaba un poco loco.

       Habría que aclarar que, si nunca me lo dijo abiertamente, resultaba obvio que su condición familiar era modesta. Cómo es que había ido a estudiar al Tec no lo supe, tampoco parecería demasiado extraño, después de todo yo mismo ahí estaba estudiando y mi familia definitivamente era de modestos recursos. En todo caso, lo evidente es que los recursos personales del “Ruso” modestos eran.

       Ni el “Ruso” ni yo hablamos nunca de lo que, al menos teóricamente, queríamos para nosotros mismos después de los estudios. Se dice que “por sabido se calla” y, obviamente, cualquier estudiante de una carrera profesional lo hace para labrarse un futuro mejor. En el Tecnológico de Mty. había una mayoría de cuates que tenían la vida asegurada dada sus condiciones familiares, muchos seguramente se preparaban para regresar a su medio socioeconómico, encontrar “la mesa puesta”, integrarse a los negocios de papá y ensanchar empresas y capitales. Y otros como el “Ruso”, como yo, muchísimos menos pero muchos también, que proveníamos de familias con recursos limitados. Caso interesante era el de los centroamericanos, lo mismo había hijos de terratenientes que chavos cuya estancia en el Tec se debía a haber ganado una beca de su gobierno. Vaya que sufrían a veces estos últimos. Como en toda burocracia oficial, la periódica asignación económica para sostenerse se retrasaba y los chavos andaban en la penuria más triste.

       Indiscutiblemente, el “Ruso” era un excelente estudiante. Qué tan brillante, qué tan “sesudo” no lo sé, lo que sí afirmo categóricamente es que tenía un sentido de responsabilidad extraordinario sobre su estar en el Tec, una tenacidad para el estudio ejemplar y, aunque nunca hablamos de proyectos futuros, una evidente voluntad de superación. Todos en mayor o menor grado la teníamos de manera implícita, pero en el “Ruso” era excepcional. Tendría sus frutos que yo conocería y compartiría. Ya lo diré.

       Bastante serio era el “Ruso”, bastante yo, y así, de dos serios, compenetrados en identidad de caracteres, como que se gestó una relación que en mucho se distinguió por una manera de ver y hacer cosas de manera divertida. Sosteníamos pláticas en que por igual se daba la profundidad sobre temas relevantes que el humor sobre cosas intrascendentes. Lo mismo fuimos cómplices de bromas (con todo y que él no gustaba de ellas) que compartimos lecturas sobre las que nos gustaba opinar. Recuerdo de manera singular que ambos leímos entonces Crimen y Castigo de Dostoievski. Luego entre los dos nos gastábamos la broma de decirnos uno al otro con el nombre de Raskolnikov. O Lobo Estepario, ya que igual habíamos leído a Herman Hess. Como que se estableció entre nosotros una modalidad de hacernos “alusiones culturales” en base a las lecturas que compartíamos.

       El “Ruso” no era político ni apolítico, más bien era un escéptico. Dudaba de las bondades de los dos sistemas antagónicos que regían y se disputaban el mundo y más aún de las “verdades” que provenían de la propaganda y la demagogia que se daban por igual. Mi impresión era, sin mayores bases para que así fuera, que el “Ruso” tenía cierto sentido trágico de la vida. Y que de ahí derivaba su especial escepticismo.

Muy de vez en cuando el “Ruso” dejaba su escritorio y su proverbial seriedad para unirse a los eventuales momentos festivos que hacíamos en la casa. A veces jugábamos cartas, con imposición de algún castigo al perdedor. No recuerdo mucho de eso, ni a mi compañero ni al “Ruso” en carácter de perdedores, pero sí a mí, que una vez tuve como castigo, casi a media noche, consistente en ir hasta una casa ubicada a unas tres cuadras para despertar al “Pulgoso”, un perrón que siempre estaba en el jardín de esa casa, incluso por las noches (en verano naturalmente, sus dueños no eran tan malditos para tenerlo así en noches de frío). “Pulgoso” no era muy ladrador, al menos no con nosotros, vecinos y gente que solía pasar frente a su jardín. Desde luego que lo era con los extraños y “sospechosos”. La idea pues, era ir a hacer algo que de alguna manera lo alterara. Así que ahí voy de buey a provocar al perrón, que obviamente se puso a ladrar como energúmeno, y yo a salir corriendo de regreso, no fueran a creer los habitantes de la casa que era yo un merodeador con malas intenciones.

       Así eran las cosas bobas que se nos ocurrían. Pero había una broma típica. Por una temporada nos dio por la muy socorrida de colocar, encima de la puerta del baño dejada entreabierta, un vaso de plástico lleno de agua. No era otro el objetivo que el agua le cayera en la cabeza a aquel incauto que queriendo entrar al baño empujara la puerta. Broma bastante gastada, pero siempre había algún despistado que no la recordaba y caía en ella. Con todo y lo despistado que siempre he sido, nunca caí en la broma. El “Ruso” sí, y los causantes esa vez fuimos mi compañero de cuarto y yo que, con destreza digna de mejor causa, habilitamos el numerito. Era más de media noche, nosotros, -eso sí-, metidazos en nuestro quehacer arquitectónico ante los restiradores, los vagos centroamericanos vecinos seguramente durmiendo, y el “Ruso”, que obviamente estaba en su consabido, prolongado estudio nocturno, le dio por ir al baño, abrió por completo la puerta y…

       La maldición que profirió se ha de haber oído hasta la casa del “Pulgoso”. Acto seguido fue de puerta en puerta a retar al (los) “hijo(s) de la chingada” causante(s) de la “broma tan pendeja”. Mi compañero y yo obviamente nos hicimos los mustios, el “Ruso” se fue hecho un basilisco, y nosotros a duras penas podíamos contener una carcajada.

       A mi buen amigo el “Ruso” me acostumbré a verlo por lo general serio, a veces molesto, una que otra vez enojado, pero lo que es literalmente encabronado, -por decir la palabra correcta-, sólo esa vez.

       En esa casa viví un par de años. Luego mi compañero y yo hicimos sociedad con otros veracruzanos y rentamos una casa para vivir. Linda casa, ya lo dije en otro texto, en que estuve hasta que mi empobrecimiento económico me llevó a vivir a un lugar más modesto, también de estudiantes, que es donde conocí al “Conejo”, protagonista de otra semblanza que ya publiqué en estas páginas. Pero el “Ruso” y yo nos seguimos viendo ocasionalmente.

       El tiempo pasó. Terminamos como estudiantes del Tecnológico de Monterrey. Yo entré a trabajar en una compañía constructora, el “Ruso” regresó a su ciudad natal, se incorporó a una muy importante empresa industrial, líder en su ramo, y empezó prontamente a cosechar los frutos de sus grandes esfuerzos como estudiante.

       En efecto, fue ascendiendo en jerarquía y solía viajar de vez en cuando a Monterrey en plan de trabajo. Siempre me localizaba, nos veíamos para compartir alimentos en algún buen restaurante al que ahora el “Ruso” estaba en posibilidad de invitarme con prodigalidad. Igual compartíamos ricos platillos que recuerdos nostálgicos, amenas pláticas, inquietudes personales.
Seguía siendo el serio de siempre, pero ahora con cierto dejo especial, el que da la seguridad y el ser exitoso en una empresa de las más importantes de México. Pero no había dejado ese aire un tanto sombrío que yo le conocí años atrás.

       Años atrás también, cuándo suele uno padecer “crisis existenciales”, yo escribí un pequeño poema cuyas primeras líneas decían: “Presente a un ayer encadenado / sin meta final ni punto de partida / presencia de la imagen presentida / que irrumpe en el hoy desde el pasado”. Lo demás, es lo de menos. Un poema demasiado exagerado, cuyo texto para mí fue más bien un reto de escribir en tono gris, en una época que, a Dios gracias, superé las lecturas melosas y “descubrí” a poetas como Xavier Villaurrutia y Elías Nandino. Aquel poema gris se lo mostré en su momento al “Ruso” y, por alguna razón le gustó tanto, que prácticamente lo hizo suyo. Cuando iba a Monterrey y me invitaba a compartir momentos, invariablemente yo le hacía la convencional pregunta de "¿cómo has estado?". Invariablemente también la respuesta: “Vivo un presente a un ayer encadenado, sin meta final ni punto de partida.”

       Así era el “Ruso”, así seguía siendo. En ciertas cosas no se cambia.

       En otra ocasión de visita a Monterrey, con la tradicional invitación del “Ruso” para que fuéramos a comer, comentamos una película. Los dos la habíamos visto y no sé cómo salió a relucir en la plática. Si es que recuerdo bien el título de la película era “El Maniquí”. Trata de un chavo absolutamente insociable, absolutamente solitario, que vive en un cuartucho, obviamente solo. No por otras razones que por esa manera de ser y existir, no convive con jóvenes mujeres. En una ocasión, deambulando por las calles, ve en el escaparate de una tienda de ropa femenina un maniquí, de cuerpo entero, curiosamente desprovisto del atuendo que debiera promover. El chavo literalmente se enamora del maniquí. Una noche, asalta la tienda o el escaparate y se lo roba. Se lo lleva a su cuartucho. Vive con él como si el maniquí fuera una mujer real. Claro, el chavo estaba bastante mal psicológicamente. Ese es el hecho esencial de la película, no recuerdo más.

       Lo importante de este recuerdo es que el “Ruso” me confesó que aquella película lo impactó sobremanera, lo sacudió. Aunque al “Ruso” ciertamente le gustaban las mujeres, y seguramente tenía sus aventurillas, aquella película lo sobrecogió porque, así me lo dijo, en el fondo se sintió identificado, retratado en aquel chavo de la película. Y me dijo también el “Ruso” que aquella película lo hizo pensar que podría llegar a ser el protagonista de la película, lo que obviamente no se podía permitir, y que para él había llegado el momento de cambiar.

       Si el “Ruso” cambió, o qué tanto, no lo supe. Aquella fue la última vez que nos vimos en Monterrey.

       Luego llegó para mí un cambio de vida y de ciudad. Monterrey quedó atrás, emigré a la Ciudad de México, pasé a ser esposo, padre, arquitecto del Departamento de Proyectos del gobierno de la capital, ídem del Instituto Mexicano del Seguro Social, ciudadano de la capital de mi país.

       Ya siendo trabajador del Seguro Social hubo una época que “por necesidades del servicio” debí viajar a la zona norte para revisar unidades médicas en construcción. Una vez me tocó ir a la ciudad del “Ruso”. Sabía cómo localizarlo, lo hice inmediato a mi llegada y, tal como acordamos, pasó por mí al hotel y me llevó a un espléndido restaurante con especialidad en carnes a la argentina. Categóricamente afirmo que no he conocido mejor carne asada que la de aquel lugar. El “Ruso”, seguramente asiduo cliente, sugirió lo mejor y recuerdo perfecto que rematamos con un delicioso café irlandés.

       Se había convertido ya en un alto ejecutivo de su empresa, me platicó algunas cosas propias de su trabajo, yo del mío, y casi no hablamos de cosas personales. Además, nos habíamos visto tarde, justo por las ocupaciones de el “Ruso”, y ambos teníamos deberes que cumplir desde temprano del siguiente día. Por cierto, ante la consabida pregunta inicial mía de cómo estaba, una vez más el “Ruso” me contestó: “Presente a un ayer encadenado, sin meta final ni punto de partida.” Lo dijo esta vez con un tono un tanto festivo. Me abstuve de indagar qué tanto de festiva o de seria era.aquella consabida respuesta.

       Creo que los dos habíamos cambiado. Ya no hablamos de personajes de Dostoievsky o de Herman Hess. No que cambiáramos negativamente, simplemente otras eran nuestras ocupaciones, y el tiempo de la vida estudiantil y juvenil había quedado atrás. Si he de decir la verdad, no recuerdo exactamente de qué platicamos, pero sería lo de menos, lo verdaderamente importante es que cualquiera que fueran los temas de charla, prevalecía ese hilo intangible que une a dos amigos y que hace sentir emotivo y placentero un encuentro.

       Años después nos volvimos a ver y sería por última vez. En esa ocasión el “Ruso” llegó a la Ciudad de México, “de entrada por salida” según me dijo, pero se apartó tiempo para invitarme a comer. Yo entonces trabajaba en una oficina no muy lejos del restaurante que pactamos para vernos, ubicado en una de las avenidas más hermosas de la Ciudad de México, el Paseo de la Reforma. La comida fue en el restaurante Ánderson y desde luego pedimos su especialidad, los “Ostiones Rockefeller”. Fue una reunión un tanto similar a la anterior habida en Torreón. Esta vez no salió lo del “Presente a un ayer…” La pasamos bien; charla desprovista de temas trascendentes y añoranzas emotivas, pero el hilo del que hablé antes seguía presente entre nosotros. Eso fue lo importante. Y lo último. Ya no más nos volvimos a ver, ni hablar, ni saber el uno del otro.

       El hilo intangible de la amistad prevalece en la añoranza, esa hojarasca que queda del árbol de la vida estudiantil que se fue. Decantando la hojarasca, el “Ruso” perdura como el cuate serio, a veces enojón, siempre dedicado al estudio, ejemplo de responsabilidad y afán de superación.

       Triunfador en su vida profesional. No sé de triunfos o derrotas personales.

       Y también lo recuerdo con algo (¿o mucho?) de Raskolnikov y de Lobo Estepario.

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Respuestas a esta discusión

Creo que es edificante rememorar historias como esta, para preservarlas del olvido al escribirlas. Y muchas gracias por compartirnos tus vivencias. En lo sencillo del día a día está la mayor de las bellezas. Mi abrazo.

Gracias por tus palabras, amigo Rolando. No sólo edificante sino congratulante es rememorar pasajes que han dejado alguna huella en nuestra vida. Una huella grata, naturalmente. En mi caso, aquellos dias de juventud que compartí con otros jóvenes y en que había una verdadera amistad.  

Estimado Daniel: Mil gracias por tu generosidad. Me da gusto que mi modesto relato, que no es literatura sino el afán de rememorar una partecita de mi juventud y compartirla, suscite en tí recuerdos personales que, espero, no sea remoto el día en que los escribas. Hazlo, te vas a sentir bien. Reitero mi agradecimiento y recibe un cordial abrazo.   

Daniel Gaitán dijo:

Aunque al principio lo creí extenso, el buen relato me llevó al final. Las condiciones de esos muchachos alquilando y compartiendo sus vidas y esa amistad paralela con el Ruso, me llevó a recuerdos personales que algún día escribiré. Mi afectuoso saludo y felicitaciones.

Muchas gracias por tus palabras, amigo Pastor. Siempre me inundan de estímulo. Sucesos que se vivieron y cuyo recuerdo se quedó. Me gusta plasmar aquellas vivencias de ayer en el hoy que vivo, muy, muy distante de ellas, porque me hacen sentir bien. Sé que esto no es literatura, simplemente remembranzas personales que me atrevo a compartir.

Pastor Aguiar dijo:

Mi amigo, estupenda crónica de tiempos y contertulios, en este caso compañeros de andanzas estudiantiles. Cuánto me ahce recordar mis largos años, decenas de años en albergues, alejado del hogar, tantos rostros, aventuras vivenciales, etc, etc. Gracias por estos aportes cargados de memoria y humanidad, además de buen estilo para narrar. Un gran abrazo.

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