Toda vez que este blog no es sobre aritmética elemental, aquí Uno entre Dos no es igual a 0.50

Uno entre Dos es un ejercicio narrativo escrito entre dos personas. Se pretendió realizar un texto (con pretensión de cuento) resuelto como un todo integrado en que no fuera evidente la realización de dos partes narrativas. Si lo es aquí se debe a una clara intención decidida por el suscrito de resaltarlo así.

Cabría resaltar un primer segmento titulado por el autor La Ilusión viaja en el Metro. Corresponde a un ejercicio académico de un Taller Literario y como tal fue sujeto a ciertas condicionantes entre las cuales es de resaltar la extensión la cual no podía superar a la escrita por su autor, Julián Osante y López, entrañable amigo mío.

Algún tiempo después de que Julián me compartió su texto a mí se me ocurrió que el tema “daba” para más, para una continuación. Me di a la tarea de escribirla, teniendo a mi favor la libertad en el manejo de su extensión.

Para quienes no conozcan el Metro de la Ciudad de México, acaso les será difícil la comprensión de ciertos pasajes en que se alude a un viaje por una línea del Metro. Apelo a la generosidad de quienes lean este ejercicio.


LA ILUSIÓN VIAJA EN EL METRO

 

 

Julián Osante y López

Después de haber viajado varios kilómetros en un desvencijado camión para salir de su pueblo, Esteban se encuentra ya en plena carretera, a bordo del autobús que le conducirá a la Ciudad de México. La flamante mochila que lleva al hombro, no sólo contiene algunos alimentos y modestos enseres personales, sino que será su tarjeta de presentación cuando se mezcle con los cientos de usuarios del metro, todos con mochila en la espalda, que así lo platicaba su primo Urbano, quien, a su vez, escuchó la historia por parte de los hijos de Nicanor, afortunado sujeto que no hace mucho tiempo estuvo trabajando como albañil en la gran ciudad, donde, precisamente, el metro fue su más socorrido medio de transporte.

Esteban empezó a soñarse en el metro desde entonces. Apenas podía creer que era casi tan largo como un ferrocarril y menos aún que viajara debajo de la tierra; de esas calles y edificios que hasta ahora sólo había imaginado, pero que ya estaba a pocas horas de convertirlos en realidad.

Por sólo tres pesos, repetía Esteban para sus adentros. Tres pesos, y además del viaje, que podría alargarse por todo el día, lo más importante para este jovencito de dieciséis años de edad, habrían de ser los espectáculos que en el metro se ofrecían. Aquellos relatos del primo Urbano, en verdad que lo habían impresionado.

¿Cómo imaginar que dentro de los vagones, en el trayecto de cada viaje, se ofrecieran tamaños espectáculos? Esteban, de alguna manera, se daba una idea del interior de los vagones, pero no alcanzaba a comprender cómo se organizaban tales espectáculos. ¿Habría una especie de foro como el de la carpa de la feria que cada año visitaba el pueblo? O bien los actores realizaban su actuación en medio de los pasillos, tan rápido como les fuera posible para repetirla en cada vagón.

Aquello era lo de menos. Lo importante es que el espectáculo existiera. Que los cancioneros, los payasos, los piratas y los faquires estuvieran allí, realizando todos su actuación para beneplácito de los pasajeros y, ¡lo increíble!, por los mismos tres pesos del pasaje.

¡Qué ilusión! ¿Cómo será el número de los piratas?, pensaba Esteban una y otra vez, recordando las recientes películas en el único cine del pueblo. Y los faquires, además del que platicó Urbano, que apoyaba con fuerza la espalda sobre un montón de vidrios, ¿habría otros números más arriesgados?

Y por si fuera poco, cancioneros y payasos. Además ciertos vendedores de libros de pasatiempos, juegos, chistes y adivinanzas, que también hacen un trabajo artístico al pregonar su mercancía -¿Cuál es el ave que no tiene plumas?... El Ave María.

Absorto en sus pensamientos, Esteban percibió con gran desilusión el viraje del autobús para desandar el camino, de regreso a casa, por culpa del aparatoso deslave de un cerro, cuya vuelta a la normalidad tardaría varios días.

El chico desliza el cierre de la mochila y apura los alimentos, al tiempo que viene a su mente la única frase congruente que escuchó del párroco del pueblo “se vale enojarse con Dios”.

LA DESILUSIÓN TAMBIÉN

Javier Aviña Coronado


El viejo y destartalado camión llegó de regreso al pueblo al anochecer. Esteban despertó de un inquieto y pesado sueño que lo había vencido en el camino. No sólo había dormido, también había soñado. Un sueño caótico en que iban y retornaban sin ton ni son las imágenes que la fantasiosa mente de Esteban había forjado sobre tantas y tantas cosas que habría de disfrutar en los vagones del Metro de la gran ciudad.

Descendió del camión. Aún le faltaba como una hora de camino a pie para llegar al modesto jacal donde vivía con su señor padre y su señora madre. De repente le asaltó una pregunta. Y ahora… qué les iba a decir a los viejos, que seguramente lo esperaban para que les contara si eran ciertas todas esas cosas maravillosas que decía el primo Urbano, ya no digamos los hijos del Nicanor. Pensó en la desilusión que les habría de causar cuando supieran que por el maldito deslave en el cerro el camión se tuvo que regresar.

Camino al jacal le vino a la mente la frase del cura del pueblo “Se vale enojarse con Dios”. Conque sí se vale, -pensó Esteban- pues si lo dice el señor cura debe ser cierto.

Justamente en ese momento cruzaba la placita del pueblo y, a un costado, divisó la pequeña iglesia del lugar. Decidió entrar y decirle a Diosito lo que pensaba. Después de todo, el señor cura lo había impulsado a hacerlo, con esa frase que revoloteaba en su cabeza.

La iglesita aún en esas primeras horas de la noche permanecía abierta. Esteban entró al lugar que se encontraba en penumbras, alumbrado tan sólo por las velas encendidas en uno que otro lugar. Un par de viejas beatas permanecían en el lugar, pese a que el oficio del rosario había concluido ya hacía más de media hora.

Esteban tomó lugar en una de las bancas de atrás. Por su mente empezaron a deslizarse un alud de pensamientos.

“Así que se vale enojarse con Dios. Lo ha dicho el señor cura, así que debe ser correcto, no se comete ningún pecado. Pues yo la verdad que sí estoy muy enojado. Es más, estoy bien encabronado”.

Y de sus pensamientos pasó a musitar, con voz muy baja, bien bajita la voz, la retahíla de palabras que traía encerradas muy dentro del pecho y que no cabía de las ganas por decir:

“Con el debido respeto señor Dios pero ya ni la chingas bien cabrón que te viste con eso del deslave del cerro porque eso fue chingadera tuya bien lo dice el señor cura que todo lo que pasa en este mundo es por tu voluntad porque tu así lo decidiste pero ¿por qué decidiste esta chingadera? nomás me pasaste a joderme a mí ¿y por qué? ¿qué carajos de malo te he hecho? ¿qué jodedera le he hecho a cualquiera para que te desquites conmigo? les ayudo a los tatas en la milpa no soy ningún malora como el Gelipe ese que anda vendiendo mota yo me porto bien voy a misa los domingos pues que chingaos quieres que haga para que me concedas algo tan sencillo como era llegar al de efe y subirme al metro y tener el gusto de conocer con mis propios ojos que se han de comer los gusanos todas esas cosas que cuenta el primo Urbano todas esas maravillas que quería mirar y luego venir a contárselas también a mis tatas y hasta a la Lupe chance y se fijaba más en mí no señor Dios deveras que te pasaste de veras que esta vez fue una chingadera que yo no merecía…”

Fue como si el joven Esteban, con aquel desahogo dirigido a Dios, deslavara esa mezcla de rabia, de desilusión, de tristeza y frustración. De algún modo se sintió aliviado.

Salió de la pequeña iglesia del pueblo y anduvo lo que le faltaba para llegar a su jacal. Lo recibieron con gran gusto sus papás aunque con sorpresa, pues esperaban el regreso de Esteban hasta la medianoche.

A las esperadas preguntas de sus padres, Esteban contó el incidente del deslave del cerro y la imposibilidad de llegar a la ciudad de México. No ocultó la desilusión que ello le había causado, por tantas y tantas cosas que ya tenía como una realidad el conocer. Sin embargo, no les dijo que había entrado a la iglesia del pueblo y decirle a Dios todo lo que le había dicho, pese a que estaba respaldado por la frase del señor cura.

El padre de Esteban lo consoló y le aconsejó que no le diera mucha importancia a lo ocurrido, pues ya se presentaría otra oportunidad de ir a la gran ciudad, que de eso podía estar seguro, segurísimo. Todo era cuestión de esperar un tiempito más.

El tiempito tardó dos años. Esteban había cumplido los 18 años de edad, la Lupe ya era su novia, el primo Urbano se había ido del pueblo a probar suerte en los Estados Unidos… y se dio una situación que implicaba para Esteban un viaje de ir y venir un día a la Ciudad de México.

Tenía que ir al mercado de La Merced. Esta vez fue bien aconsejado por el Nicanor, el viejo albañil que había trabajado algún tiempo en la Ciudad de México y que se sabía de todas, todas, en materia de transportación a través del Metro.

El autobús en que viajaría Esteban habría de llegar al D.F. a una desvencijada estación propia por el rumbo de Tacubaya. Así que, díjole el tal Nicanor al joven Esteban, “la tenía regalada”. No había más que meterse al Metro en la estación llamada precisamente “Tacubaya”, fijarse donde dijera “Línea 1, Dirección Pantitlán”, y ya luego nomás irse fijando en las estaciones hasta llegar directo a la que tiene por nombre, justamente, “Merced”, el nombre del gran mercado.

Ese día, el del viaje de Esteban a la capital, todo transcurrió con normalidad en el camino. “Diosito hasta ahora se está portando bien”, pensó el joven Esteban.

Casi puntualmente, el autobús llegó a su destino. Esteban preguntó a alguien por el metro Tacubaya. En realidad, tal como le había advertido don Nicanor, no había problema alguno, la estación estaba a unos pasos. El muchacho ingresó a ella y se preparó a ver por sí mismo todas las maravillas que habría de disfrutar en el viaje a La Merced.

Su primera impresión fue de asombro al ver en el andén a tantísima gente esperando que el convoy del metro pasara y emprendiera su ruta. A duras penas pudo entrar al vagón, donde los más afortunados lograron encontrar asiento. No fue el caso de Esteban que quedó parado y apretujado entre un grupo de gente; para más cosas, junto a un hombre sudoroso que no olía precisamente bien.

Entre la estación de salida y la siguiente no sucedió absolutamente nada de lo imaginado por Esteban. Por lo demás, apenas podía mirar lo que podría ocurrir en el vagón, dada su difícil situación.

Entre la segunda estación y la siguiente, Esteban apenas pudo escuchar, sin poder ver, que un tipo entró al vagón a vender discos. Nada extraordinario para las expectativas del muchacho.
La escena se repitió en el siguiente tramo. Así como había salido el primer vendedor de discos, entró otro con la misma cantaleta. A pesar del abarrotado vagón, el nuevo vendedor se situó justo a un lado de Esteban, con su reproductor de discos puesto a todo volumen. El joven pueblerino aguantó la grabación de un narco-corrido a la intensidad de 100 decibeles. Se molestó, empezó a desesperarse.
Nada sucedió en el siguiente tramo y llegaron a la estación Insurgentes. Una buena cantidad de gente abandonó el vagón. Otros entraron, pero junto a Esteban quedó desocupado un asiento, así que, al menos, el muchacho pudo sentarse.

Justo antes de arrancar el convoy entró al carro un desarrapado sujeto con el dorso desnudo. Llevaba en las manos un saco con algo adentro. En un pequeño espacio vacío del pasillo abrió el saco y hechó al suelo su contenido: una porción de pedazos de vidrio. Acto seguido se inclinó y tendió su pecho sobre los pedazos. Fue sólo cuestión de segundos. Se levantó y comenzó a pedir a los viajeros “una moneda”. Esteban quedó estupefacto; pero no porque considerara una proeza lo que había visto, sino porque no fue lo que había imaginado que habría de ver.

Su mente se retrasó algunos años, hasta cuando era un niño y un modesto circo llegó al pueblo y sus papás lo llevaron a una función. Un acto que lo maravilló fue el de un hombre que presentaron como “faquir”, con un extraño gorro, o algo así, que cubría su cabeza. Ese hombre tan interesante se acostó en una tabla en que sobresalían las puntas de muchos clavos. Causó tal asombro en Esteban que no lo podía creer. Esto que acababa de ver, del tipo desarrapado que había puesto el pecho sobre unos trozos de vidrio, era una vacilada en comparación a aquel acto que él presenció de niño, en ese circo que llegó a su pueblo años atrás. Una oleada de decepción comenzó a invadir la cabeza de Esteban.

Llegaron a la estación Balderas sin que en el tramo sucediera algo que despertara el interés cada vez más alicaído de Esteban. Otra vez salió bastante gente del vagón, aunque fueron más los que entraron, a empujones y apachurrones. Lo único bueno es que Esteban iba bien sentadito.

Y siguió la estación Salto del Agua, y siguió Isabel la Católica y nada extraordinario ocurrió, salvo que en cada tramo entró al vagón algún vendedor, cada quien con alguna cosa sin importancia. Tampoco se estimuló el espíritu adquisitivo de Esteban.

Arribaron a la estación Pino Suárez, ya le habían contado que era una de las más importantes del sistema. Y si en otras estaciones Esteban se había asombrado por el salir y entrar de tanta gente, esta vez su asombró llegó a un estado de casi incredulidad. Literalmente no podía creer lo que estaba viendo. Un verdadero desmadre de muchedumbre en que unos pugnaban por salir y otros en entrar. Una pelotera humana en que se confundían por igual mujeres y hombres, niños y ancianos, una mujer embarazada, un viejo cargando a una niñita. Desde su asiento, Esteban era testigo del inimaginado suceso. Rezó un Padre Nuestro y un Ave María por tener la fortuna de venir sentado.

Esteban consultó la banda gráfica donde estaban impresos los logotipos y nombres de las estaciones de la ruta. Hasta entonces se percató que la siguiente estación era precisamente su meta, la estación Merced. Y con toda la gente que había ingresado en Pino Suárez, el vagón se había abarrotado de tal manera, que más parecía una compacta masa humana de cuerpos adheridos al que parecía imposible integrarse. En Esteban surgió una sombra de pánico. Y ahora –pensó- como diablos voy a salir, si no podré introducirme entre este gentío y alcanzar la puerta para salir. Se levantó de su asiento, con dificultad logró penetrar ese mundo de gente y, con gran esfuerzo, avanzó un poco hacia las puertas automáticas. Para su suerte y alivio, un buen número de viajeros habrían de salir también al llegar a la estación Merced. Casi en vilo pasó del vagón al andén. Estrujado y todo, Esteban suspiró aliviado.

En la gran nave del mercado, objeto también del asombro del joven pueblerino, Esteban compró lo que tenía que comprar y regresó a la estación para emprender el camino de regreso.

El viaje de vuelta a la estación Tacubaya no difirió mucho del anterior. En dos o tres estaciones simplemente entraron los sempiternos vendedores de discos. Al menos esta vez no padeció la experiencia de tener, a unos centímetros de un oído, un reproductor de música a 100 decibeles de volumen.

A pesar de todo lo ocurrido anteriormente, Esteban aún conservaba la ilusión de que antes de llegar a Tacubaya, algún payaso, algún pirata, algunos músicos al menos, ingresaran al vagón y realizaran un acto como los que había imaginado, como los que estaba cierto que ocurrían. Pero nada de ello ocurrió. Tan sólo uno, que no había imaginado, sucedió.

En la estación Juanacatlán entró al vagón un hombre de voluminoso cuerpo, presuntamente invidente. Portaba un maltrecho acordeón y, claro, ingresó al carro para desgranar del instrumento una que otra melodía. No iba solo, lo acompañaba una niñita, de tal vez ocho escasos años, que tenía la misión de recopilar las voluntarias aportaciones monetarias de los viajeros.

El hombre gordo tocó desafinadamente en su acordeón alguna canción que Esteban no reconoció. Concluyó su interpretación y músico y niñita iniciaron su marcha por el pasillo en espera de “una moneda” de los escuchas. Llegaron junto al lugar que ocupaba Esteban y la niña extendió su mano hacia el muchacho a la par que una breve e inexpresiva mirada. Esteban no pudo evitar impactarse ante esa mirada, la más desoladora que jamás había visto. Por muchos años habría de recordarla, y cada vez que ella vino a su memoria lo inundó una desazón inexplicable. Acaso, de ese viaje a la Ciudad de México y su experiencia de conocer el Metro, fue lo más significativo que se le quedó dentro, muy dentro de él.

Esteban regresó a su pueblo. Ante los requerimientos de sus padres, no quiso comentar nada de su viaje, dijo que no había nada que comentar. “Déjalo, vieja, chance y antes de llegar con nosotros pasó a ver a la Lupe y se enojaron. Déjalo, ya se le pasará la muina”, dijo el papá del muchacho a su esposa.

Los días siguientes transcurrieron sin mayor novedad. Esteban siguió en sus faenas cotidianas y ayudando a su padre en la siembra de la parcela. Días en que andaba mitad enfurruñado, mitad apesadumbrado.

Y en las semanas posteriores el cura del pueblo no lo encontró entre los fieles que acudían a la misa dominical.

Qué duda cabe. Esteban volvió a enojarse con Dios.

 

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Respuestas a esta discusión

Hablaba con Javier, que nos ha ido trayendo poco a poco una selección literaria increíble, y me alegro q estés bien Pastor, saludos a Jennifer

Un día debiera escribir "Historias del Metro", es algo así como un mundo especial, que yo desde luego he vivido. "Uno entre dos" es un ejercicio narrativo que he practicado tres veces con mi amigo Julián. Ya habrá oportunidad de poner algo. Como siempre, gracias por tu comentario. Como siempre: un abrazo. 
 
Pastor Aguiar dijo:

Muy buen relato, amigo. Es muy natural, pues lo mejor es contar lo que uno ha vivenciado de cierta manera. UN abrazo.

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