Los posts de T.H.Merino - Creatividad Internacional
2024-03-29T11:47:32Z
T.H.Merino
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La herencia (II-Final)
tag:www.creatividadinternacional.com,2013-02-16:3073384:BlogPost:294914
2013-02-16T07:30:00.000Z
T.H.Merino
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<p> Parte (I): <a href="http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/la-herencia-i?xg_source=activity">http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/la-herencia-i?xg_source=activity</a></p>
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<p> ─Bien lo planeó el viejo zorro ─rompió el silencio el niñato que ni por un momento podía estar callado, aunque, sin duda, divertido y, en algunos momentos, hasta parecía simpatizar con la decisión del…</p>
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<p> Parte (I): <a href="http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/la-herencia-i?xg_source=activity">http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/la-herencia-i?xg_source=activity</a></p>
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<p> ─Bien lo planeó el viejo zorro ─rompió el silencio el niñato que ni por un momento podía estar callado, aunque, sin duda, divertido y, en algunos momentos, hasta parecía simpatizar con la decisión del anciano.</p>
<p> Ninguno respondió. Se limitaron a dirigirle una mirada de menosprecio.</p>
<p> ─¿Qué edad le echáis a la chica? ─preguntó Arturo, el tipo de cabello ensortijado que, situado en la línea de luz del ventanu co, se le apreciaba una cicatriz por debajo de la sien izquierda.</p>
<p> ─Calculo que no debe alcanzar los veinticinco ─afirmó sin dudarlo Álvaro, que aún no se había despojado de la gabardina.</p>
<p> —¿Cómo puedes estar tan seguro? ─preguntó Marta─. Tenía la cara casi cubierta.</p>
<p> —En algún momento, en el camposanto, estuve a su lado. El llanto era el de una persona joven, tal vez muy joven, de voz fina y modales delicados.</p>
<p> ─¡Oye, oye! Qué sensibilidad la de Alvarito. ¡Ah, pícaro profesor! Así que puedes determinar la edad y cualidades de una muchacha por los sollozos. Quizá sólo de las jóvenes, no de las mayores. ¿Es así? ─se mofó el pelirrojo.</p>
<p> ─¿Cómo podría mantener relaciones con un hombre tan mayor? ¿Qué encontraría en él? ─dijo Marta, moviendo dubitativamente la cabeza.</p>
<p> ─Está claro, Marta. El dinero vence cualquier escrúpulo ─manifestó resuelto Álvaro, frotando el índice y el pulgar.</p>
<p> ─¡Eh, eh, eh! Nadie sabe qué tipo de relación mantenían ─dijo Arturo, tratando de aportar unos gramos de sensatez.</p>
<p> ─¡Ingenuo! ─le espetó Marta, con un mohín de arrogancia.</p>
<p> Álvaro comenzó a dar muestras de impaciencia. Daba vueltas y más vueltas, esquivando el viejo y escaso mobiliario en el reducido espacio de la estancia. Su cabeza oscilaba entre la afirmación y la negación. Era evidente que estaba sembrado por un sinfín de incógnitas que no conseguía despejar satisfactoriamente. Los demás, de cuando en cuando, seguían con la mirada sus movimientos incómodos, sus gestos, pero enseguida se desentendían, tal vez creyendo que lo mejor era dejar que pensara, que alguien pensara. Un acto útil, invisible y necesario para salir triunfantes del atolladero.</p>
<p> ─¿Cuántos años permanecerían juntos? ─dijo como para sí Arturo, el hombre de cabello ensortijado, dejando la pregunta en el aire.</p>
<p> Hubo un tiempo de silencio. Cabía que algunos de los deudos especularan sin fundamento; otros, quizá desconocían la situación de los últimos años y simplemente coreaban el silencio dejándose llevar. Así, al menos, evitaban dejar palmaria evidencia de su desinterés por el difunto anciano.</p>
<p> ─Pues… Cinco años que lo tuvimos en la residencia de lujo… Tres en la de las monjitas… Ahí algo empezó a ir mal. No paraba de quejarse cada vez que hablaba con él por teléfono. Un día me dijo que se volvía a casa, que había encontrado a una mujer que cuidaría de él, que no nos preocupáramos. Claro, ¡una mujer! ¡Una jovencita!, que no es lo mismo. El viejo verde… De esto debe hacer ocho años ─concluyó Marta fuera de sí.</p>
<p> ─¡Caramba, ocho años cuidando a papá!, —exclamó Álvaro—. Bueno, esa chica algo se merece.</p>
<p> ─¡Eh, eh!, que tú estás casado, hermanito. Ya veo por donde vas, pero si a alguien le corresponde tratar a la moza, ése alguien soy yo ─cortó en seco el pelirrojo aparentemente enojado.</p>
<p> ─¿Quieres callarte, imbécil? ─gritó descompuesta Marta─. Por favor, Álvaro, continúa —dijo suavizando el tono.</p>
<p> ─Seamos serios y positivos. Analicemos el asunto y aportemos ideas ─sentenció Arturo dando muestras de enfado a la vez que dirigía una severa mirada al pelirrojo─. Marta, en todo ese tiempo, ¿cuántas veces viniste de visita? ─prosiguió.</p>
<p> ─Pues… No sé. Llamaba por teléfono una o dos veces al mes ─respondió entre dubitativa y avergonzada.</p>
<p> ─Y, ¿tú? ─continuó el interrogatorio dirigiéndose al viejo profesor.</p>
<p> ─Mi agenda es complicada ─soltó evasivamente.</p>
<p> ─Mi caso, queridos hermanos, es parecido ─dijo el hombre de cabello ensortijado.</p>
<p> ─Y, ¿tú? ─dijo Marta dirigiéndose al pelirrojo.</p>
<p> ─Yo, hermanita, parece que no cuento demasiado, así que me reservo la información ─dijo con expresión divertida.</p>
<p> Siguió un tiempo de recogimiento y silencio. Las miradas se esparcían por paredes y techo capturando detalles del visible deterioro. Y esa era precisamente la herencia que, a partes iguales, debían repartirse.</p>
<p> El hombre de la cicatriz en la mejilla y cabello ensortijado propuso un acercamiento a la muchacha. Quizá conociendo a la muchacha consiguieran entender este asunto; además, podrían interesarse por cómo vivió el anciano los últimos años de su existencia.</p>
<p> Un murmullo casi generalizado cortó de raíz la propuesta. «Nada de sentimentalismos ─protestó Marta─, estamos aquí para otra cosa, no para consolar a esa zorrita».</p>
<p> ─Aunque por distintas razones, yo también muestro mi desacuerdo ─dijo Álvaro en tono solemne─. No dedicaré un minuto más a este asunto ─afirmó con rotundidad─. Me esperan otros más urgentes. Por nuestra parte, quedó olvidado y abandonado a su suerte. Sí, quiero decir que he decidido no hacer nada que tuerza la última voluntad de nuestro padre. Esa es mi decisión. Él estableció las compensaciones que consideró justas. ¿Qué tenemos que decir? Mi parte de la herencia os la cedo gustosamente. A cambio procuraré olvidarme de todo esto y liberarme de la mala conciencia que me genera esta confabulación póstuma. Adiós.</p>
<p> Y salió del cuarto sin volver la vista atrás, con absoluta templanza. Enseguida se oyó la puerta cerrarse con suavidad.</p>
<p> ─Y ahora, ¿qué? ─dijo dubitativo Arturo, el hombre de cabello ensortijado.</p>
<p> ─Que tocamos a un cuarto más ─dijo entre risas el pelirrojo.</p>
<p> El curso que tomaban los acontecimientos no era del agrado de Marta, cuyo rostro no lograba disimular su estado de creciente crispación. De otro lado, no pensaba rendirse a las circunstancias por muy adversas que parecieran. No iba a consentir que esa sucia muchacha se riera en su cara, que se apropiara de sus legítimos bienes.</p>
<p> Arturo, el hombre de cabello ensortijado, se levantó con calma. Dubitativo, dio unos pasos por la estancia y, en un momento dado, se detuvo en seco. Durante unos instantes permaneció absorto. Parecía sopesar algún postrer matiz antes de pronunciarse. Después, tomando perspectiva, desplazó la mirada de un hermano a otro y, por fin, dijo: «Bueno, creo que poco queda por hacer. Me marcho. La parte que me corresponda os la podéis repartir.»</p>
<p> ─¡Bien, hermanita! Por ahora vamos a medias, dijo jocosamente el pelirrojo apenas salió Arturo.</p>
<p> Quedaron en silencio. El muchacho parecía abstraído e inmerso, a juzgar por su expresión, en algo divertido. Ella elevó la mirada y la clavó en él; después, con signos de evidente ansiedad, preguntó: «Y tú, ¿qué?»</p>
<p> ─También me voy, aunque no te cedo mi parte. Sé dónde encontrar a la chica. Es una jovencita dulce y sensible. Se me hace tarde. Ella estará esperándome.</p>
<p> ─¿La conoces? ─dijo Marta con cara de estupefacción, entornando los ojos, como si quisiera atravesar los pensamientos del pelirrojo, tratando de discernir si hablaba en serio o en broma.</p>
<p> ─Sí, hermanita. Yo visitaba al <i>viejo</i> todas las semanas ─manifestó enfatizando la palabra <i>viejo</i>.</p>
<p> Se levantó canturreando y se dirigió a la entrada. Antes de salir se volvió hacia ella, y dijo: «El último que cierre la puerta. Chao».</p>
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<p>©Del libro de relatos <i>Algo que contar</i>. 2011 T.H.Merino</p>
La herencia (I)
tag:www.creatividadinternacional.com,2013-02-14:3073384:BlogPost:294446
2013-02-14T07:00:00.000Z
T.H.Merino
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<p>En desordenada fila y con semblantes de desaliento traspasaron la puerta. El olor a moho llegaba desde cada rincón de la ruinosa casucha.</p>
<p>Accedieron a una pequeña habitación situada a la derecha de la entrada. Una estancia grisácea que por su aparente funcionalidad debía destinarse a cuarto de estar.</p>
<p>Una mesa camilla rodeada por cuatro sillas de enea conformaban el viejo y desvencijado mobiliario. Una bombilla de filamento pendía desnuda del bajo y presionante techo.…</p>
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<p>En desordenada fila y con semblantes de desaliento traspasaron la puerta. El olor a moho llegaba desde cada rincón de la ruinosa casucha.</p>
<p>Accedieron a una pequeña habitación situada a la derecha de la entrada. Una estancia grisácea que por su aparente funcionalidad debía destinarse a cuarto de estar.</p>
<p>Una mesa camilla rodeada por cuatro sillas de enea conformaban el viejo y desvencijado mobiliario. Una bombilla de filamento pendía desnuda del bajo y presionante techo. Caía la tarde y la débil iluminación eléctrica, matizada por la escasa luz natural que penetraba por el ventanuco, generaba un ambiente lúgubre con sabor a derrota. La humedad del aposento calaba los huesos. </p>
<p>El funeral se había celebrado tres días antes, pero habían vuelto, citados por el notario, para asistir a la lectura del testamento.</p>
<p>Los hermanos, tres varones y una hembra, trataban de encajar el golpe recibido, de sobreponerse a la sorpresa que les había causado la última voluntad del finado.</p>
<p>—¿Por qué no citaría también a la muchacha? —dijo la mujer en tono reflexivo y los ojos entornados, como si tratara de entrever en la lejanía la clave que revelara el misterio.</p>
<p>—Quiso protegerla hasta después de muerto. Pensaría que su presencia desataría nuestro odio y quién sabe si también la agresividad. Era listo el viejo —sentenció uno de los varones en tono doctoral no exento de arrogancia, mientras jugaba a recolocarse el nudo de la corbata.</p>
<p>—Brillante deducción, don Álvaro —dijo irónicamente el joven pelirrojo de aspecto adolescente—. Tu sabiduría, viejo profesor, evidencia aún más la ignorancia de éste, tu hermano menor —continuó desternillándose de risa—. ¿Lo entendiste, Marta? —apostilló.</p>
<p>Marta le dirigió un ademán despectivo y bajo la cabeza. Su cabello rubio cayó sedoso y dócil cubriendo su frente. Sus ojos azulinos, discretamente pintados, siempre al acecho del mínimo detalle, transmitían sensación de inquietud. El ceñido abrigo negro, de excelente corte y calidad, la dotaba de una silueta elegante y envidiable.</p>
<p>—Álvaro, ¿cuál es tu tesis? —dijo entre risas el insolente pelirrojo.</p>
<p>Álvaro, envuelto en una gabardina, tipo Bogart, de color beige, con las manos embutidas en los bolsillos y el cuello subido, sin pronunciar palabra, paseaba con nerviosismo sin concederse tregua por aquel angosto espacio. Su discreto tupé y el cabello negro engominado le daban un aire mezcla de ejecutivo y playboy.</p>
<p>—Tendríamos que haber estado más atentos —afirmó Marta, con indisimulada carga de maldad en los ojos.</p>
<p>—¿Estaría la muchachita en el entierro? —preguntó el tipo de cabello ensortijado recreándose en la entonación de la palabra muchachita.</p>
<p>—Tal vez fuera aquella jovencita que no paraba de llorar, como si de verdad lo sintiera. Iba vestida de negro, tapada como una musulmana —comentó Álvaro en tono bajo y expresión reflexiva.</p>
<p>—Ocasión perdida. De haberlo sabido, hubiera colaborado a que superara el trance —intervino divertido el pelirrojo.</p>
<p>—Déjate de groserías. Chico, a ver si espabilas que no vales para otra cosa, y aun así te querría yo ver en acción ─replicó contundentemente la joven.</p>
<p>—Realmente, Martita, ahora que reparo en ti —hizo una pausa teatral simulando que recorría el cuerpo de ella con la mirada—, no estás nada mal, pero no quedaría bien… —comenzó la frase en tono jocoso, pero la dejó a medias ante la mirada inquisitiva de ella─. En cualquier caso, hermanita —continuó, cambiando el discurso, sin duda intimidado o, tal vez, sopesando el exceso verbal—, el viejo no era nada tonto. Y con suerte. A su edad disfrutando de un pimpollo —remachó el niñato, reflejando en su semblante un asomo de malicia.</p>
<p>Marta, con los brazos cruzados por debajo de sus breves senos, le dirigió una mirada aviesa. Resultaba increíble que unas facciones tan dulces pudieran, en un instante, transformarse en semejante carga agresiva.</p>
<p>Álvaro medió para desviar el curso por el que discurría el cruce de palabras desagradables que amenazaba con desbordarse.</p>
<p>—Lo cierto es que esa pueblerina, sea como fuere, nos ha dejado desplumados —dijo Álvaro, que continuaba sus incesantes paseos sin sacar las manos de los bolsillos de la gabardina—. Ahora corresponde plantearse una estrategia y pasar a la acción. Debemos encontrar algún cabo suelto que nos lleve a recuperar lo que por naturaleza nos corresponde.</p>
<p>—Y, ¿qué opina <i>el caballero de la tabla redonda</i>? ¡Vamos!, Arturito, queremos escuchar tu valiosísima opinión —dijo entre risas el pelirrojo.</p>
<p>Arturo, el tipo de cabello ensortijado, bajó la cabeza desoyendo la impertinencia.</p>
<p>─Un poco de seriedad, niñato. ¿Por qué todo te lo tomas a risa? ─dijo Marta con voz de enfado.</p>
<p>─No me negarás, Martita, que todo esto tiene un punto cómico; trata de encontrarlo y verás que resulta divertido ─respondió sin dejar de reír.</p>
<p>Durante un tiempo, los cuatro permanecieron en silencio, concentrados, buscando o simulando buscar el plan de acción sugerido por Álvaro.</p>
<p> Resultaba difícil. Todo había quedado atado y bien atado. El notario, apenas dos horas antes, había leído la última voluntad del difunto. Los bienes que testaba no se correspondían con la fortuna que ellos calculaban. Y aun así, el tercio de libre disposición quedaba reservado para la sufrida muchachita por sus atenciones durante la última parte de su vida. «La persona que se ocupó mí y me hizo feliz los últimos días de vida», rezaba en el testamento. Sólo la casa, en la que cambiaban impresiones, constaba como el único bien legado, lo que interpretaban como un sarcasmo. Nada de dinero. Ni un solo euro. El saldo de la cuenta bancaria se correspondía, <i>grosso modo</i>, con la parte asignada a la joven.</p>
<p>Desde el día del entierro hasta la lectura del testamento, Arturo había hecho algunas indagaciones básicas. Los movimientos de la cuenta bancaria durante los últimos cinco años generaron la sospecha. La deducción era sencilla: los bienes inmuebles habían sido enajenados varios años atrás y el dinero de la venta había ido saliendo del banco en cantidades periódicas, de modo que resultaba poco menos que imposible seguir su rastro.</p>
<p>Los hermanos ─salvo el pelirrojo, para quien todo parecía broma─, daban vueltas al asunto tratando de encontrar una explicación. Lo consideraban un atropello a su natural derecho hereditario. Señalaban a la joven como principal culpable. Pensaban que habría camelado al viejo y quién sabe a qué sucios deseos habría accedido para torcer de ese modo su voluntad. En segundo término, culpaban al anciano por haber vulnerado sus derechos. </p>
<p>No obstante, subyacía en ellos ese deseo morboso de conocer a la chica. Se preguntaban cómo dar con ella, abordarla, saber qué tipo de relación había mantenido con su padre, qué había hecho con el dinero de los bienes enajenados. Tal vez tuvieran que tomar medidas de presión, asustarla para que cantase.</p>
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<p>©Del libro de relatos <i>Algo que contar</i>. 2011 T.H.Merino</p>
El mendigo en su palacio (II-Final)
tag:www.creatividadinternacional.com,2013-02-06:3073384:BlogPost:293322
2013-02-06T18:09:07.000Z
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<p> En algún momento, dije que tenía hambre, que iría a comprar algo. No movió un solo músculo, lo que, de algún modo, interpreté como una manifestación de…</p>
<p> Parte (I): <a href="http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/el-mendigo-en-su-palacio-i?xg_source=activity">http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/el-mendigo-en-su-palacio-i?xg_source=activity</a></p>
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<p> En algún momento, dije que tenía hambre, que iría a comprar algo. No movió un solo músculo, lo que, de algún modo, interpreté como una manifestación de conformidad.</p>
<p> En una cafetería próxima, compré unos bocadillos. Para beber pedí una botella de agua sin gas, para mí; para él, un envase de cartón de vino tinto. Surgió un problema; el camarero me miró extrañado; después, en su respuesta, me pareció apreciar un atisbo de ironía. «No señor, de esa calidad no tenemos», dijo recreándose en la palabra <i>calidad</i>.</p>
<p> Dudé si adquirir una botella, porque rápidamente pensé en la necesidad de un sacacorchos. Además, dejándome llevar por el tópico, la idea del mendigo echándose el líquido rojizo del tetrabrik al coleto, me hizo desistir. Sinceramente, creí que no sería adecuado a su condición beber de una botella. Excesiva complicación. Salí del establecimiento dubitativo, pensando si en alguna parte del aeropuerto sería posible encontrar vino envasado en cartón.</p>
<p> No sé de donde salió, pero un hombre de aspecto achinado y edad indefinible, se me acercó ofreciéndome la mercancía que buscaba. Solo tenía que esperar, según sus propias palabras, tres minutos. Como nada tenía que perder, esperé. Traté de deducir el porqué ese hombre, que, hasta ese preciso momento, me había resultado invisible, aparecía allí de improviso, en el momento oportuno y en el lugar propicio para ofrecerme el producto que deseaba. Por saciar mi sed de encontrar respuesta a cualquier pregunta, me dije que aquel individuo debía ser el proveedor de los menesterosos y que, por tanto, sus productos se orientarían hacia ese segmento de la clientela.</p>
<p> Presentí que Miguelón, sin levantar la vista del suelo, había intuido mi presencia entre decenas de personas que caminaban deprisa camino de las salas de embarque. Cuando me encontraba a cinco o seis metros de distancia, ya había extendido el brazo demandando lo suyo. Me aproximé y le alargué uno de los bocadillos. Lo tomó presto y se lo echó al regazo; después, volvió a tender la mano, reclamando, supuse, el envase de vino. Con un movimiento de cabeza me transmitía su agrado. Deduje que debía tener muy desarrollado el sentido del olfato. Lo contrario me ocurría a mí, pues mi olfato se había vuelto insensible al olor que desprendía Miguelón. Sin duda, el hedor persistía. La gente, indefectiblemente, al alcanzar nuestra posición, rodeaba la cara y contenía, con gestos bien apreciables, la respiración.</p>
<p> Con habilidad y presteza abrió el envase de vino y, acto seguido, echó un larguísimo trago. La ansiedad hizo que el vino se desbordase en su boca y cayese a raudales por la pechera añadiendo una nueva capa al caparazón que le aislaba del exterior. Después dio cuenta del bocadillo en tiempo récord. Volvió a echarse otro generoso trago al gaznate y, finalmente, con expresión satisfecha, se limpió con la manga del mugriento jersey de tonalidad verde pardusca.</p>
<p> Creí, por primera vez, que Miguelón comenzaba a confiar en mí, que, de algún modo, había relajado sus defensas.</p>
<p> Con gestos ostensibles me indicó que me sentase a su lado; después, con ademanes más suaves, que agachara la cabeza. «Algo más alta», me corrigió gesticulando con la mano. Lo hizo varias veces, siempre con gestos manuales: hacia arriba, hacia abajo, más alto, algo más bajo, no tanto; así, hasta que, por fin, se dio por satisfecho. En este nuevo rol quise adecuarme a la circunstancias, no desentonar en la medida de lo posible. Observé de reojo su postura y traté de imitarla. Después me alboroté el pelo para dar el tono, aunque para ser sincero, lo hice también para mantener en lo posible mi anonimato. Pareció comprender el esfuerzo y sonrió levemente complacido. Pensé que merecía su aprobación como candidato.</p>
<p> Allí permanecimos en silencio. Por mi parte, me dediqué a observar el modo de caminar de la gente y comencé a registrar en mi cerebro un sinfín de modos de moverse: grandes zancadas, pasos cortos y rápidos, pasos cortos y lentos, pasos firmes, pasos atenuados, pasos delicados… Sinceramente, creo que, de algún modo, me había contagiado su silencioso entusiasmo.</p>
<p> De tarde en tarde, se percibían los brillos fugaces de alguna moneda de exiguo valor brincando en el suelo.</p>
<p> En algún momento, pareció alertarse. Presentí su tensión, su asechanza, como un perro de caza que ha descubierto a su presa y permanece concentrado e inmóvil para saltar sobre ella al menor indicio de huida. Giró levemente la cabeza hacia mí y muy quedo y como ensimismado, dijo: «Cora». Discurrió un minuto, dos… y nadie entraba en escena con el aspecto desastrado que supuse caracterizaría a la mendiga.</p>
<p> Aunque tentado a levantar la cabeza, por temor a causarle malestar, logré mantenerla baja y así acatar la disciplina. Pronto divisé unos leotardos azulones, gruesos y medio raídos. Un registro distinto a los que hasta ahora había observado. Los zapatos anchos y deformados, que amenazaban con salirse de los pies a cada paso, venían seguidos por un carrito destartalado de ruedas no alineadas.</p>
<p> Miguelón golpeó con mesura dos veces el suelo. Por parte de la mujer, no advertí nada, pero esos dos golpes quizá respondieran a alguna señal de ella.</p>
<p> Con euforia, apenas contenida, me hizo saber que habían concertado cita para la noche. A partir de ahí se mostró inquieto. Poco tiempo, porque una y otra vez, por sus movimientos agitados, presentí que pretendía despacharme lo antes posible.</p>
<p> Finalmente, al no darme por aludido, dijo que debía asearse para la noche. Capté la insinuación y me dispuse a levantarme. Me costó cierto esfuerzo. Tenía las piernas dormidas. Realmente había perdido la noción del tiempo. Desconocía cuánto tiempo había permanecido en aquella posición. Mientras me desentumecía estirando las piernas, me arreglé el pelo con las manos; después, me dispuse a marchar.</p>
<p> Miguelón me dirigió una mirada seca acompañada de un esbozo de inquietante sonrisa, como si dijera: «No te apures, esperaremos tu regreso. Antes o después serás de los nuestros».</p>
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<p>©Del libro de relatos “Algo que contar” 2011 T.H.Merino</p>
El mendigo en su palacio (I)
tag:www.creatividadinternacional.com,2013-01-31:3073384:BlogPost:292382
2013-01-31T15:30:00.000Z
T.H.Merino
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<p><b> </b> Llegué temprano, poco antes de despuntar el día. Estaba allí, sentado en un ángulo apartado de la zona de embarque del aeropuerto, con la mirada lánguida y la espalda arqueada. A su lado izquierdo, un cúmulo desordenado de cartones y bolsas de supermercado rebosantes de desechos. Eran, probablemente, todas sus pertenencias terrenas. Con visión materialista, un montón de enseres inútiles, pero, a fin de cuentas, sus pertenencias,…</p>
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<p><b> </b> Llegué temprano, poco antes de despuntar el día. Estaba allí, sentado en un ángulo apartado de la zona de embarque del aeropuerto, con la mirada lánguida y la espalda arqueada. A su lado izquierdo, un cúmulo desordenado de cartones y bolsas de supermercado rebosantes de desechos. Eran, probablemente, todas sus pertenencias terrenas. Con visión materialista, un montón de enseres inútiles, pero, a fin de cuentas, sus pertenencias, que, a juzgar por el recelo que ponía en su custodia, y eso era comprensible, parecía concederlas la máxima importancia.</p>
<p> Sin mediar palabra, me senté a su lado. Apenas a un par de metros. Supe que me vigilaba, que se encontraba incómodo. Sus ojos acechaban sin tregua mis imperceptibles movimientos. Cada poco tiempo, desplazaba mi cuerpo unos centímetros hacia su ubicación. No dejaba de hablarle en tono amistoso, pero el permanecía mudo y en estado de alerta. </p>
<p> Bien avanzada la mañana, lograba arrancar sus primeras palabras. Parecía que su desconfianza inicial se relajaba.</p>
<p> «Me llaman Miguelón», dijo con voz áspera y pausada. Y volvió a su imperturbable mutismo.</p>
<p> Me fijé en sus dimensiones humanas. Era, efectivamente, un hombretón, cuya corpulencia se veía ampliada por la cantidad de andrajos sobrepuestos que llevaba encima.</p>
<p> Sus ojos enfocaban el suelo pulido del aeropuerto. De cuando en cuando, sin mover un ápice la cabeza, rastreaba las inmediaciones con la mirada, como si de un barrido visual pretendiera captar el plano general del entorno. Después, volvía a adoptar esa apariencia inmóvil, vegetativa.</p>
<p> Algunos viajeros, al pasar, lanzaban como dardos sus miradas mezcla de compasión y repulsa; otros, monedas de escaso valor. Al rebotar en el suelo producían ese característico tintineo metálico decreciente que permanecía machaconamente en el ambiente hasta que alcanzaban la posición de reposo.</p>
<p> Yo hablaba y hablaba. A veces cosas sin sentido, pero la entonación afable tenía como objetivo ganar su confianza.</p>
<p> «Tengo una colega en llegadas», balbució inopinadamente.</p>
<p> Aprecié en Miguelón un atisbo de sonrisa, y traté de ganarme definitivamente su confianza abordando con tacto el asunto.</p>
<p> Contó, ayudándose de un gesto obsceno, que en una ocasión habían fornicado. Fue en una zona apartada y penumbrosa del aeropuerto. En el suelo, tendida boca arriba, se había levantado los harapos.</p>
<p> Observé su mirada luminosa paladeando cada una de sus escasas palabras, como si estuviese gozando de aquellos momentos.</p>
<p> Tras copular —había continuado—, la mujer le había alargado un sándwich; después, se había alejado con paso cansino sin pronunciar una sola palabra de despedida que hubiera alentado la posibilidad de un nuevo encuentro.</p>
<p> En esta fase de la narración, noté que su mirada languidecía.</p>
<p> La forma de despedirse le había producido desolación. De algún modo, veía alejarse la esperanza de haber encontrado una compañera de juegos, alguien con quien intercambiar calor humano.</p>
<p> En los días sucesivos, la buscó en vano. Pasado algún tiempo, casualmente se tropezó con ella. Sus insinuaciones las había despachado con cajas destempladas. «Cuando quiera algo, yo, Cora, te lo diré». Él se había girado sin prisas, alejándose, arrastrando sus pertrechos, con las ilusiones rotas.</p>
<p> Miguelón tenía los ojos secos. Lo capté de un instante que me miró de frente mientras se incorporaba. Imaginé que había perdido la capacidad de generar lágrimas, que su depósito estaba vacío. Enseguida me había retirado la mirada.</p>
<p> Presté atención a su miserable y mugrienta ropa. El jersey y el pantalón estaban cuajados de lamparones superpuestos, sembrados, sin duda, en repetidas ocasiones. Toda su persona desprendía un tufo desagradable, que se acrecentaba al airearse con cualquier leve movimiento.</p>
<p> Al aproximarse a nuestra posición, la gente reaccionaba al hedor. Giraban la cabeza a uno y otro lado, a semejanza de una veleta que busca la dirección del viento, hasta que el olfato identificaba el foco fétido. Entonces, daban un respingo y aligeraban el paso. Algunos volvían la cabeza para mirarme. Algo escapaba a su entendimiento. Imaginé que trataban de establecer relación entre ambos y que algo no encajaba. Observaba sus expresiones dubitativas. Dibujaban una mueca y aceleraban el paso sin volver la vista atrás. Solo cuando creían hallarse a prudente distancia y, por tanto, a salvo, se volvían para captar algún postrer detalle. Referencias, imaginé, de la ubicación para sortear en lo sucesivo la incómoda visión y el olor nauseabundo.</p>
<p> Próximo al mediodía, Miguelón, se levantó con parsimonia y dijo que era hora de comenzar la jornada. No comprendí a que tipo de actividad se refería y quedé a la expectativa. Comenzó a desplazarse y yo seguí tras sus arrastrados pasos. Junto a una columna, en un lugar de mucho tránsito, se apostó sin la mínima vacilación. Era un amplio pasillo que conducía a las salas de embarque. Con la espalda apoyada en un cristal de la terminal y la mirada inevitablemente dirigida al suelo, dijo que allí solía permanecer tres o cuatro horas diarias. Indiscretamente aludí que sería un sitio lucrativo para la mendicidad. Se mostró ofendido y farfulló un par de expresiones soeces. Permanecí en silencio hasta que se hubo tranquilizado.</p>
<p> Más tarde, por propia iniciativa, comentó que observaba el desplazamiento de los zapatos como entes autónomos, independientes de las piernas y pies que originaban y determinaban el movimiento.</p>
<p> Guardó silencio mientras emergía una tenue sonrisa de su expresión cansada y triste. El único esbozo de sonrisa desdentada que capté de sus labios descarnados.</p>
<p> «Los zapatos son como libros abiertos, lo dicen todo de la persona», argumentó.</p>
<p> Habló de los innumerables diseños, de los tipos de tacones y sus alturas, de los colores, de las deformaciones por el uso, de las marcas. Teorizó sobre los desajustes entre el pie y el número calzado: pies pequeños y zapatos grandes y al revés. Comentó la influencia en los pasos, en la forma de caminar y en los semblantes producidos por los desajustes.</p>
<p> Esa diversidad de registros, dijo, estaban grabados en su cabeza. Era material suficiente para escribir un libro de cientos y cientos de páginas. Y agregó como si enunciara un dogma: «Puede conocerse a las personas simplemente observando sus zapatos». </p>
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<p>©Del libro de relatos “Algo que contar” 2011 T.H.Merino</p>
La alargada sombra de la sospecha (II-Final)
tag:www.creatividadinternacional.com,2013-01-25:3073384:BlogPost:291324
2013-01-25T14:00:00.000Z
T.H.Merino
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<p> Parte (I): <a href="http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/la-alargada-sombra-de-la-sospecha-i?xg_source=activity">http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/la-alargada-sombra-de-la-sospecha-i?xg_source=activity</a></p>
<p> Pasado un mes, ante la falta de acontecimientos, decidimos disolver la comisión. Las reuniones se habían hecho anodinas, ya sin nada que contar, con todas las suposiciones hechas y expuestas, eran francamente aburridas,…</p>
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<p> Parte (I): <a href="http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/la-alargada-sombra-de-la-sospecha-i?xg_source=activity">http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/la-alargada-sombra-de-la-sospecha-i?xg_source=activity</a></p>
<p> Pasado un mes, ante la falta de acontecimientos, decidimos disolver la comisión. Las reuniones se habían hecho anodinas, ya sin nada que contar, con todas las suposiciones hechas y expuestas, eran francamente aburridas, una rutina pesada. Llegar al portal, vernos las caras, tomar posiciones pegados a la pared, preguntar, ¿hay algo nuevo?, y todos moviendo negativamente la cabeza. Ninguna ocurrencia novedosa, sólo alguna variación especulativa sobre lo mismo. En silencio, dudábamos y nos avergonzábamos de nuestras zafias capacidades detectivescas. Todas nuestras teorías quedaban en entredicho. Sin pronunciar palabra, uno de los presentes, por ejemplo, bajaba la cabeza y comenzaba a subir la escalera, después otro y otro, y, de este modo, el portal, lugar que habíamos tomado para estos menesteres, se iba despejando,. Cada día el número de asistentes era menor. Finalmente, cierto día, los allí presentes decidimos acabar con aquellas inútiles reuniones.</p>
<p> Habían transcurrido seis o siete meses, cuando recibimos una comunicación del presidente de la comunidad citándonos a una asamblea sobre un tema de interés general, por lo que rogaba inexcusablemente nuestra asistencia. La sorpresa fue mayúscula: Beltrán denunciaba a la comunidad por infamias y acoso. El juicio, según nos leyó el secretario, se celebraría el veinticinco de Junio; es decir, quince días después de la fecha en que se había recibido la citación.</p>
<p> Sin vacilar, por mi cuenta, decidí contratar a un detective profesional. Le dije que no reparase en gastos, que quería un informe amplio y preciso de ese individuo. Le puse en antecedentes, le facilité los datos y un carné del club social con su foto. El presupuesto que me dio era abultado, pero estaba decidido a realizar ese sacrificio económico para llegar hasta el final. Sí, definitivamente había decidido atar todos los cabos y acabar con ese peligroso individuo. Di una entrega a cuenta y quedamos en que me llamaría pasada una semana.</p>
<p> El séptimo día llamé a su móvil. Me dijo en tono malhumorado que estaba acabando de redactar el informe, que además tenía otros asuntos y que aún tardaría uno o dos días. Como no podía esperar —mi estado de ansiedad no me lo permitía—, dije que no era preciso un informe escrito, que simplemente me lo contara. Concertamos la cita para el día siguiente en una cafetería del centro. Insistió en que debería llevar el resto de la suma de dinero acordada.</p>
<p> Comenzó por decirme que en el registro domiciliario habían encontrado un arma corta de pequeño calibre, que el individuo se había negado a responder a las preguntas, a mostrar la licencia de armas y que, en determinado momento, durante el registro, se había manifestado con cierta agresividad, motivo éste y porque no quiso hablar del paradero de su familia, la razón por la que se lo habían llevado esposado y precintado la vivienda. Crecía en mí la ansiedad por saber lo verdaderamente importante, pero el detective, impasible, seguía su discurso paso a paso, sometido a método.</p>
<p> Hasta el momento, dijo, no había conseguido contactar con el beneficiario de la transferencia, pero sí sabía de buena tinta la razón de la misma. A las cinco de la mañana del día previo a la desaparición, Beltrán había recibido una llamada de su mujer. Le ponía al corriente de su decisión, le imponía una cantidad y le daba el nombre y el número de la cuenta bancaria de un individuo, Smith. Le informó que no volvería y que era mejor que los niños permanecieran en el hogar. Parecía obvio que el perceptor de la transferencia era el amante de la mujer. Parece ser que, además, amenazó al marido con una demanda por malos tratos, que disponía de alguna prueba fraudulenta, que se llevaría a los niños y que iba a conocer su verdadera personalidad, en fin, que convertiría su vida en un infierno. Ante ese cúmulo de sorpresas, superado por las circunstancias, cedió a sus pretensiones. Desde luego no enseguida, pero la nueva situación que le había planteado no le dejaba reposo y, vencido o perdido, acabó por sucumbir.</p>
<p> —Y nosotros colaboramos —dije.</p>
<p> “De algún modo —continuó obviando mi comentario—, Beltrán no soportó la presión, ese cambio brusco e inesperado en su vida, y decidió internar a los niños en un colegio hasta restablecerse anímicamente”.</p>
<p> La verdad es que a medida que desgranaba los hechos, tan lógicos, tan simples, iba palideciendo por nuestro exceso de celo ciudadano, de nuestro exceso de celo de colaboración con la justicia. Tuve la sensación de hallarme desorientado en medio de un oscuro laberinto. La historia empezaba a perder interés. No había cadáveres, no había víctimas, no había agresor, al menos en la forma en que nos lo habíamos planteado.</p>
<p> Dijo que tenía licencia para el arma corta que habían encontrado en la casa. Resultó que practicaba tiro olímpico y que cumplía con todos los requisitos legales.</p>
<p> Y algo debí perderme, porque el detective continuó hablando, aportando datos y aclarando los cabos sueltos.</p>
<p> Seguramente, Juan Luis, se sintió agobiado viendo cómo psicológicamente zarandeaban su persona. Primero su mujer; después, los vecinos y, finalmente, debió estallar cuando se presentó la policía. Verdaderamente para volverse loco. Esto explicaba su modo adusto de conducirse.</p>
<p> Le pregunté por la situación actual del hombre, las razones por las que no había vuelto. Creo que lo hice por preguntar algo. Era sencillo de explicar y, sobre todo, de entender: se encontraba reponiéndose en un centro psiquiátrico. Creo que esto, de no ser por mi pregunta directa, no lo hubiera dicho. De algún modo, intuí, observando su forma de mirarme, que desprendía algún tipo de animadversión hacia mi persona.</p>
<p> Por supuesto que esta información quedó sellada dentro de mí. No tenía por qué hacer partícipe a una comisión que por unanimidad se había disuelto y que, además, no había colaborado en sufragar los gastos de la investigación.</p>
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<p>©Del libro de relatos “Algo que contar” 2011 T.H.Merino</p>
La alargada sombra de la sospecha (I)
tag:www.creatividadinternacional.com,2013-01-18:3073384:BlogPost:289909
2013-01-18T21:30:00.000Z
T.H.Merino
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<p> El día que llegó la policía, precedida del sonido estridente de las sirenas, los vecinos escuchamos agazapados tras las puertas. No pudimos oír nada. Todo discurrió de un modo tranquilo, silencioso. Nada de revuelos como podría pensarse, ni golpes, ni carreras… Porque cuando la policía llamó anunciándose con vehemencia, ¡policía, abra inmediatamente, tenemos orden de registro!, Beltrán no tardó en abrir. Entraron y, a partir de ese momento, solo se oyó un murmullo…</p>
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<p> El día que llegó la policía, precedida del sonido estridente de las sirenas, los vecinos escuchamos agazapados tras las puertas. No pudimos oír nada. Todo discurrió de un modo tranquilo, silencioso. Nada de revuelos como podría pensarse, ni golpes, ni carreras… Porque cuando la policía llamó anunciándose con vehemencia, ¡policía, abra inmediatamente, tenemos orden de registro!, Beltrán no tardó en abrir. Entraron y, a partir de ese momento, solo se oyó un murmullo inaudible. La operación no duró más de diez minutos.</p>
<p> El edificio constaba de seis alturas y siete viviendas por planta. La comunidad había denunciado la desaparición de su mujer y los dos hijos de corta edad. A decir verdad, la mayoría no quiso participar. Ya se sabe, siempre hay gente que va a lo suyo, gente insolidaria que se desentiende de las desgracias ajenas. Quienes sí nos habíamos comprometido, decidimos mantener reuniones periódicas. Intercambiar puntos de vista, discutirlos y tomar decisiones era necesario para que el caso se mantuviera vivo. Por otra parte, justo es decir que las aportaciones no pasaban de simples conjeturas. Es la verdad, porque una y otra vez repetíamos lo mismo, sin avanzar un ápice en nuestras pesquisas.</p>
<p> Los hechos transcurrieron en un periodo de dos meses. Primero desapareció la mujer; después, los hijos. Una mujer simpática, solícita, extrovertida, siempre con la sonrisa dibujada en los labios y cariñosa con los niños. Un encanto de mujer. Él, sin embargo, era reservado, siempre a lo suyo, pero educado, eso sí, hay que decirlo, nunca faltaba al saludo aunque fuese de manera seca. Su carácter reservado, no cabía duda, se había acentuado a raíz de los acontecimientos. Como apresado por negros pensamientos, su semblante siempre reflejaba pesadumbre, ajeno a todo, como si purgara alguna pena. Eso pensábamos. Tal vez una suposición frívola, sí, es verdad, basada solo en sospechas gratuitas, pero lo cierto es que Juan Luis Beltrán siempre eludía nuestros requerimientos. Con preguntas insidiosas intentábamos provocar sus reacciones, estudiarlas, sacar conclusiones. Inútil. Nunca conseguimos que se manifestara con algún atisbo de temor o violencia, ni siquiera contenida. No llegó a responder que nos metiéramos en nuestras cosas, si acaso arrancábamos de él una mirada torva y, sin más, continuaba su camino con la cabeza gacha.</p>
<p> Cierto día, dos osadas vecinas encabezaron una provocación que augurábamos definitiva. Salieron a su paso preguntando abiertamente y en tono acusador e insultante por la ausencia de los suyos, pero él, impertérrito, se había limitado a despacharlas con un, por favor, señoras, y las había apartado de su camino decididamente pero con delicadeza. No se violentó, ni observamos la mínima alteración, simplemente, tras franquearse el paso, bajó la cabeza y continuó adelante.</p>
<p> Anormal se nos antojaba su falta de reacción ante lo que acabó convirtiéndose en nuestra obsesión y verdadero acoso a su persona. Sí, su actitud nos parecía extraña, sospechosa, porque si nada debía de ocultar, si todo estaba de acuerdo con la moral y la justicia, por qué no respondía o denunciaba, por qué se dejaba acosar sin ofrecer alguna justificación, al fin y al cabo no es tan difícil decir, pasan una temporada con su abuela materna, aunque no nos lo hubiésemos tragado sin más, sino que habríamos tirado del hilo.</p>
<p> Antes de la desaparición nunca oímos gritos, insultos, ni apreciamos en su mujer un semblante asustado o unas caras temerosas en los niños. No. Y eso era lo extraño. De puertas afuera, en esa familia, siempre había reinado la armonía. Sin embargo, las supuestas víctimas, quizá coaccionadas por Beltrán, podían haber aprendido bien la lección y lograran representar sus papeles como actores bien entrenados y creíbles. Este tipo de cosas se argumentaban y debatían en la junta hasta la extenuación y la abulia.</p>
<p> Alguien propuso que por nuestra cuenta descerrajásemos la puerta y buscáramos pruebas en la vivienda. Requería un plan, sobre todo encontrar el momento con menor riesgo de ser sorprendidos, por ejemplo, al comienzo de su jornada laboral. La propuesta se recibió con júbilo, pero nadie se ofreció para acometer la empresa. Todos, sn excepción, bajamos la cabeza y retrocedimos acobardados. Sí, el miedo se apreciaba en los semblantes. La gente siempre está dispuesta a hablar, de lo que sabe y de lo que ignora, pero rehúye verse metida en algún lío, aunque sea por una causa justificada, aunque esté convencida de que algo grave ha ocurrido.</p>
<p> Pero, ¿qué nos decidió a presentar la demanda contra Beltrán? Una información que parecía confirmar nuestras sospechas. Un elemento más que, aunque no definitivo, reforzaba nuestras ideas. Se trataba de datos bancarios obtenidos de un modo oscuro; sea como fuere, en el extracto figuraba una transferencia por ciento veinticinco mil euros a nombre de un tal Smith a un banco londinense. Enseguida pensamos que podía tratarse de un sicario contratado por Beltrán para realizar el trabajo sucio.</p>
<p> Fue entonces cuando se aceptó la propuesta de denunciar el hecho a la policía. Tardó unas semanas en venir. Creímos, primero, que la demanda se habría desestimado; después, cuando aparecieron los uniformados, que, hechas las investigaciones previas, habrían encontrado indicios sospechosos.</p>
<p> </p>
<p> Cuando la policía se lo llevó esposado y precintó la puerta de la vivienda, imaginamos que el caso se había resuelto y que en algún momento del día acudiría un coche mortuorio con un buen despliegue policial a recoger los cadáveres.</p>
<p> Pasamos el resto del día y parte de la noche esperando a que algo ocurriera. Pero no acudió nadie, ni un solo agente, ni un empleado de pompas fúnebres. Absolutamente nadie. Tampoco en los días siguientes.</p>
<p> Imaginamos que a Beltrán lo habrían puesto a buen recaudo, que, bajo presión, habría confesado su delito y que los cuerpos los habrían encontrado en otro lugar, porque, día a día lo comprobábamos, la vivienda no desprendía olor a cadáver.</p>
<p> Lo que resultó verdaderamente extraño fue que, al cabo de quince días, el precinto de la policía había desaparecido. Ha vuelto, pensamos, pero el sospechoso no daba señales de vida.</p>
<p> Nos reunimos para comentarlo y se decidió indagar si el culpable era algún vecino insolidario. Hay gente para todo, se oía. Nos distribuimos el trabajo para realizar un discreto sondeo. El resultado, negativo.</p>
<p> Días después, descubrimos el cartel, En venta, pegado en el cristal de una de las ventanas. No salíamos de nuestro asombro. Nadie había oído nada. Nadie había visto nada.</p>
<p>©Del libro de relatos “Algo que contar” 2011 T.H.Merino</p>
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Ídolo caído (II-Final)
tag:www.creatividadinternacional.com,2013-01-12:3073384:BlogPost:288525
2013-01-12T09:34:13.000Z
T.H.Merino
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<p> Parte (I): <a href="http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/dolo-ca-do?xg_source=activity">http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/dolo-ca-do?xg_source=activity</a></p>
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<p> Durante el trayecto, sin advertirlo, la noche había caído. Pronto salió de la autovía para tomar una carretera de acceso restringido que conducía a una lujosa zona residencial. Poco después, giró a la derecha y las luces del coche…</p>
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<p> Parte (I): <a href="http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/dolo-ca-do?xg_source=activity">http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/dolo-ca-do?xg_source=activity</a></p>
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<p> Durante el trayecto, sin advertirlo, la noche había caído. Pronto salió de la autovía para tomar una carretera de acceso restringido que conducía a una lujosa zona residencial. Poco después, giró a la derecha y las luces del coche enfocaron una verja. Llovía con intensidad. Sendas nubecillas parecían desprenderse y elevarse desde los faros. Maquinalmente, alargó el brazo, tomó del salpicadero el mando a distancia y presionó el botón de apertura; después, mantuvo la mirada perdida sin decidirse a entrar. La sombra fantasmal de la mansión se adivinaba enclavada en medio de la oscuridad. Sintió miedo, desamparo. En un momento dado, tras permanecer unos minutos indecisa, presionó de nuevo el mando y la verja comenzó lentamente a cerrarse. Maniobró hasta situar el coche en la vía de circulación. Un <i>jeep</i> de seguridad privada se detuvo a su altura. Con extrema amabilidad, un agente preguntó si todo iba bien. Ella asintió, agradeció su atención y el coche de vigilancia reanudó la marcha.</p>
<p> Alexa, tras unos instantes inmersa en la duda, arrancó y fue alejándose a baja velocidad. Los limpiaparabrisas oscilaban enloquecidos.</p>
<p> “Es que yo valgo”, había dicho exultante a su marido, sin poder contener cierta risilla nerviosa. Fue la tarde que llegó con el flamante nombramiento. Confiaba en sí misma y en que sus valedores la sostendrían eternamente. Su marido la achuchó, vitoreó y lanzó hurras por Alexa. Los niños corrieron y saltaron enfebrecidos sin tener claro qué festejaban, pero sin duda contagiados de la euforia que reinaba en aquel modesto piso del extrarradio. Alexa creyó en la felicidad. Y aquella misma noche de sexo y planes, decidieron buscar una vivienda más adecuada a su recién estrenado estatus.</p>
<p align="center">***</p>
<p> En algún momento se sorprendió circulando por una vía rápida. “Vaya —se dijo—, con esta lluvia se puede aparecer en cualquier sitio sin saber cómo”. Tenía los ojos enrojecidos y arrasados en lágrimas. Decidió dejarse llevar por el destino. Al día siguiente, podía llamar a la oficina y excusarse por indisposición. Seguro que lo entenderían. En el aparato de radio buscó y sintonizó música estridente, y aceleró.</p>
<p> El reloj del salpicadero marcaba las veintiuna treinta. Estimó, aunque ignoraba la hora de entrada a la autopista, que al menos habría recorrido doscientos kilómetros.</p>
<p> En algún momento, se sintió exhausta y hambrienta. “Me detendré, pensó, en cualquier lugar, lo que encuentre antes de que se haga demasiado tarde”.</p>
<p> En el horizonte se vislumbraban brillos de luces tamizados por una densa cortina de lluvia. Levantó el pie del acelerador y se mantuvo atenta a la aparición de la vía de servicio.</p>
<p> Minutos más tarde, un panel informativo señalaba el acceso a cincuenta metros.</p>
<p> Trazó con suavidad la desviación mientras leía un rótulo luminoso: Motel. “Bueno —se dijo—, aquí podré pasar la noche. Antes tomaré algo; después, una buena ducha y a dormir... Y mañana, como nueva”.</p>
<p> Los camiones ocupaban buena parte del descampado destinado a aparcamientos. Buscó un hueco próximo a la entrada del bar-restaurante. Llovía copiosamente. Dudó un momento con la puerta del coche entreabierta y enseguida salió en estampida. Cuando se adentró en el bar estaba completamente empapada. Una espesa nube de humo cubría la estancia. Entre risotadas, un grupo de hombres fornidos, arremolinados en torno a una mesa, gritaban quitándose la palabra, lanzaban espesas volutas de humo o apuraban sus copas.</p>
<p> La aparición de Alexa ahogó las risas y acaparó la atención colectiva. La presencia de una mujer en ese lugar, a esas horas y vestida elegantemente no era para menos. No se sintió intimidada. Aún se encontraba bajo el influjo de la posición de mando. No era fácil cambiar la mentalidad, perder la costumbre de ser obedecida por temor a represalias ciertas.</p>
<p> Pidió algo de comer, “Cualquier cosa —dijo—, y una jarra de cerveza”. No estaba acostumbrada al alcohol, pero necesitaba algo distinto y no se iba a andar con remilgos.</p>
<p> El tipo que atendía no preguntó. Se giró y con parsimonia y sin criterio aparente comenzó a echar alimentos en un plato. Ella le observó brevemente. Tenía aspecto desaliñado, las mejillas sin rasurar y el cabello ralo y revuelto.</p>
<p> —Necesito habitación. Para esta noche —dijo más tarde mientras masticaba y sin mirar al hostelero.</p>
<p> —Esta noche estamos al completo —respondió en voz alta y áspera—. La orilla no está para andar en la carretera —añadió.</p>
<p> El semblante de Alexa se vio surcado por la contrariedad. No alcanzaba a comprender si la respuesta era un reproche hacia ella o una justificación.</p>
<p> Un tipo joven, atlético y bien parecido, que miraba de reojo, abandonó la tertulia y se acercó calmosamente a la barra.</p>
<p> —Le cedo mi habitación —dijo mirando fija e insolentemente a sus ojos mientras su boca dibujaba una sonrisa asimétrica de difícil interpretación—. Yo dormiré en el camión. Por una noche…</p>
<p> Alexa, negando con timidez, exhibió una expresión de gratitud.</p>
<p> —No se hable más —dijo el joven—. La habitación es suya.</p>
<p> El hostelero se encogió de hombros, se giró para coger la llave del cajetín de madera que tenía a su espalda y la depositó en la barra desentendiéndose del asunto.</p>
<p> Ella, en clave de aceptación, bajó la cabeza.</p>
<p> Momentos después, a pesar del cansancio, parecía rejuvenecida y olvidada de sus problemas más recientes. Cuando terminó de comer, invitó a una copa a aquel agradable tipo. Aceptó a condición de que ella se uniera a la cuadrilla. Con reticencia, Alexa, se aproximó al grupo.</p>
<p> Al segundo güisqui se sintió algo mareada, aunque animada y locuaz. Bebieron y hablaron con creciente familiaridad, y ella se erigió en centro de atención de miradas lascivas y comentarios halagadores. Se encontraba a gusto.</p>
<p> A medianoche, se dejaba acompañar por el muchacho. Alexa no paraba de reír mientras avanzaba bamboleante camino de la habitación. La lluvia había cesado.</p>
<p align="center">***</p>
<p> Despertó con un fortísimo dolor de cabeza. No sin esfuerzo logró recordar cómo había llegado y por qué estaba en esa habitación desconocida. Se sintió extraña. Apartó la ropa de cama y se observó desnuda. Se levantó y se dirigió a la ducha. Le haría bien y las ideas se irían asentando. Notaba los glúteos doloridos. Se palpó las ingles. Las sentía magulladas. Poco a poco, sumergida en la nebulosa, comenzaba a hilvanar detalles. Miró a su alrededor. Sí, estaba sola. Bajo la ducha permaneció quince o veinte minutos.</p>
<p> Más tarde, al vestirse notó la desagradable sensación de la ropa húmeda. Rememoró entonces la llegada al motel y el diluvio que le cayó encima en el corto trayecto desde el coche hasta el bar. “Pasaré por casa a cambiarme” —se dijo.</p>
<p> Entró al establecimiento e inmediatamente percibió que aquel sujeto desastrado rehuía su mirada. Pidió un café bien cargado. Lo tomó de dos o tres tragos y se dispuso a pagar. Entonces advirtió que el dinero y las tarjetas de crédito habían desaparecido; el carné, por el contrario, estaba dentro de la billetera. “Vaya —se dijo malhumorada—, al menos fue considerado”. Por intuición, aún presa de la contrariedad, echó un vistazo al aparcamiento. Estaba prácticamente vacío. No divisó el coche. Rebuscó en el bolso y su sospecha se materializó: las llaves se habían esfumado.</p>
<p><i> “</i>Bueno —dijo en voz alta—, al menos pasé una noche divertida<i>”.</i> Poco después, liberó una carcajada.</p>
<p> El hostelero la miró con expresión de sorpresa, se encogió de hombros y continuó secando vasos.</p>
<p> </p>
<p>©Del libro de relatos “<b><i>Algo que contar</i></b>” 2011. T.H.Merino</p>
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Ídolo caído (I)
tag:www.creatividadinternacional.com,2013-01-04:3073384:BlogPost:287266
2013-01-04T18:00:00.000Z
T.H.Merino
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<p> Cuando aquel servil individuo irrumpió en su despacho menospreciando su autoridad, hubiera querido estrangularlo, pero la magnitud del enojo había atenazado sus miembros y paralizado la capacidad de reacción. Sumida en ese grado de perplejidad aniquilante, observó cómo el conserje con semblante de impropia suficiencia e inusual ironía se aproximaba hasta la mesa para arrojar un sobre; después, sin pronunciar palabra giraba ciento ochenta grados, se alejaba…</p>
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<p> Cuando aquel servil individuo irrumpió en su despacho menospreciando su autoridad, hubiera querido estrangularlo, pero la magnitud del enojo había atenazado sus miembros y paralizado la capacidad de reacción. Sumida en ese grado de perplejidad aniquilante, observó cómo el conserje con semblante de impropia suficiencia e inusual ironía se aproximaba hasta la mesa para arrojar un sobre; después, sin pronunciar palabra giraba ciento ochenta grados, se alejaba con aire chulesco y desaparecía sin dignarse cerrar la puerta.</p>
<p> Su mirada se posó con rapidez en el sobre. Con letra manuscrita de trazos firmes y deformes, rezaba: “Confidencial y urgente”, y en la línea siguiente: “Alexa Nieto”.</p>
<p> Rasgó el sobre con nerviosismo y confusa leyó el escueto comunicado: “Queda relevada de su cargo. Recibirá órdenes”. No, no era una broma. El papel llevaba impreso, junto al vértice superior derecho, el membrete de presidencia, y abajo la inequívoca firma del ejecutivo. Descolgó el teléfono y supo que la línea había sido cortada; a continuación, verificó que las comunicaciones informáticas no funcionaban.</p>
<p> </p>
<p> Las horas transcurrieron lentas, interminables, sin recibir noticias. Sólo en dos ocasiones abandonó temporalmente el despacho para ir al baño. Y cada vez, frente al espejo, se recompuso los surcos que su llanto había dejado en el maquillaje. Primero fue un lloro de incomprensión, intermitente y de rabiosa impotencia; después, sosegado y constante, interrumpido apenas por profundos suspiros.</p>
<p> </p>
<p> Decidió marcharse cuando, ya avanzada la tarde, la mayoría de los empleados habían abandonado las oficinas.</p>
<p> </p>
<p> Poco después, su potente coche de directivo enfilaba la autovía de circunvalación. Llovía con intensidad. Los paneles luminosos, cada cierta distancia, anunciaban peligro por pavimento deslizante. En un momento dado, durante un instante, perdió el control del vehículo; sin embargo, reaccionó a tiempo y reanudó la marcha sin contratiempo. Fue un momento brevísimo, pero el sobresalto dejaba en suspenso los negros presagios. Aquella estricta nota no admitía interpretaciones alternativas. Decididamente, sabía que su fulgurante carrera quedaba truncada. “La multinacional no perdona ni olvida”, se repetía sin cesar como un estribillo dañino y persistente.</p>
<p> </p>
<p> Asumir su nueva situación llevaría tiempo. De algún modo tendría que reorientar su vida, pero, tal vez, determinados hábitos no admitan cambios bruscos sin ocasionar escándalo.</p>
<p> Alexa, apenas encumbrada, se había entregado por entero a la transnacional en detrimento de su familia. Todo lo supeditó a su carrera. Con el tiempo, su marido no soportaría su obsesiva entrega y por ende su desidia familiar. La noche que se plantó ante ella para decir que se marchaba con los niños, experimentó una suerte de liberación. Disimuló con impostado malhumor y, sorteando el asunto, respondió:</p>
<p>—No estoy para esas cosas. Haz lo que creas oportuno.</p>
<p>Obtuvo respuesta la noche siguiente, cuando al regresar se encontró sola y embargada por una sensación de incomodidad hasta ahora desconocida. En su interior se sucedieron oleadas de emociones encontradas. Por una parte, se hallaba con la libertad que durante años había añorado; de otra, una suerte de desasosiego anegaba su ánimo. Deambuló por la casa, estancia por estancia, en estado de creciente crispación; después, vencida, como si tratara de sacudirse la angustia, se dijo: “¡A la mierda!”.</p>
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<p>Sin poder evitarlo, anticipaba imágenes futuras que muy pronto resultarían ordinarias. A su paso surgirían sonrisas irónicas y grupitos murmuradores. Empleados que de un modo u otro habían sufrido las consecuencias de sus decisiones arbitrarias, personas que solo días antes temblaban al oír la aproximación de su firme taconeo y el creciente frufú de sus habituales faldas de seda. Nunca le había temblado la mano al aplicar las políticas de la compañía, a veces desmesuradas, o al administrar las oportunas y graduales dosis de tensión e incertidumbre tan necesarias para mantener el amansamiento de los asalariados.</p>
<p> </p>
<p> El tráfico a pesar de la lluvia era fluido. En un momento dado, tomó referencia visual de los edificios que flanqueaban la autovía. Calculó que en diez minutos se encontraría cómodamente sentada y abandonada a sus cavilaciones. Con el tiempo, aquella vivienda se había vuelto demasiado grande, fría, desolada... La presión psicológica que ejercía sobre ella aquel inmenso espacio se recrudecía a la vuelta de cada uno de sus innumerables viajes. Por el contrario, en otro tiempo, con la presencia de los niños y de su marido, esas mismas dimensiones se le antojaban escasas, incluso extremadamente reducidas, cuando, absorbida por asuntos profesionales, anhelaba el aislamiento no solo mental sino también físico. Pero la soledad deseada que disfrutó durante algunas semanas, tal vez fueran días, se había convertido en un cruel adversario tras la fuga de su familia.</p>
<p>Añoraba, sin duda, su presencia, aunque las carreras y gritos constantes de los niños volvieran a perturbar sus reflexiones. Cómo olvidar las zalamerías de su marido cuando aparecía de improviso interrumpiendo su concentración. Si pudiera revertir la situación, en ello pondría todo su empeño. Sobre todo con su nuevo y obligado estado, sin tener que pensar en viajes, en mercados, en contratos, en estrategias… Además, dentro de la transnacional no presagiaba un futuro agradable. Quizá se encontraría abandonada a su suerte, sin cometido alguno, simplemente estaría presente como mobiliario obsoleto y molesto. Y por si fuera poco, sería objeto de burlas y comentarios ruines. En ocasiones, ella misma, había sumado su voz a críticas despiadadas sin el menor sentido de la caridad. No imaginaba entonces que sus encantos personales pudieran caer a precios de saldo.</p>
<p> </p>
<p>Con alguna reserva, admitía para sí que el estatus alcanzado obedecía no solo a capacidades profesionales, sino que su físico había ayudado decisivamente. Contaban también, cómo no, los calculados deslices sexuales en los comienzos de su fulgurante escalada.</p>
<p>Las primeras veces dudaba, resistía, daba vueltas, pero, metida en esa rueda infame, la ambición acabó primando sobre su moralidad y la noción sobre ella terminaría definitivamente por diluirse. Siempre había observado ciertos principios como algo inviolable, como una invisible aunque infranqueable línea roja. Pero su conducta varió gradualmente sin que el cambio resultase perceptible. La elección de vestimenta, la cara adecuadamente empolvada, los pechos siempre bien colocados y realzados por algún mágico sujetador de diseño avanzado fueron consignas inalienables.</p>
<p>En ocasiones pensaba que la fascinación que irradiaba su persona era artificial, pura fachada. Ante esos fugaces e incómodos pensamientos quedaba atenazada por temor a ser descubierta, a que su máscara cayera de improviso, sin remisión y sin piedad. Sabía bien que partir de ahora, en su nueva posición, ya sin tapujos, sería objeto de murmuraciones. Sí, desaparecería el temor a sus arbitrariedades y los miedos se transformarían en ataques frontales, indiscretos y voraces.</p>
<p>Tenía dinero, quizá más del que pudiera necesitar, pero insuficiente pilar para sustentar su ego. Acababa de perder el más importante, el poder prestado que hasta horas antes había detentado.</p>
<p></p>
<p>©Del libro de relatos “<b><i>Algo que contar</i></b>” 2011.<br/> T.H.Merino</p>
Algo que contar (II-Final)
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-12-19:3073384:BlogPost:283606
2012-12-19T17:26:01.000Z
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<p> Parte I: <a href="http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/algo-que-contar-i?xg_source=activity">http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/algo-que-contar-i?xg_source=activity</a></p>
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<p>Supongo que la pasión quema sus entrañas, pero no se atreve a manifestarlo abiertamente. Tal vez se diga: “¿Qué pensaría?” Lo…</p>
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<p>Supongo que la pasión quema sus entrañas, pero no se atreve a manifestarlo abiertamente. Tal vez se diga: “¿Qué pensaría?” Lo entiendo. A fin de cuentas no soy más que un desconocido. Está desnuda al lado de un hombre, a su vez, desnudo y extraño, un hombre distinto de aquel muchacho indeciso y timorato de cuando partió. No puede adivinar qué pensamientos transitan mi cabeza y eso la inmoviliza. Pienso que, aunque estallara de deseo, no tomaría la iniciativa. Aunque su cabeza no pare de dar vueltas para encontrar un modo de atraerme, de avivarme el deseo.</p>
<p> Las sombras han desaparecido y ahora la luz inunda por entero el cuarto.</p>
<p> Se levanta desnuda. Evoluciona sin objeto de un lado a otro de la habitación produciendo ruido. Quiere llamar mi atención. Inútil. Yo miro de soslayo, sin mover la cabeza. Dos o tres veces se ha vuelto para sorprenderme desde ángulos distintos, pero permanezco quieto mirando al techo, respirando con absoluta normalidad.</p>
<p> Vuelve a tumbarse a mi lado exhalando un profundo suspiro. Seguramente libera frustración.</p>
<p> Imagino que mi semblante toma tintes sombríos al proyectar las imágenes de la primera vez que apreté el gatillo del máuser con un objetivo cierto. Recuerdo vivamente la extraña sensación antes de que me atiborraran de coñac como premio por la misión cumplida. En aquellos duros momentos, había vuelto a aparecer en mi mente su cara dulce y burlona, indiferente. Un odio naciente comenzaba a transformar mis inocentes sentimientos. De nuevo hubiera deseado que estuviese allí, que me ofreciera su regazo, que consolara mi desazón, que, solidaria, se entristeciera conmigo. Pero nada de eso ocurrió y, poco a poco, la fui apartando de mí. Luché para percibirla ajena, para considerarla una muchacha más, extraña e indiferente a los males de mi espíritu. Me veo despertando de la embriaguez, percibiendo el zumbido de aquella confusión reinante en mi cerebro. No conseguía determinar si los hechos de la noche anterior habían ocurrido verdaderamente u obedecían al temor de que inevitablemente iban a ocurrir, que en algún momento tuviese que participar en una acción semejante. Cuando claramente logré discernir que los hechos habían ocurrido con toda su crudeza, sin remedio, vagué por el campamento como un perro abandonado y malherido. La busqué con desesperación, pero enseguida intenté desprenderme de esa imagen burlona que no lograba borrar de mi memoria. Me propuse romper la fotografía. Tal vez, me decía, logre conjurar el maldito hechizo. Pero, cada vez, la intención perdía fuerza al cabo de pocos minutos. Temía extraerla, tocarla, volver a ver, aunque fuese por un instante, aquella sonrisa burlona.</p>
<p> Se revuelve en la cama. Está inquieta y vuelve a levantarse.</p>
<p> —Prepararé café —dice, como si tuviera que justificar cada uno de sus actos.</p>
<p> Asiento con gesto imperceptible, aunque sé que ella no me mira. La observo por la espalda hasta que desaparece. No sé cómo exponer la esterilidad de mis sentimientos sin dañar los suyos. Hablar de una moral laxa forjada por las vivencias, decir que llegué a temer y a odiar su risa burlona inmortalizada en aquella fotografía ajada y amarillenta que me perseguía en los momentos difíciles, en los momentos de la más completa y aterradora soledad, cuando pedía que abandonara aquel semblante risueño e insolidario, que dejara entrever un mínimo estremecimiento.</p>
<p> Por momentos siento la picazón de la sarna que por entero cubre mi cuerpo. Reminiscencias. Sin poder rascarme. Embadurnado de pomadas amarillentas, oleosas, y tirado en un camastro junto a otros soldados hechos a golpes de marchas y máuseres. Dos meses. Dos largos meses aislado como un ser inmundo en aquel barracón mal ventilado y en penumbra. Ningún alivio, ni una sola palabra de algún ser compasivo. No, no es que hubiera deseado que ella me viese en aquel estado. Seguramente habría sentido escrúpulo de aproximarse, de tocarme, y yo habría visto dibujarse en sus labios un rictus de aprensión. En aquella ocasión deseé no exponerme a la vista de nadie, que aquella imagen espantosa no quedara en la retina de ninguna persona cercana.</p>
<p> Entra portando una bandeja con dos tazas humeantes. Su semblante expresa contrariedad. Aun así, al aproximarse esboza una sonrisa forzada, y dice:</p>
<p> —Esto nos recuperará. Querías contarme algo, ¿no?</p>
<p> Se sienta sobre la cama y cruza las piernas en equis por debajo de los glúteos. Me incorporo con lentitud mirando distraídamente el oscuro triángulo invertido que conforma su vello púbico. Examino después con frialdad sus redondeces. Ella nota esa mirada escrutadora, distante y se ruboriza. Se estremece, presiento que un escalofrío ha surcado veloz su cuerpo.</p>
<p><i> —</i>Voy a ponerme algo, siento frío —dice justificándose.</p>
<p> —Tienes algo que contar —insiste más tarde, mirando hacia otro lado, en un intento de romper la tensión de este violento silencio que se cierne sobre nosotros.</p>
<p> —Sí, después… —titubeo tras tomar un trago de café.</p>
<p> Dudo. La duda se extiende y me envuelve. No sé exactamente que decir. No sé si quiero poner fin a esta relación que acaba de recomenzar o simplemente dejarla en suspenso. Lucho contra la indiferencia. Examino alternativas. Me hago preguntas y me doy respuestas. ¿Otra mujer? ¿Otra desconocida? ¿Qué puedo ganar? Al menos me ha esperado. Quizá me haya guardado fidelidad. Eso creo. ¿Qué puedo contar? ¿Sincerarme? ¿Infringir un daño inútil si la decisión se inclinara por el restablecimiento de la relación?</p>
<p> Sin embargo, pienso, no he sentido algo distinto a la eclosión del instinto animal, semejante al que experimenté con las mujeres que se entregaban por necesidad alimenticia, por apenas unas onzas de chocolate. Simplemente he apagado mi sed de sexo, a oscuras, sin ver su cara, solo sintiendo tenues y tímidos gemidos, espasmos y movimientos descontrolados en los instantes previos al orgasmo. En realidad, nada distinto. Quizá simplemente sea eso, y no haya que esperar más. Solo esa sensación de vacío postcoital idéntica a la sentida con las mujeres que poseí a cambio de comida. Tal vez haya alguna diferencia, algún matiz. Aquellas hembras, consumado el acto, abandonaban el camastro o el rincón oscuro y esta mujer en cambio ha permanecido quieta, acurrucada, buscando calor y solícita de caricias. Sin duda hay algo diferente que no logro concretar. Pero, ¿es suficiente?</p>
<p> —¿Me quieres? —susurra entrecortadamente interrumpiendo mis reflexiones.</p>
<p> Por primera vez la miro fijamente a los ojos e intento adivinar sus pensamientos. Apenas logra mantenerme la mirada. Sus labios tiemblan. Creo que está a punto de llorar… Enseguida, alcanzo la bandeja que aguanta en sus manos y la deposito en el suelo; después, la tomo por los hombros con desacostumbrada delicadeza y la deslizo con suavidad hasta dejarla tendida en la cama.</p>
<p> </p>
<p> *Del libro de relatos "Algo que contar" 2011 T.H.Merino </p>
<p></p>
Algo que contar (I)
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-12-15:3073384:BlogPost:283017
2012-12-15T16:00:18.000Z
T.H.Merino
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<p><span style="color: #666666; font-family: Arial; font-size: 9pt; mso-fareast-font-family: 'Times New Roman'; mso-ansi-language: ES; mso-fareast-language: ES; mso-bidi-language: AR-SA;"><span style="color: #515151; text-decoration: none; text-underline: none;"><br></br> </span></span></p>
<p> Está aquí a mi lado, desnuda. Lo sé. Me figuro su sonrisa beatífica, relajada, feliz, satisfecha… Puede que por el contrario, después de esta noche de sexo desmedido, tal vez demasiado…</p>
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<p><span style="color: #666666; font-family: Arial; font-size: 9pt; mso-fareast-font-family: 'Times New Roman'; mso-ansi-language: ES; mso-fareast-language: ES; mso-bidi-language: AR-SA;"><span style="color: #515151; text-decoration: none; text-underline: none;"><br/> </span></span></p>
<p> Está aquí a mi lado, desnuda. Lo sé. Me figuro su sonrisa beatífica, relajada, feliz, satisfecha… Puede que por el contrario, después de esta noche de sexo desmedido, tal vez demasiado tiempo ansiado para digerirlo cabalmente, solo el pudor reprima su renovada excitación y espere impaciente mi iniciativa.</p>
<p> ¿Extraños? Sí, absolutamente desconocidos, por más que el débil vínculo de nuestros amores adolescentes se resista a romperse o, mejor, que ella se obstine en revitalizarlo o bien pretenda reanudarlo como si el tiempo se hubiese detenido en aquel momento para recomenzar hace tan solo unas horas.</p>
<p><b> </b> Pero han transcurrido siete años… Y la vida, durante ese dilatado periodo, ni por un instante abandonó sus utensilios de esculpido. Antes de mi forzada partida había trabajado con lentitud y su moldeo apenas resultaba perceptible; sin embargo, durante ese intenso y frenético transcurso, condicionado por circunstancias extremas, se afanó en su labor de forja día y noche, sin descanso, sin tiempo para tomar conciencia que las ideas, las creencias, los sentimientos, todos los valores y afectos en los que se cree con absurda firmeza se desmoronan sin piedad y sin remedio. La mirada, tal vez, sea ahora más ecuánime.</p>
<p> La tarde anterior, una sola y vertiginosa pincelada transformó en mujer la imagen congelada de aquella adolescente. Sucedió en la parada del ómnibus que me devolvía a esta tierra, cuando exultante se abalanzaba sobre mí. Sí, es esta misma mujer sumisa y desnuda que yace mi lado.</p>
<p> “Tengo algo que contar”, fue la frase que pronuncié sin demasiada convicción y sin consciencia y que ahora martillea mi cerebro. “Tiempo habrá”, respondió mientras se apretujaba contra mí sellándome la boca con un beso ardiente y casi doloroso. No admitía negativa, creí. Ya tenía decidido que pasáramos la noche juntos. </p>
<p> Su cuerpecillo de adolescente ha cambiado, se ha convertido en una aceptable figura de mujer, perfilada, redondeada y sedienta de caricias. Sin duda ha sido su primera vez. Después de unos momentos de torpeza, se ha abandonado para dejarse hacer y gozar hasta la extenuación. Ahora presiento su pasión reavivada, esperando disfrutar de nuevo de esas sensaciones recién descubiertas. Pronto, quizá, el deseo la desborde, pero tal vez logre resistir sus acometidas porque no se atreva a dar el primer paso.</p>
<p> Qué distinto me siento a aquel muchacho lampiño, cuando fui reclutado por las fuerzas nacionales. Salí sin ideales políticos y sin ellos he vuelto. No consigo establecer diferencias y no quiero profundizar. Tampoco sé qué preguntas podría hacerme, ni siquiera si tendría sentido. Mejor dejarlo. Atrás quedaba aquella muchacha aún adolescente que he encontrado convertida en mujer. Recuerdo alguna aproximación física, una mano que deambula torpe por un cuerpo bien cubierto, un tímido y sonrojado rechazo y algún beso furtivo tan apasionado como fugaz. Eran otros tiempos.</p>
<p> Las primeras luces del alba se deslizan sinuosas y tímidas a través del ventanuco sembrando el escaso espacio de claros y sombras.</p>
<p> Estoy desnudo, boca arriba. Miro distraído al techo de la pequeña habitación, enteramente pintada de blanco y con escasos muebles; apenas este viejo y ruidoso camastro, un desvencijado armario, un palanganero y una silla sobre la que descansan desordenadas nuestras ropas abandonadas con urgencia. </p>
<p> Por mi cabeza desfilan sin orden sucesos aislados de esos años de ausencia. Tomo conciencia de este lugar del que antes no había salido. Trato de configurarlo como una realidad material, pero me resulta extraño, lejano, irreal, como producto de un sueño difuso o evocado de algún cuento casi olvidado, y que en estos momentos me empeñara en conformar realidad y ficción.</p>
<p> Las cartas espaciadas, llegadas a través de casuales intermediarios, han sido el único vínculo con ella, con mi familia, con este pueblo. Los frentes diversos a los que fui destinado entorpecieron aún más la comunicación. Las noticias llegaban obsoletas mediados dos, tres o cuatro meses. El contenido de las misivas era parco e impreciso, deslucido y soso, con caligrafía irregular, de difícil comprensión.</p>
<p> Su fotografía, tamaño carné, en blanco y negro, que el tiempo acabaría amarilleando, fue al principio el único refugio sentimental.</p>
<p> La primera vez que extraje su fotografía, no solo para contemplar su rostro, sino para reclamar su compasión, para decirle que estaba herido, que mi rodilla dolía y sangraba, que una bala perdida me encontró escondido en aquella trinchera, helado de frío, su expresión había permanecido inalterable y aquella media sonrisa, siempre tan gratificante, aquella noche la percibí como una burla. Aquella imagen congelada, ahora puedo razonarlo, era simplemente el instante que el fotógrafo inmortalizó. Ella, por tanto, era ajena a mi dolor, a la sensación de desamparo, al sentimiento de soledad que me embargó aquella noche y durante los dos meses siguientes que pasé inmovilizado en el hospital de campaña. Nunca volví a mirar su retrato. Temía recibir esa sonrisa mezcla de indiferencia e incomprensión que transmitía su semblante. Por ese temor y porque me faltó valor para destruirla acabé enterrándola en la cartera. Sin embargo, mi sensibilidad no era ajena a un extraño sentido de la injusticia que, de algún modo, intuía, aunque el remordimiento careció de la fortaleza necesaria para enfrentarme al temor que me infundía su mirada risueña, pero distante y fría.</p>
<p> Clarea. Los objetos comienzan a recortarse con nitidez en este cuarto de goces urgentes y sentimientos imprecisos. Noto su mano deslizándose cautelosa sobre mi vientre velloso y desnudo. No respondo al estímulo. Permanezco impasible a su tentativa y vuelvo a sumergirme en mis cavilaciones. Ella retira su mano.</p>
<p> Sonrío transportado al recuerdo de una de las habituales incursiones nocturnas. El objetivo, sorprender y capturar o abatir a los señalados como enemigos.</p>
<p> Un paisano se quejó al alférez acusando a la soldadesca del robo de una gallina. El oficial prometió consejo de guerra para el infractor. Una pena quizá excesiva, pero cumplía el objetivo de satisfacer verbalmente a aquel pobre diablo. Nos hizo formar y vaciar los macutos. La pita no apareció y el hombre se alejó refunfuñando, manteniendo la acusación y prometiendo venganza. Sin pronunciar palabra continuamos la marcha hasta el campamento. Fue entonces cuando nos mandó sentar en corro, y soltó: “¿Dónde coño escondisteis la gallina?” El más audaz, el cazador furtivo, se levantó, adoptó la posición de firmes y en tono solemne, dijo: “En el tambor, mi alférez.” La hilaridad hizo presa en él. Cuando tomó resuello, dijo: “¡Estos son mis soldados! Sabía que no aparecería. Vamos muchachos, preparad fuego que esta noche hay asado”. </p>
<p></p>
<p><span style="color: #666666; font-family: Arial; font-size: 9pt; mso-fareast-font-family: 'Times New Roman'; mso-ansi-language: ES; mso-fareast-language: ES; mso-bidi-language: AR-SA;"><span style="color: #515151; text-decoration: none; text-underline: none;"><span style="color: #666666; font-family: Arial; font-size: 9pt; mso-fareast-font-family: 'Times New Roman'; mso-ansi-language: ES; mso-fareast-language: ES; mso-bidi-language: AR-SA;"><span style="color: #515151; text-decoration: none; text-underline: none;"> *De libro de relatos "Algo que contar" 2011 T.H.Merino</span></span></span></span></p>
Maltratada (II-Final)
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-12-12:3073384:BlogPost:282152
2012-12-12T06:30:00.000Z
T.H.Merino
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<p> Parte I: <a href="http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/maltratada-i?xg_source=activity">http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/maltratada-i?xg_source=activity</a></p>
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<p> No había tiempo que perder. Era hora de largarse. “Encontraré la forma de salir adelante”, se dijo insuflándose ánimo. No podía imaginar circunstancias semejantes a este insufrible infierno.</p>
<p> Echó una ojeada general a…</p>
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<p> Parte I: <a href="http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/maltratada-i?xg_source=activity">http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/maltratada-i?xg_source=activity</a></p>
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<p> No había tiempo que perder. Era hora de largarse. “Encontraré la forma de salir adelante”, se dijo insuflándose ánimo. No podía imaginar circunstancias semejantes a este insufrible infierno.</p>
<p> Echó una ojeada general a la habitación, tomó la bolsa de viaje y se dispuso a salir.</p>
<p> Al abrir la puerta, sus piernas temblaron. Ante sí, obstruyendo la salida, de pie sobre el felpudo, como clavado en él, estaba Aarón, impertérrito, con su mirada fija y oscura; a su derecha, Magdalena con la cabeza gacha; unos pasos por detrás, Nicolás mantenía una sonrisa cínica.</p>
<p> Con paso demorado, chulesco, caminó hacia la puerta, hizo a un lado a Aarón y se plantó ante ella.</p>
<p> —No has dormido esta noche y pensé que algo te ocurría. Por eso he vuelto, para saber cómo estabas… Para cuidarte, Reme.</p>
<p> —Iba… iba… a visitar a mi hermana… —acertó a articular con dificultad, presa del asombro y superada por el miedo.</p>
<p> ¿Cómo imaginar que él hubiera estado vigilante toda la noche? ¿Que ella se hubiese delatado, aun habiendo mantenido falsamente, y no sin esfuerzo, la respiración serena y sin mover un solo músculo? Tal vez sospechase riesgo de fuga y su vigilancia extrema proviniera no solo de esa noche o de los últimos días, sino desde semanas o meses antes, y hubiese ideado el modo de mantener, aún en sueños, todos sus sentidos en estado de alerta.</p>
<p> Nicolás se volvió hacia Aarón, elevó el pulgar y dijo: “Todo en orden”.</p>
<p> Una última mirada de Aarón, seria, penetrante, y comenzó a descender demoradamente peldaño a peldaño tras los pasos de su mujer.</p>
<p> — ¿No vas a entrar? —preguntó en falsete Nicolás.</p>
<p> Ella se giró sobre sí sin pronunciar palabra, caminó hasta el salón, dejó caer la bolsa y se derrumbó sobre el sofá.</p>
<p> Apenas cerró la puerta, la voz hipócritamente dulce de Nicolás se tornó en colérica. Se aproximó, se encorvó ligeramente sobre ella y resonó una bofetada.</p>
<p> Un llanto amargo inundó el salón. Era, quizá, la expresión sonora del dolor físico o de la humillación o de la impotencia o de la rabia por la ocasión perdida o, tal vez, fuera la suma de todos esos sentimientos demoledores.</p>
<p> Nicolás, sumido en su pesar, se hundió en un sillón con la cabeza entre las piernas. Quizá trataba de explicarse la actitud incomprensible de Reme. ¿Por qué le ocurría esto? ¿Cómo era posible que su mujer quisiera abandonarlo? Desde luego que no lo permitiría. No tendría una nueva oportunidad. Idearía el modo de cortar todas las salidas. Algo se le ocurriría. Por el momento disponía del día y de la noche para pensar en ello. Contaba con la alternativa, en el peor de los casos, de solicitar unos días libres hasta mantener la situación bajo control.</p>
<p> Ladeó ligeramente la cabeza para estudiar el semblante de Reme. Se mantenía tumbada, desmadejada, en la misma posición que quedó tras la bofetada. Su cabello oscuro le cubría buena parte de la frente y del rostro, y sus brazos caídos y abandonados como resultado de un movimiento azaroso. Durante unos minutos la escrutó minuciosamente. Vestía la blusa blanca que solía ponerse los domingos, pantalón vaquero y zapatos acharolados de tacón alto. Poco a poco, su rabia se transformaba en deseo. Esta vez era distinto: ella quería huir. Se recreó en las formas deseables de aquel cuerpo a la deriva. Aquella persona hundida y humillada, en cierto modo extraña, enardecía su pasión. La forzaría si fuera preciso.</p>
<p> Se acercó con cautela. Ella no dio muestras de sobresalto o rechazo. Pasó un brazo bajo sus muslos; el otro, lo colocó a la altura de los hombros. La alzó con cuidado y con ella en brazos se dirigió a la habitación. Permaneció impasible, dejándose llevar, sin el menor gesto de oposición o contrariedad.</p>
<p> Las aguas volvían a su cauce. Un cauce que nunca debió desbordarse. La dejó suavemente sobre la cama y la desnudó con lentitud, recreándose en la porción de piel que cada prenda quitada dejaba al descubierto. Después, enfebrecido, se abalanzó sobre ella.</p>
<p> Más tarde, ella permanecía tumbada boca arriba, con el pantalón por los tobillos; él, agotado, yacía a su lado pero resistiéndose a los embates del sueño. </p>
<p> El intento de levantarse de Reme, en un momento dado, lo frenó un acto reflejo de Nicolás. Su brazo cayó sobre su cintura aprisionándola e impidiendo cualquier movimiento.</p>
<p> —Voy al baño —susurró Reme.</p>
<p> Nicolás se giró para mirarla a los ojos. Ella respondió con una mirada triste que denotaba resignación absoluta y entrega.</p>
<p> —Necesito ir al baño —repitió.</p>
<p> —Podemos intentarlo de nuevo. Una última oportunidad —dijo en tono persuasivo Nicolás.</p>
<p> —Sí, puede… puede que resulte —respondió Reme con voz exhausta—. Ahora quisiera ir al baño —continuó.</p>
<p> Besó su frente y retiró el brazo de la cintura.</p>
<p> Ella tironeó para subirse el pantalón y se incorporó con lentitud.</p>
<p> Mientras se alejaba, él observó su caminar cansino hasta que desapareció tras la puerta.</p>
<p> Nicolás comenzaba a impacientarse. Con recobrado tono autoritario reclamó su inmediata presencia. Una vez, dos… No hubo respuesta. Saltó de la cama enfurecido... Un cuchillo certeramente hundido en su garganta, sostenido por la mano firme de Reme, apostada tras la puerta de la habitación, aplacó su furia.</p>
<p> —Bien medido lo tenías, Reme —balbució entre un vómito de sangre.</p>
<p> Se mantuvo tambaleante un momento y enseguida se desplomó.</p>
<p> Ella se lavó las salpicaduras de sangre, se vistió, tomó la bolsa y salió sin mirar atrás. Dio varias vueltas a la llave y bajó las escaleras pisando con aplomo. Ni por un momento sintió temor ante una inesperada aparición de Aarón.</p>
<p> *Del libro de relatos "Algo que contar" 2011 T.H.Merino</p>
Maltratada (I)
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-12-06:3073384:BlogPost:280818
2012-12-06T19:00:00.000Z
T.H.Merino
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<p><b> </b> Remedios simuló permanecer dormida mientras su marido se adecuaba para acudir al trabajo. No había logrado conciliar el sueño, pero había permanecido inmóvil controlando las emociones. Dejar escapar algún signo de alerta hubiera significado que Nicolás sospechase de alguna anomalía y, además, que se mostrara violento por perturbar su sueño.</p>
<p> Escuchó, primero con alteración y después con alivio, el golpe seco de la puerta al cerrarse; después, las…</p>
<p><b> </b> Remedios simuló permanecer dormida mientras su marido se adecuaba para acudir al trabajo. No había logrado conciliar el sueño, pero había permanecido inmóvil controlando las emociones. Dejar escapar algún signo de alerta hubiera significado que Nicolás sospechase de alguna anomalía y, además, que se mostrara violento por perturbar su sueño.</p>
<p> Escuchó, primero con alteración y después con alivio, el golpe seco de la puerta al cerrarse; después, las vibraciones llegaron a través de los tabiques. Soltó el aire que retenían sus pulmones y permaneció unos minutos en la cama, tendida de espaldas. Repasaba los detalles. Trataba de evitar cualquier error, detectar cualquier fisura que mandara al traste su arriesgado plan. </p>
<p> Salir cuanto antes del edificio era la prioridad. No quería tropezarse con Aarón, ese individuo barbudo del cuarto que simpatizaba con su marido. Más de una vez los había visto conversar: Aarón en pose doctoral y Nicolás asumiendo el rol de atento discípulo. Ella, por el contrario, ante la fijeza de su mirada se sentía intimidada e insegura. Quizá fueran temores infundados, porque, de existir algún acuerdo, ignoraba su objeto y si ella era el sujeto de algún malévolo propósito. No, no tenía razones para pensar, como a veces imaginaba, que hubiese un pacto de vigilancia, que, en ausencia de Nicolás, Aarón, ante la mínima sospecha, asumiera la misión de retenerla hasta su vuelta. Sus dudas se extendían a la mujer de Aarón, Magdalena, por ello debía también evitarla en su huida. Tenía todo el aspecto de una mujer sumisa, sometida, víctima; sin embargo, no le inspiraba la menor confianza, por mucho que ella se empeñara en acercamientos amistosos. A veces pensaba que era un señuelo para ganar su afecto con fines oscuros. Quizá, creer que existía una confabulación para controlarla, era ir demasiado lejos, pero, la verdad, ninguno de los vecinos resultaba digno de confianza, siempre mirando sesgadamente, tratando de saber, esperando con tensión sus respuestas, aunque simularan no darles la menor importancia, a preguntas ocasionales e indirectas que la dirigían por sorpresa. A decir verdad, se sentía aislada y atemorizada. Además, su marido poseía ese don de gentes del que ella carecía, siempre metida en sus cosas y ajena al entorno. Nicolás, por el contrario, se ganaba bien a la gente, y la gente le correspondía. De algún modo lo entendía, porque nadie podía imaginar su comportamiento a solas con ella; es decir, el trato diario del que era objeto. Seguramente, a ojos del vecindario, ella era una verdadera arpía, y él, pobre infeliz, víctima de sus brujerías.</p>
<p> Pero, por qué alimentar obsesiones en estos momentos si en un tiempo breve se hallaría lejos y poco podría importarle lo que Aarón, su mujer y el vecindario pensaran o dijeran.</p>
<p> </p>
<p> Tras desayunar se levantó con parsimonia y el semblante reflexivo. “Nicolás ya estará en su puesto de trabajo”, se dijo. Con los ojos enrojecidos, recorrió la casa gimiendo y sonándose la nariz. “Llevaré lo imprescindible en una bolsa”, pensó. Una maleta significaba viaje y un viaje significaba posibles preguntas y tiempo para pensar y emitir respuestas calculadas que demorarían el momento de la fuga y que, además, acabaría delatando su nerviosismo y generando sospechas. No dejaría nota alguna. Él no tardaría en comprender. Tal vez, obcecado en el papel que representaba, le nublara momentáneamente la visión, renunciando con obstinación a abdicar de sus derechos sobre ella. Su papel no era otro que el de una criada al servicio de un amo despótico, caprichoso y cruel que se manifestaba con brotes de violencia cada vez más frecuentes. La primera vez que la golpeó había sentido la impronta de la rebelión, pero ese naciente rechazo perdió fuerza en el tiempo más breve posible para dar paso a la impotencia. A partir de aquella primera vez mantuvo invariablemente la actitud de sumisión. Generaba un resultado tolerable. Estallaba el brote de cólera, la golpeaba y ante su actitud pasiva, de sometimiento, comenzaba a serenarse. Poco después, contrito, se dejaba caer en una silla. Pasados unos minutos, con semblante de aparente arrepentimiento, se aproximaba solícito y cariñoso. La copulación salvaje cerraba, indefectiblemente, cada uno de los capítulos de violencia.</p>
<p> </p>
<p> Se dirigió al baño. Después, ya vestida, se situó frente al espejo. Se observó con detenimiento ambos perfiles e intentó mejorar su aspecto. Peinó su negra melena que a ras de los hombros caía voluptuosa y soberana; después, se pintó discretamente. Apenas disponía de productos cosméticos. Él se mostraba contrario a las cremas. Lo atribuía a celos que no quería reconocer, tal vez para no menoscabar su imagen de hombre duro.</p>
<p> Dudaba. Se observó fijamente al espejo que progresivamente fue recreando expresión de firmeza.</p>
<p> A menudo se había preguntado por qué ningún vecino se había compadecido de ella, por qué ignoraban su llanto, el ruido de los objetos estrellados contra las paredes… ¿Habría sido hábilmente presentada ante ellos como una peligrosa enajenada? Ni un atisbo de voz a su favor, ni un solo gesto. ¿Qué otra explicación cabía? De haberse conocido o sospechado la verdad, no podía imaginarse semejante falta de humanidad. Si no, ¿por qué el odioso Aarón la miraba de ese modo tan oscuro, como reclamando justicia divina? ¿Por qué su mujer, Magdalena, se acercaba a ella con fingidas confidencias? ¿Quizá con el ánimo de regenerarla? No cabían alternativas, lo sabía muy bien. Sólo la huida hacia un lugar incierto lograrían liberarla de este lacerante yugo.</p>
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<p> *Del libro de relatos "Algo que contar" 2011 T.H.Merino</p>
Avatares (II-Final)
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-12-01:3073384:BlogPost:279834
2012-12-01T10:19:08.000Z
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<p> Los coches ruedan a pocos centímetros de sus pies. El frenazo de un conductor despistado, sorprendido por la visión de unas piernas que invaden parcialmente la calzada, provoca una colisión. Los conductores implicados se alían y maldicen a ese…</p>
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<p> Los coches ruedan a pocos centímetros de sus pies. El frenazo de un conductor despistado, sorprendido por la visión de unas piernas que invaden parcialmente la calzada, provoca una colisión. Los conductores implicados se alían y maldicen a ese individuo que está sentado en la acera, impasible, sin pestañear, como si todo le fuese ajeno. Un agente de movilidad se acerca y le pide que se identifique. Ernesto, medio tumbado, se estira y se palpa los bolsillos traseros del pantalón, los delanteros… Nada. Se incorpora despacio, con aparente mansedumbre. Parsimonioso le aproxima la cara y, de pronto, le espeta que quién es él para pedirle la documentación. Numerosas personas se arremolinan en torno a ellos. Se origina un pequeño alboroto. Discuten y forcejean un momento; después, Ernesto recobra la apatía y vuelve a sentarse. Un vehículo de la policía se detiene. Bajan dos uniformados. El agente de movilidad señala a Ernesto. Se aproximan a él y a tirones le suben a la acera. Alguien dice que dejen en paz al mendigo. Esa consideración le alerta y recuerda que hoy no se ha afeitado, que no se ha lavado la cara, que ni siquiera se ha peinado, que salió precipitadamente de casa para evitar preguntas, malas caras… Entonces toma verdadera conciencia de su aspecto desaseado y de su precipitación. Bebió un café y se marchó directamente a acurrucarse frente a esa entidad en la que de haber prestado sus servicios todo habría continuado con normalidad; es decir, sin preguntas, sin malas caras y, por supuesto, sin <i>cole</i>. Es insultado y cacheado por la policía, que multiplica sus gesticulaciones para ahuyentar a los curiosos. Lo cierto es que está indocumentado. Antes no le habría pasado, siempre iba obsesivamente documentado. El agente de movilidad se aleja lanzando improperios contra el vagabundo. Los policías conversan entre sí. Deliberan mientras Ernesto permanece tirado en la acera. Dudan si llevarlo o no a comisaría. De un modo u otro allí podrían identificarlo y de paso enseñarle modales con métodos contundentes. Finalmente, uno de los policías se acerca al coche patrulla y habla por la emisora. Mueve los labios y la cabeza, unas veces afirmativa y otras negativamente. Al final, por la expresión rígida y los movimientos de los labios, parece adoptar la actitud de acatar una orden recibida. En las inmediaciones se detiene una ambulancia, pero enseguida recibe del agente la indicación de esfumarse. El otro sale del coche y, en un aparte, habla con su compañero. Este último se dirige a Ernesto y, con voz firme y gesto amenazante, le dice que se largue, que no quiere encontrarse de nuevo con él. Pero Ernesto no se mueve, está con la mirada ida e ignora al agente. Éste se coloca premiosamente los guantes, se agacha y tira de él con una fuerza brutal. Al oído le grita que camine. Comienza a desplazarse con lentitud. El policía se exaspera, avanza unos pasos y le larga una patada en el trasero, se vuelve y le dice al compañero que se marchen. Los curiosos siguen la estela del vagabundo. Tal vez sea compadecido o condenado o acabe siendo el protagonista de historias subjetivas, las den por ciertas y las compartan a voces con el grupo. Ernesto camina vacilante, no sabe adónde ir. No piensa volver a casa. Hoy, desde luego, no. Se representa el semblante acusador que su mujer exhibe desde el cierre de la entidad y prefiere, aunque por ahora no se le ocurra, cualquier otra alternativa. Pero lo que no quiere, de ningún modo, es ver la cara a su mujer, esa mirada acusadora, que le intimida y le ha hecho salir antes que se levanten los niños y le pregunten en su presencia si sigue de vacaciones. </p>
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<p> Se aproxima el mediodía. Siente hambre. Un problema que no había considerado hasta este preciso instante. Si vuelve a casa, su mujer, como siempre, ya habrá dispuesto la mesa, porque ella ignora que a él, en algún momento, se le ha pasado por la cabeza la idea de no volver. Por tanto, todo discurriría con normalidad: él sentándose a la mesa y ella sirviendo la comida, sin mirarle, con gestos despectivos y sin intercambio de una sola palabra. Después se afeitaría, tomaría un baño y se pondría ropa limpia y planchada. En la calle volvería a ser una persona respetable. Sí, volvería a ser respetable, pasaría desapercibido y evitaría las miradas repulsivas y la consideración frívola de vago o maleante. Si no acude para la comida y sí para la cena, las cosas, piensa, serían distintas; ella ya se habría formado una idea interesada sobre su ausencia que se le vendría abajo y tendría un motivo para enfurecerse, tal vez para impedir su entrada. Pero aún cuenta con media hora para pensárselo mientras vaga sin norte por las calles estrechas y retorcidas del casco histórico.</p>
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<p> © *Del libro de relatos “Algo que contar” 2011. T.H.Merino</p>
Avatares (I)
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-11-22:3073384:BlogPost:278512
2012-11-22T18:30:00.000Z
T.H.Merino
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<p> Esta mañana de jueves, Ernesto, sale temprano de casa, con precipitación, antes que los niños, instalados en su ingenuidad, pregunten de nuevo si continúa de vacaciones y, sin esperar respuesta, manifiesten con brincos y gritos su contento porque hoy también los llevará al <i>cole</i>. Pero ha decidido que no habrá preguntas, ni brincos, ni gritos jubilosos, ni <i>cole</i>… Ni miradas de reproche por parte de Marisa. Se acabaron las preguntas y las miradas torcidas, se ha…</p>
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<p> Esta mañana de jueves, Ernesto, sale temprano de casa, con precipitación, antes que los niños, instalados en su ingenuidad, pregunten de nuevo si continúa de vacaciones y, sin esperar respuesta, manifiesten con brincos y gritos su contento porque hoy también los llevará al <i>cole</i>. Pero ha decidido que no habrá preguntas, ni brincos, ni gritos jubilosos, ni <i>cole</i>… Ni miradas de reproche por parte de Marisa. Se acabaron las preguntas y las miradas torcidas, se ha dicho</p>
<p> Cómo han cambiado las cosas —reflexiona mientras se dirige a su premeditado destino—. Todo iba bien. Marisa parecía enamorada; después, nacieron los niños, aflojó la pasión, dejó de arreglarse y su atención se desvió hacia ellos… Y finalmente, esto.</p>
<p> Mala suerte —sentencia sin énfasis para sí sentado en el bordillo de una acera─. Frente a él, la sede de una entidad bancaria en el centro de la capital. No quiere perder detalle. Apostarse en la exacta ubicación que ahora ocupa, y que viene estudiando desde días antes, es la segunda razón por la que se apresuró a salir. El paso de cebra, cuatro metros a su derecha, desemboca en la puerta de la sede financiera. Una distancia que le permite observar a la multitud parada y en movimiento, en proximidad y en relativa lejanía.</p>
<p> Los coches pasan acelerando a escasos centímetros de Ernesto. Tal vez no se percaten de su presencia. Él permanece estático, impertérrito, escrutando su objetivo y ajeno al peligro. Un nutrido grupo de personas espera impaciente la apertura del disco.</p>
<p> Ernesto viste vaquero, sudadera azul marino y zapatillas deportivas blancas. Una indumentaria apropiada porque ninguna función debe desempeñar dentro de ese monstruoso edificio que no para de tragar gente. Conviene para sí, a juzgar por la vestimenta algo informal, los saludos familiares y las charlas triviales, que son los empleados. Después, se dice, comenzarán a llegar mediante un hormigueo constante, los clientes. Más tarde, caminando con sempiterna prisa, estirados, mirando a un punto incierto, altivos, con el semblante descompuesto, enfadados con el resto del mundo y con el móvil sonando a cada momento, aparecerán los ejecutivos. Y así día tras día. </p>
<p> Le cuesta asimilarlo, hacerse a la idea, pero él ha pertenecido a esa masa amorfa, aunque de una entidad distinta; en caso contrario, sería uno más de los que cruzan por el paso de cebra con prisas o mirando sus móviles o hablando por ellos con la tensión reflejada en sus semblantes y, por tanto, en estos momentos, no permanecería observando sentado en el bordillo de la acera. </p>
<p> A pesar de la difícil situación por la que atraviesa, duda si, de poder hacerlo, la cambiaría por alguno de estos individuos. Se imagina inmerso en esa rutina fatídica y siente vértigo. Pero, sin poder evitarlo, la atracción suicida toma cuerpo y deja que su mirada se pierda en la sima. Se representa jerarquizaciones absurdas repletas de tipos engreídos e incompetentes impartiendo órdenes sin sentido con el solo objeto de intimidar, de recordar quién es el jefe. En sus figuraciones se observa caminando día tras día como un autómata para entregarse a actividades vanas... Una perspectiva distinta, se dice mientras se rescata de esas oscuras cavernas.</p>
<p> Evoca, carente de emoción, retazos de aquellos momentos difíciles. Hoy se cumple el primer aniversario. La perspectiva es ahora fría, distinta. Ve las cosas de otro modo, casi con indiferencia. Era jefe del servicio de atención a clientes. Recuerda cómo estos llegaban exhibiendo un sinfín de derechos y exigiendo soluciones inmediatas, pero, en poco tiempo y tras un recorrido dirigido e hipnotizante por varias mesas —sonríe al traer las escenas a su memoria—, acababan vapuleados, salían de la entidad con prisas, despotricando, sin mirar atrás y con las ínfulas templadas.</p>
<p> Sí, un año —se reafirma—. Aquella mañana, observó cierta aglomeración en las inmediaciones. Algo inusual a horas tempranas. La gente hablaba acaloradamente y gesticulaba ante la puerta cerrada de la sucursal bancaria. Quizá el encargado de abrir se haya dormido o tal vez se trate de una amenaza de bomba, conjeturó entonces. Pero enseguida desechaba ambas posibilidades. Por una parte, si se tratase de una bomba, la gente estaría alejada del edificio; de otra, el director, también algo inusual a aquellas horas, estaba allí, moviéndose sin sentido de un lado a otro hablando nerviosamente por el móvil. Con aspavientos apartaba a los empleados que le pedían explicaciones, pero la presión continua forzó que vertiese gotas de información, retazos de las impresiones recogidas de los colegas de otras sucursales. Las noticias no eran halagüeñas: todas las oficinas estaban cerradas. Y no fue hasta el mediodía cuando las sospechas se tornaron certezas: la televisión y los medios virtuales informaban que los altos cargos del banco se encontraban en paradero desconocido, que la entidad presuntamente estaba en bancarrota. Se sucedieron jirones de noticias que los avezados analistas no tardaron en precisar: un grupo reducido de directivos había invertido en activos de alto riesgo con resultados nefastos para las cuentas de la entidad. Una situación financiera insostenible. Los gestores habían desaparecido. Lo cierto es que, a partir de ese día, las puertas giratorias no funcionaron más y el patio de operaciones quedó a oscuras.</p>
<p> Rememoró la fachada del edificio cubierta de pancartas reivindicativas, a clientes enfebrecidos reclamando a voces su dinero y a los empleados luchando por sus puestos de trabajo. Posteriormente trasladaron las protestas a instancias superiores. Inútil. A medida que pasaban los días, los afectados, empleados y clientes, comenzaron a asumir que habían perdido, respectivamente, su trabajo y su dinero.</p>
<p> Según las autoridades gubernativas, las indemnizaciones llegarían, pero requerían el dictamen previo de la justicia. Era necesario, manifestaron, para determinar las responsabilidades y las compensaciones. Pronto intuyeron que eso llevaba tiempo. Sí, suficiente para que el ánimo perdiera fuerza, y que esa unión espontánea para luchar por sus derechos se desintegrara y sus miembros acabaran vencidos y entregados.</p>
<p> Una treta —reflexiona—, la necesidad de acallar voces discordantes. Pues, bien pensado, se trataba de unos cuantos votos, un número insignificante de afectados, insuficiente para mantenerlos o quitarles el poder. Lo importante es que la memoria de la masa crítica de votantes palidezca, y eso, entre los no afectados, siempre resulta fácil, sentencia para sí. </p>
<p> </p>
<p> *Del libro de relatos "Algo que contar" 2011 T.H.Merino</p>
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Vilma (II-Final)
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-11-10:3073384:BlogPost:275574
2012-11-10T09:30:00.000Z
T.H.Merino
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<p> —Pero, hombre, ¿cómo no te vas a acordar? Se llamaba Vilma o Wilma, no sé. Decían que era un nombre alemán, pero ella y su hermana, que se sepa, sólo estuvieron en el Norte. Y sus padres… Eso sí que fue un misterio. Nunca se…</p>
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<p> Primera parte: <a href="http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/vlma-i?xg_source=activity">http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/vlma-i?xg_source=activity</a></p>
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<p> —Pero, hombre, ¿cómo no te vas a acordar? Se llamaba Vilma o Wilma, no sé. Decían que era un nombre alemán, pero ella y su hermana, que se sepa, sólo estuvieron en el Norte. Y sus padres… Eso sí que fue un misterio. Nunca se supo si sus tíos se hicieron cargo de ellas porque las abandonaron o porque habían muerto.</p>
<p> Y continúa dándose apenas un instante de respiro.</p>
<p> —Antes de venirse a vivir, acudía todos los veranos, no perdonaba uno. Se quedaba desde el principio hasta el final. Se notaba que le gustaba esto. No sé en qué trabajaría, porque estudiar, desde luego, no. La hermana sí que tenía estudios. Se oía que tenía un puestazo en la Junta. Aquí vino poco. Se notaba que era más señoritinga. No le iba el pueblo. Claro, no encontraría a los tíos de su gusto, los vería inferiores, brutos. Pero a la tal Vilma o Güilma o Uilma o como se diga, a ésa sí, se notaba a la legua que perdía los vientos por los machos del pueblo y, bailando, bien que se los dejaba arrimar.</p>
<p> Tío Simón da muestras de impaciencia.</p>
<p> —Entraba por la puerta de la zapatería. Claro, pensarían que pasando por allí no levantarían sospechas, pero la gente no es tonta. Sí, sí, en cuanto salía el padre con los niños, aparecía el fulano. Como si hubiese estado vigilando. Y visto y no visto, se colaba como un ladrón. Menudo fracaso de negocio. Sería de los pocos que entraron en la tienda, y ese tío no entraba a comprar zapatos… Desde que estuvo en boca de todos no creo que nadie volviera a entrar. Menuda es la gente del pueblo, como para andar metida en esas cosas.</p>
<p> Toma aliento y continúa:</p>
<p> —Se oyó decir que era un tío casado. ¡Valiente sinvergüenza! Los hombres son todos iguales: ven unas tetas y una falda y encima forastera y pierden el sentido. Sí, lo reconozco, la muchachita tenía una buena delantera y un cuerpecito que parecía el de una avispa, pero, hombre, hay que tener cabeza, que el encandilamiento dura dos días y después a ver como se desenreda uno del lío. ¿Y ella? Venirse al pueblo a poner los cuernos al marido… Y con dos niños pequeños. Menudo panorama, ya me dirás tú a mí.</p>
<p> Tío Simón chasquea la lengua y calla. En su semblante se aprecia contrariedad y creciente tensión.</p>
<p> —A él le estuvo bien empleado, aunque como digo yo, un trancazo por un gustazo. Cojo de por vida. Yo, lo del accidente no me lo creo. Lo que creo es que el señorito cornudo encargó el trabajito a un matón, porque seguro que ni para eso valía; para lo otro, ya sabemos…</p>
<p> —No seas mal pensada, mujer, un accidente es un accidente.</p>
<p> La Enriqueta se revuelve en la silla con gesto de contrariedad. Permanece un momento callada mientras desvía su mirada hacia las estrellas. Quizá reflexione tratando de encontrar una nueva veta o el hilo perdido de su discurso.</p>
<p> Inopinadamente cambia de asunto. Farfulla que esa noche no se han cruzado con nadie, que la gente del pueblo no sale a la calle, que con la moda de las <i>televisiones</i> y los <i>aires acondicionados</i> se meten en casa y nadie quiere saber nada de nadie. “Ya no es como antes —continúa con el soliloquio—, cuando todo el mundo salía a tomar el fresco y te enterabas de lo que ocurría… Eso es lo importante: las cosas del pueblo y no las tonterías de la <i>tele</i>, que, además, son mentiras.”</p>
<p> Tío Simón ha ido asintiendo con ligeros movimientos de cabeza las irrefutables sentencias de la Enriqueta sin despegar la vista del suelo.</p>
<p> Después, prosigue un silencio cargado de tensión.</p>
<p> —Se dijo que era tractorista —suelta de pronto la Enriqueta.</p>
<p> Un respingo provoca que tío Simón a punto esté de caer de la silla. Chasquea la lengua mientras trata de equilibrarse. Después, simula sujetarse una pierna con ambas manos en tanto se recompone emocionalmente.</p>
<p> —Y debió ser cierto, porque más de una vez se vio un tractor aparcado en el camino del río. Claro, desde allí veía salir al marido con los niños, iba, en un momento hacía la faena y se escabullía. Pero la gente ve, y una vez pase, pero una y otra y otra… La gente no es tonta. ¡Ah!, y por lo visto era un hombretón. Sí, sí, la muchachita querría un buen macho, uno que la dominara de verdad y no lo que tenía en casa… Aunque el chico era elegante y educado que todo hay que decirlo. Yo te digo una cosa: puesta a elegir, hubiera preferido a ese muchacho que a cualquiera de los brutos que hay sueltos por aquí. Pero la señoritinga tuvo un capricho y no se paró a pensar en el daño que hacía a su propia familia, porque mira la María y tío Sebastián, ni salen de casa por pura vergüenza, porque no se los señale con el dedo.</p>
<p> — Son muy mayores, casi no pueden moverse –argumenta con cautela tío Simón.</p>
<p> —Y tú, ¿cómo estás tan enterado? —replica crecida la Enriqueta.</p>
<p> —Lo sabe todo el mundo, no hay más que verlos. Deben rondar los noventa años –responde pacientemente tío Simón</p>
<p> —Sí, pero valiente sinvergüenza, liarse con la mujer de otro… Y con dos criaturitas. Y además en su propia casa. Tu dirás lo que quieras, pero eso está feo, muy feo, Simón.</p>
<p> —Déjalo ya, mujer.</p>
<p> La Enriqueta vuelve a caer en esos mutismos temporales que otorgan un respiro a tío Simón. Aun así parece intranquilo. Tal vez espera un nuevo ataque sorprendente y con una perspectiva nueva y desconcertante.</p>
<p> —Mira que no venir a ver a sus tíos. Bueno, a lo mejor se lo prohibieron. Desde luego no es para menos. Tener que pasar por aquella vergüenza…</p>
<p> —Tus hijos tampoco vienen a verte todos los días, que se diga.</p>
<p> —Simón, no compares. Ellos tienen que hacer su vida.</p>
<p> —Tus nueras no quieren dormir en esta casa, ni siquiera comer…</p>
<p> —¡Anda, cállate, no desvaríes! ¡Deja de decir tonterías!</p>
<p> La Enriqueta respira hondo, como si tomara nuevas fuerzas antes de acometer una previsible batalla final. Está encolerizada, pero poco a poco parece que su semblante se recompone. Y enseguida continúa:</p>
<p> —La colocaría la hermana. No creo que murieran de hambre Tengo curiosidad, hombre. Porque, ¿de qué iban a vivir? Y, desde luego, la casa no la vendieron. ¿Quién iba a querer una casa tan grande? Y seguro que tenían buenos muebles, porque, claro, había que aparentar. Me gustaría saber cómo estaba amueblada. Que alguien me lo contara. Pura curiosidad, pero me gustaría y mucho.</p>
<p> —Eso pasó hace mucho tiempo –murmura tío Simón entre molesto y vencido.</p>
<p> La Enriqueta queda extrañamente pensativa, eleva la mirada y la deja perdida entre las estrellas. Después, la dirige a los gastados pantalones de pana de tío Simón y a continuación busca su mirada. Él, arqueado, mira al suelo por entre las piernas abiertas.</p>
<p> De golpe, ella, casi gritando, le espeta:</p>
<p> —¿Tú no tendrías nada que ver?</p>
<p> Con aparente calma y tomándose el tiempo preciso, responde entre dientes:</p>
<p> —Qué cosas dices, mujer.</p>
<p> </p>
<p> Doce campanadas rasgan el silencio de la noche.</p>
<p> </p>
<p> Tío Simón se levanta dificultosamente con su crónico balanceo y avanza lento y con acusada cojera camino de la habitación.</p>
<p>La Enriqueta mira su figura encorvada, pensativa, con la boca entreabierta y los ojos semicerrados, escrutadores.</p>
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<p> © Del libro de relatos “Algo que contar” 2011 T.H.Merino</p>
Vlma (I)
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2012-11-05T17:47:04.000Z
T.H.Merino
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<p> Tío Simón chasquea la lengua. Entre las sombras nocturnas desplaza su figura rolliza con notorio balanceo. Colgada de su brazo, la Enriqueta, supone un esfuerzo extra del que no va a quejarse. Sabe que no solo es inútil, sino que además le caería una buena reprimenda. Ella habla de todo, todo lo mezcla y para todo tiene respuesta. Si se empeña pone en aprietos a cualquiera con sus atropellados y altisonantes discursos.</p>
<p> El calor…</p>
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<p> Tío Simón chasquea la lengua. Entre las sombras nocturnas desplaza su figura rolliza con notorio balanceo. Colgada de su brazo, la Enriqueta, supone un esfuerzo extra del que no va a quejarse. Sabe que no solo es inútil, sino que además le caería una buena reprimenda. Ella habla de todo, todo lo mezcla y para todo tiene respuesta. Si se empeña pone en aprietos a cualquiera con sus atropellados y altisonantes discursos.</p>
<p> El calor sofocante de esta noche calinosa obliga a ralentizar el paso y a redoblar esfuerzos. Sus cuerpos bamboleantes cruzan el puente romano que une la población con el cementerio. A escasos metros, solo separadas del río por un camino estrecho marcado de anchas roderas, se levantan las primeras casas.</p>
<p> Ella, de pronto, tironea de su brazo; él chasquea la lengua y se detiene en seco. Permanece quieto. Sin preguntas. Mira al suelo, pero de reojo observa cómo la Enriqueta escruta un edificio de dos alturas y construcción moderna. Un escaparate manchado de yeso delata el pasado comercial de la planta baja. Enclavado próximo al tejado, un potente foco deja al descubierto indecentemente los desconchones de la fachada.</p>
<p> —Veinticinco o treinta años… Si no son más… ¿Qué habrá sido de ellos? —farfulla la Enriqueta.</p>
<p> Con semblante grave, reflexivo, vuelve la vista hacia el puente; después, de nuevo a la casa, como si midiera la distancia o sopesase alguna posibilidad.</p>
<p> En determinado momento, nutrida de detalles, aparenta darse por satisfecha, se recoloca su voluminoso y caído pecho y con un brusco empujón le indica que continúe. Tío Simón, obediente y sufrido, arranca con su singular balanceo.</p>
<p> ─Sería más o menos de mi edad. ¿No te acuerdas? </p>
<p> Tío Simón, arrastrando a la Enriqueta, camina en silencio.</p>
<p> Aunque sin aparente convicción, trata la Enriqueta de introducirle en el tema, de hacerle partícipe, de encontrar un punto de complicidad, pero él camina con la mirada perdida, ausente, sumergido en sus propios pensamientos. Las conjeturas de ella le resultan indiferentes. Sin embargo, ella siempre dice lo que le viene a la lengua, insiste, la escuchen o no la escuchen.</p>
<p> Suben a la acera. Ella carga todo su peso en el brazo de tío Simón y una mueca se dibuja en la boca de este al acusar el esfuerzo añadido.</p>
<p> —Dicen que se lió con uno de aquí, pero no se llegó a saber con quién. Bueno, yo creo que sí se sabía, pero se ocultaba el nombre. Parece mentira lo putas que pueden llegar a ser algunas mujeres. ¿No te acuerdas de ella? —le espeta con otro tirón del brazo, intentando meterle a la fuerza en el tema.</p>
<p> —No —contesta lacónico.</p>
<p> Es un primer paso, suficiente para saber que la escucha y vomitar, según vaya recordando, todos los chismes sin omitir detalle, más los propios que añada deformados a su antojo. No hay prisa: el tiempo sobra.</p>
<p> —Ya queda poco —dice la Enriqueta.</p>
<p> Tío Simón no responde. Siempre es así. Ella habla y habla, palabras sueltas, frases cortas o retahílas de frases deshilachadas a las que, la mayor parte de las veces, no se las encuentra un significado coherente, un endemoniado puzzle que hay que ir componiendo con paciencia. Pero tío Simón está habituado, conoce bien esa malévola letanía que no se sabe con certeza si declama para sí o para los demás.</p>
<p> —Abrir una zapatería en este pueblo… Menudo negocio. Decía que las cosas se estaban poniendo mal por allí, que quería que los niños se criaran en un ambiente sano… Menudas razones. A saber qué había detrás.</p>
<p> El tono creciente de la Enriqueta, favorecido por el silencio que inunda las calles desiertas, toma tintes escandalosos.</p>
<p> —Habla más bajo, mujer —reconviene con prudencia tío Simón.</p>
<p> Ella parece molestarse. Y, en señal de enfado, presiona los labios sacándolos hacia fuera. Él continúa cabizbajo, sin modificar el ritmo cansino de la marcha. Avanzan por calles desiertas y mal iluminadas. El ruido de los pasos se antoja fantasmal: dos sombras que se desplazan lenta y sincronizadamente por el empedrado.</p>
<p> Continúan en silencio unos minutos. Poco después, disminuyen el ritmo hasta detenerse.</p>
<p> —¿Llevas tú la llave, Simón?</p>
<p> —Sí, ya lo sabes –responde con paciencia.</p>
<p> Permanecen frente a una vieja puerta de dos piezas que encajan en horizontal. Tío Simón rebusca en la faltriquera. La luz es escasa. Tantea la cerradura e introduce la llave de hierro fundido y grandes dimensiones. Se oye el ruido metálico del giro, un par de vueltas y empuja el pesado portón; después, levanta la aldaba y cede el paso a la Enriqueta. Un amplio zaguán da acceso por la parte izquierda a una habitación doble; de frente, diseñado como un vagón de tren antiguo, se accede al salón y de éste a la cocina.</p>
<p> Se sientan. Allí acostumbran a hacerlo. El calor es soporífero; el aire, pesado y estático. Tío Simón se quita la camisa y la tira sobre la mesa.</p>
<p> Ella mira de soslayo, de hito en hito; él lo percibe y muestra turbación ante esa mirada que intuye escrutadora. A pesar de la edad, la grasa acumulada y el abundante vello encanecido, quedan las reminiscencias de un pecho fuerte y musculoso.</p>
<p> —Aquí no se puede parar. Voy a tomar el fresco –dice mientras se levanta con torpeza.</p>
<p> —No es para tanto —replica contrariada la Enriqueta.</p>
<p> Sin prestar atención a sus palabras, continúa su lenta marcha arrastrando la silla. Sale y con asombrosa parsimonia la coloca en la acera. Después se acomoda con las piernas entreabiertas, arquea la espalda, apoya los codos sobre las rodillas y deja que la mirada se pierda en el suelo.</p>
<p> </p>
<p> —¡Uf! Dentro no se puede respirar —masculla la Enriqueta, minutos más tarde, mientras deposita la silla en la acera y se arrellana.</p>
<p> Tío Simón chasquea la lengua sin apartar la vista del suelo.</p>
<p> —Era la sobrina del chacinero, de tío Sebastián el de la María. ¿Tampoco te suenan? —dice en tono socarrón—. Eso sí que era un negocio… Seguro que la casa se la construyeron ellos, para tenerlos cerca, como ya iban estando mayores y no tenían hijos… Ella seca como un tasajo y siempre con ese vestido negro, en invierno y en verano. Y él… regordete y antipático, que te pisaba y no te daba ni los buenos días… Dinero sí que tendrían, si no de qué se iban a venir los otros, más que para chupar.</p>
<p> Aunque a tío Simón no le sorprende, da por hecho que la Enriqueta tiene el propósito de continuar con ese asunto hasta dar cuenta de todos los detalles, hasta donde sus recuerdos y su imaginación se lo permitan.</p>
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<p> *Del libro de relatos "Algo que contar" 2011 T.H.Merino</p>
La danza de los perros (I)
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-10-17:3073384:BlogPost:270809
2012-10-17T05:38:58.000Z
T.H.Merino
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<p> Fue el rótulo de metacrilato fijado al muro con clavos dorados y no la propia casona lo que atrajo mi atención. Después sí, ya reparé en ella, en su majestuosidad, en su blasón sobre el dintel que coronaba la entrada principal, en la puerta ancha de la caballeriza… Pero, como decía, eso llegó después, sólo cuando leí en el rótulo: “Audiencias de la condesa y visita guiada de once a trece, incluso festivos”.</p>
<p> Restaba una hora, pero ya había sucumbido a la…</p>
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<p> Fue el rótulo de metacrilato fijado al muro con clavos dorados y no la propia casona lo que atrajo mi atención. Después sí, ya reparé en ella, en su majestuosidad, en su blasón sobre el dintel que coronaba la entrada principal, en la puerta ancha de la caballeriza… Pero, como decía, eso llegó después, sólo cuando leí en el rótulo: “Audiencias de la condesa y visita guiada de once a trece, incluso festivos”.</p>
<p> Restaba una hora, pero ya había sucumbido a la curiosidad y tomado la firme decisión de esperar al horario de apertura, aunque dudaba si la audiencia requeriría aceptación previa.</p>
<p>Para distraerme, vagué por aquel lugar perdido de la Mancha, un pueblecito de trazos medievales bien conservados, un lugar donde no había llegado la aniquiladora modernidad.</p>
<p> A medida que transcurría el tiempo comenzaba a notar cierta presión conjeturando sobre los secretos que mi imaginación atribuía a aquella casona.</p>
<p> Inmerso en mis cavilaciones, desperté del letargo cuando las campanadas me alertaron. Un primer momento de confusión, pero enseguida, tornando a la realidad, conseguía orientarme y encaminar mis pasos hacia el objetivo.</p>
<p> En apenas unos minutos me hallaba de nuevo ante aquel caserón. Sin vacilar accioné el llamador de bronce y no tardé en percibir movimientos provenientes de su interior. Parecía que las cosas se desarrollaban de acuerdo a mis deseos. </p>
<p> En cuanto entreabrió la puerta y comenzó a asomar aquella mujer de apariencia octogenaria, de escaso y blanquísimo cabello, y un cuerpo que, a pesar de sus ropajes amplios y desfasados, se adivinaba extremadamente delgado, presentí que ella era la condesa. Sus ojos grandes y negros, instalados en la enjutez de su rostro macilento y apergaminado, transmitían misterio. Su menuda cabeza la tocaba con un viejo sombrero adornado con plumas. Por último, su porte, con claros rasgos y modales de ilustre ascendencia, no dejaban indiferente.</p>
<p> Con una sonrisa sesgada, que interpreté altiva, y sin pronunciar palabra, me tendió la mano con la palma vuelta hacia abajo; entregándola, supuse, para ser besada a la antigua usanza. No quise defraudarla y, si bien es cierto que no llegué a rozarla, sí que acompañé su gesto con una reverencia. Ella modificó su sonrisa; ahora, interpreté, de aparente y discreta satisfacción. Transportado imaginariamente a su época, la que trataba de representar, deduje que me consideraba un siervo encogido ante la presencia de su señora.</p>
<p> Con un gesto inequívoco me invitó a seguirla por un amplio pasillo, empedrado, mal iluminado y de escasa ventilación. Tras sus pasos, caminé despacio, casi a tientas. Me costaba seguirla. No solo por desconocimiento del terreno, sino por sensaciones extrañas e inasibles que, no me importa reconocer, me atenazaban, procurándome un estado de angustiosa alerta.</p>
<p> Sí, es cierto, percibía algo indefinido, tenebroso y denso, que flotaba en el ambiente rancio de aquella vetusta casona. Algo que ejercía una poderosa atracción a adentrarse en el peligro y que, a su vez, pugnaba con el deseo reprimido de huida.</p>
<p> —Pase usted a la derecha —dijo la condesa, deteniéndose en seco, con un delicado hilillo de voz.</p>
<p> El entorno en penumbra y esa voz que oía por primera vez me produjeron escalofríos. Traté de sobreponerme. Llené los pulmones de aire, de aquél aire estancado, de otro tiempo. Me volví con temerosa cautela para confirmar que era la misma persona. Inconscientemente necesité asociar su voz a su figura. Quizá con el propósito de familiarizarme, de ahuyentar temores. Es ella y ésa es su voz, me dije, nada fuera de lo común.</p>
<p> Con el brazo extendido y la mano abierta señalaba en dirección a la pieza que quedaba a su diestra.</p>
<p> No exento de recelo empujé la pesada puerta. Una mole de madera labrada, coronada por un arco ojival. En su interior reinaba la oscuridad. Me detuve. Captó mi indecisión y, con premura, se me adelantó escurriéndose con agilidad, a pesar del ropaje, por el estrecho espacio que mediaba entre la jamba derecha y mi petrificado cuerpo.</p>
<p> Prendió un candelabro y conseguí entrever de nuevo su menuda figura moviéndose de un lado a otro con soltura y eficacia hasta encender seis candelabros situados estratégicamente, supuse, para iluminar por igual todo el espacio de la estancia.</p>
<p> Permanecí clavado en el vano de la puerta sin decidirme a entrar, observando. Todo aquello se me antojaba un espectáculo anacrónico y fantasmal, una visión ajena a la realidad, al menos a las realidades que yo conocía. Las llamas titilantes de las velas permitían entrever una sucesión de retratos al óleo de rostros bigotudos, en colores parduscos, perfectamente alineados en tres de las cuatro paredes, que debían representar, pensé, los ancestros masculinos de una rancia familia. La cuarta pared, cuya altura, de al menos cuatro metros, estaba cubierta enteramente por armas de fuego de tamaños diversos y, supuse, de distintas épocas.</p>
<p> —Acérquese, joven. Venga y siéntese —dijo, con aquella voz suya, fría, heladora, de ultratumba, sacándome de mi ensimismamiento—. Le referiré la historia de nuestro apellido —continuó—. De ese modo, comprenderá mejor las proporciones, los objetos… Después comenzaremos la visita… Nos llevará unos horas —manifestó entrecortadamente con su fino hilo de voz, manteniendo la frente alta y sin dejar de mirarme a los ojos con cierto deje desdeñoso, de pretendida superioridad—. ¡Ah!, antes quiero mostrarle algo interesante.</p>
<p> Las preguntas bullían en mi cabeza y pugnaban por salir. Creí que era el momento, y dije: “¿No se encuentra el conde en la casa?”.</p>
<p> —Mi cónyuge, el señor conde, volverá en unos días. Participa, junto a otros nobles, en una partida de caza –manifestó la anciana en tono solemne, elevando mucho la frente.</p>
<p> —¿Y la servidumbre, señora condesa?</p>
<p> La mujer caviló un momento antes de responder. Después, dijo: “Cuando mi marido se ausenta, dispongo que todos se marchen —afirmó tajante—. Es bueno para el espíritu, ¿sabe? —continuó, tras una breve pausa, en tono reflexivo cambiando el curso de la conversación—. Ahora verá usted. Ya le avancé que le mostraría algo fantástico.</p>
<p> —Necesitará alimentarse, señora condesa —dije, pasando por alto sus últimas palabras.</p>
<p> —Las necesidades alimenticias, a determinada edad, disminuyen hasta extremos insospechables —respondió sin vacilación—. Además, todo el condado, como puede colegir, se encuentra a nuestros pies —añadió.</p>
<p> Sospeché que su forma de eludir mis preguntas directas y el palmario tono altivo constituían un llamado de atención a mi irreverente indiscreción.</p>
<p> Por otra parte, debo confesar que a medida que avanzaba nuestra conversación y la estancia en la casa aumentaba la sensación de incomodidad generándome gradual inquietud. Me sentía transportado a épocas pasadas, que yo lógicamente no había vivido, pero que asociaba a secuencias cinematográficas captadas y retenidas de películas de época.</p>
<p> Pensaba en un escenario ficticio creado para falsos aventureros, que aquella situación respondía a un montaje de película de suspense, cuya trama, jalonada de intrigas, convergería en un asesinato. Por supuesto, falso. Quería creer que de un momento a otro la situación tomaría tintes realistas desplazando esa escenografía delirante, precedido por algún susto de muerte que supondría el culmen de la burla. </p>
<p> </p>
<p> Del libro de relatos "Algo que contar" 2011 T.H.Merino</p>
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Las tribulaciones de un hombre corriente (II-Final)
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-10-05:3073384:BlogPost:268486
2012-10-05T15:03:58.000Z
T.H.Merino
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<p> … Cambia de canal. Una película. Observa con atención. Parece interesante mientras trata de adivinar el desenlace. El desarrollo no deja lugar a dudas: una película moderna, una producción de las denominadas enlatadas para cubrir, entre cortes publicitarios interminables, espacios muertos televisivos. Pronto deduce la génesis simplona de la historia y prevé su final. A partir de ahí se diluye el misterio y pierde el interés. Pulsa el botón <em>on/off</em>. Se levanta…</p>
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<p> … Cambia de canal. Una película. Observa con atención. Parece interesante mientras trata de adivinar el desenlace. El desarrollo no deja lugar a dudas: una película moderna, una producción de las denominadas enlatadas para cubrir, entre cortes publicitarios interminables, espacios muertos televisivos. Pronto deduce la génesis simplona de la historia y prevé su final. A partir de ahí se diluye el misterio y pierde el interés. Pulsa el botón <em>on/off</em>. Se levanta pesadamente. Se siente físicamente anquilosado y negativo de ánimo. Se dirige a la cocina, abre el frigorífico y toma una lata de cerveza. Vuelve al salón, se sienta, echa un trago y decide que no le apetece tomar cerveza. No tiene sed. Además, ha perdido el gusto por la cerveza. Vuelve a la cocina y la vierte en el fregadero. Permanece un momento de pie, sin saber qué hacer o dónde dirigirse; de nuevo al salón. Permanece en pie, dubitativo. De pronto recuerda que tiene que limpiar los zapatos, dejarlos brillantes. Siempre le ha gustado llevar los zapatos brillantes, que asemejen el brillo del charol. Pero se arrellana de nuevo en el sofá. Aún queda mucha tarde de domingo y, a fin de cuentas, en limpiar los zapatos tarda, esmerándose mucho, diez minutos, contando con tomar los zapatos del armario, desplazarse a la terraza, extender los utensilios de limpieza, cepillarlos, aplicar el betún, de nuevo el cepillo y volverlos al armario.</p>
<p> La casa permanece silenciosa. Como si alguien hubiese administrado somníferos a los niños; también a Lucinda, que permanece extasiada en la lectura o simulando estar absorta en la lectura y quizá su cabeza gire en torno a pensamientos nebulosos, que haya caído en una trampa mortal y no pueda ni quiera salir de ella, regodeándose en esa situación difícil en lugar de levantarse con resolución, mirarse al espejo y decirse: “Esto lo cambio yo”, idear el modo y ponerse manos a la obra sin ningún tipo de vacilación.</p>
<p> Oye risas infantiles, contenidas, e inmediatamente después murmullos aislados que de nuevo dejan paso al silencio absoluto. El volumen del televisor deben mantenerlo bajo o simplemente lo tienen apagado.</p>
<p> Vuelve la cabeza hacia un costado y observa la atestada librería que tiene a su izquierda. Se pregunta si tomar uno, ojearlo. Quizá algo llame su atención, le incite a la lectura, le distraiga y le haga pasar un rato entretenido. Se pregunta cuánto tiempo será necesario para escribir uno de esos libros. Especula si el tiempo estará relacionado necesariamente con el número de páginas impresas; es decir, si uno de doscientas páginas puede tardarse dos o tres veces más en escribir que otro de quinientas o seiscientas páginas. Tal vez el reducido sea una obra bien trabajada, redonda, mientras que el otro, el voluminoso, por ejemplo, de seiscientas páginas, sea un coser y cantar sin detenerse el tiempo necesario en las puntadas, en conseguir que las costuras resulten inexistentes; o mejor, inapreciables a la vista. Pero su espíritu no está para detenerse en la lectura. No lograría centrarse en la historia. En cualquier caso, que necesidad tiene de leer historias ajenas si ya tiene la propia y, aunque ordinaria, desde luego compleja. Una historia sin escribir que deambula sin descanso por su cerebro, que no consigue hacerla avanzar o retroceder. Dirimir ese nudo gordiano reclama todas las fuerzas, toda la concentración posible. Concluye que no sería buena idea intentar adentrarse en la lectura de novelas. Supondría releer los párrafos más simples una y otra vez hasta el vértigo sin obtener provecho alguno. No, la idea no es buena. Tal vez necesite airear el cerebro. Demasiadas vueltas sobre sí mismo, sobre sus pensamientos lacerantes. Siente vértigo. Por un momento cree que va a despeñarse. Se afianza con las manos al sofá y se dice que debería recurrir a un psiquiatra. Pero no, se dará tiempo. Antes intentará salir de esto sin fármacos, sin lavados de cerebro. Saldrá por sí mismo. No lo duda. Sólo es cuestión de resituarse, piensa, tomar perspectiva de la situación y decidir sin que le tiemble la mano. Piensa que le vendría bien un paseo. Quizá consiga un poco de sosiego. Sí, el movimiento del cuerpo mantenido durante un tiempo ayuda a que las cosas mentales se reequilibren, que vuelvan a su sitio. Enseguida recuerda que, los domingos por la tarde, las calles centrales de la ciudad están desiertas. Esto afloja sus intenciones. La gente se toma un respiro en sus casas para afrontar la semana. Mira a su mujer. Continúa sentada en un ángulo del salón ajena a sus devaneos. Permanece con la vista clavada en el libro, sin pestañear. No recuerda que ella haya pasado una sola página. Claro, que él no ha permanecido vigilante. Pero aun así, aunque absorto en sus pensamientos, sí debería haber percibido algún movimiento borroso. No lo recuerda. Presiona la tecla <em>on/off</em> del mando a distancia. En el canal que sale en primer lugar, están pasando resúmenes de partidos de fútbol. No le interesa. Presiona la techa <em>txt</em> y echa una ojeada. No hay noticias nuevas desde la última vez, hace algo menos de media hora. Secretamente suspira por una noticia de alcance mundial, por ejemplo, un volcán en erupción que haya dejado un número elevado de muertos o un huracán que haya arrasado una zona turística y se haya llevado a cientos de bañistas o una incursión de una nación en otra, que hubiera dado lugar a una declaración de guerra, o un golpe de estado en un país geopolíticamente protegido o controlado por potencias políticas o militares, hechos que saquen de la monotonía, de lo anodino, de esos que se tiene el presentimiento o el deseo de que la cosa no quedará ahí, que tendrá consecuencias planetarias, reacciones contundentes a la acción que pueden cambiar el mundo o buena parte de él. Una noticia de semejante calado desplazaría temporalmente sus pesares. Hasta que pasara la novedad, hasta que el aluvión informativo cesara. Mientras, sería un asunto distinto al que dar vueltas. Pero no, nada de eso reflejan las noticias virtuales. Ninguna novedad. Presiona de nuevo la tecla <em>on/off</em>.</p>
<p> Los niños salen de la habitación brincando, pidiendo la cena. Mira el reloj que tiene frente a sí. Caramba, las diez, se dice. Ve a su mujer levantarse parsimoniosamente, con cara de pocos amigos, y adentrarse en la cocina. Es hora de volver a la realidad, piensa, mañana hay que acudir a la oficina y aún no he lustrado los zapatos.</p>
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<p>*Del libro de relatos “Algo que contar” 2011 T.H.Merino</p>
Las habladurías de un loro
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-09-11:3073384:BlogPost:263230
2012-09-11T22:01:28.000Z
T.H.Merino
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<p> He reflexionado lo suficiente sobre el infausto suceso que me ha traído ante sus señorías. Antes de relatarles lo que desean saber, me veo en la necesidad de esbozar las circunstancias con el solo objeto de aproximarles el marco escénico donde yo representaba un rol indeseable. Después, señorías, referiré los hechos cuanto sea preciso y demanden, así como los sentimientos negativos que una vez engendrados conllevan inevitables desenlaces.</p>
<p> Aunque impropio de los…</p>
<p> He reflexionado lo suficiente sobre el infausto suceso que me ha traído ante sus señorías. Antes de relatarles lo que desean saber, me veo en la necesidad de esbozar las circunstancias con el solo objeto de aproximarles el marco escénico donde yo representaba un rol indeseable. Después, señorías, referiré los hechos cuanto sea preciso y demanden, así como los sentimientos negativos que una vez engendrados conllevan inevitables desenlaces.</p>
<p> Aunque impropio de los tiempos presentes, fue, el nuestro, un matrimonio de conveniencia y no de afinidades sentimentales puras. Nuestra atracción estuvo basada recíprocamente por las carencias propias de lo que el otro poseía. Yo aportaba aquello de lo que al hombre le gusta jactarse, sobre todo ante sus enemigos: cultura, elegancia y, según oí de muchos hombres, un atractivo poco común; mi marido aportó dinero, tierra, servidumbre, posición social y, enclavada en un bosquecillo aún joven, una magnífica mansión de tres plantas. Sin embargo, de esta posición económica y social envidiable de mi marido, solo llegaría a disfrutarla un periodo muy corto. Sí, verdaderamente corto. Al poco tiempo de instalarnos, una vez casados, mi marido despidió al servicio; poco después, redujo nuestra residencia a una sola planta, clausurando el resto de la vivienda. Allí, durante años, fui víctima de los celos extremos de mi marido, cuyo estrecho cerco me situó en la desesperación y en los límites de la locura.</p>
<p> Anticipo, en defensa de mi recta moralidad, que nunca malogré los sagrados deberes de esposa. Y para concluir estas pinceladas introductorias de tan desafortunada convivencia, añadiré que mi refinado espíritu se vería definitivamente vejado con la adición de un nuevo y grotesco elemento, privándome con ello de las más elementales intimidades, y que, cuyo deseo de preservarlas, no obedecían a otra razón que no fuera mi sentido del pudor. Y por ser este último acto lo que en verdad atentó contra mi dignidad y cordura, si sus señorías me lo permiten, por él daré comienzo.</p>
<p> Con la adquisición de un loro por parte de mi marido, las circunstancias tomaron al principio una faz engañosa. Él, de pronto, pareció ignorar mi presencia. Absorto en lo que yo creía mera afición al animal, había dejado de dirigirme su persistente y molesta atención, sus reconvenciones y sus celosas insinuaciones. Su tiempo, dividido entre sus misteriosas ocupaciones fuera del hogar y las enseñanzas al loro, me procuraban una gratísima liberación. Siempre había observado buen entendimiento —si puede decirse así— entre mi esposo y los animales, y ello, unido a las extraordinarias cualidades que pronto se revelarían en el loro, dieron para mí un fruto indeseable. En efecto, poco tiempo después —debió ocurrir cuando, a juicio de mi marido, el loro practicó con éxito las primeras enseñanzas—, comenzó a dirigirme acusadoras miradas y un trato vejatorio, cuya intensidad y extremos hasta entonces no hubiera podido imaginar.</p>
<p> Quizá debe decir que, en ocasiones, antes de la impuesta convivencia con el loro, llegué a desear los arrebatos pasionales de mi marido motivados por los celos, porque sin excepción concluían en una cálida aproximación física, acompañada de palabras blandas y gestos tiernos. Desde luego, bien sabía yo que se trataba de ternura falaz, mediatizado como estaba por un instinto satisfecho y una extenuación física que le privaban, respectivamente, del objeto y de la fuerza necesaria para mantener la lucha. En definitiva, una tregua para rearmarse y acometer una batalla de mayor virulencia.</p>
<p> En fin, creo que estas últimas consideraciones escapan al núcleo de asunto y, por tanto, ahí las dejaré.</p>
<p> Llegué a detestar al loro, a las habladurías que intercambiaba con mi marido… ¡Y de qué manera! Si bien, creo, la aversión fue recíproca. En ocasiones sorprendía su torva mirada y su pico torcido, o bien la imitación burlesca de gestos que me son enteramente propios y otros, ajenos a mí, inequívocamente lascivos. Le hubiera rebanado el pescuezo. En más de una ocasión, en honor a la sinceridad de mis palabras lo digo, reprimí con dificultad esa poderosa tentación. De no haber vencido aquel impulso —ahora, conocidos los extremos lo sé—, mi marido no hubiera dudado en emular mi acción, asignándome el papel de víctima.</p>
<p> El loro conocía en detalle cada uno de mis movimientos por la casa, porque su atalaya, situada en el centro del salón, constituía un lugar estratégico por ser paso obligado al resto de las dependencias. Al principio vivió encadenado a su percha, pero, poco tiempo después, mi marido lo liberó. De este modo podía seguirme sigilosamente por las estancias abiertas de la planta y, de improviso, hacerme notar su presencia, mediante un revoloteo a mis espaladas, acompañándose de una especie de graznido pavoroso. Así me sorprendía en el baño, en el lecho, durante las horas de reposo o bien mientras realizaba las tareas domésticas. Yo le chillaba o le dirigía gestos amenazadores, y él volvía mansamente a su atalaya. Sin embargo, pronto renuncié a esa actitud, porque, asociado a esas ocasiones, mi marido descargaba sobre mí un trato más brusco del habitual. Para defender mis intimidades, decidí cerrar las puertas a mi paso, pero, de nuevo, tuve que desistir por temor a la ya natural iracundia de mi marido. De este modo, progresivamente, me había visto privada del más elemental sosiego, lo que acabaría por convertirse —como sus señorías podrán entender— en una insufrible pesadilla.</p>
<p> El maldito loro había adquirido además un inusitado sentido del tiempo, impropio, según creo, en seres de su especie. Cuando mis ausencias —por otro lado, escasas— excedían el tiempo habitual, mi marido, tras secretear a su regreso, como era ya costumbre, en esas ocasiones y no en otras, manifestaba su enojo por medio de insinuaciones insidiosas e indignas hacia mi persona. El siniestro animal, protegido por mi marido, parecía tener conciencia de su posición de fuerza frente a mí. Por entonces ya había renunciado a la idea de desprendernos de él, pues mis tímidos requerimientos en los momentos de tórrida aproximación habían sido respondidos con alusiones a determinados secretos, lo que venía a reafirmar mi creencia acerca de los motivos que le indujeron a adquirir tan detestable pájaro. No cabía duda, era el medio para someterme a una permanente y estrechísima vigilancia.</p>
<p> Durante años —no recuerdo cuántos, pues esta presionante situación me hizo perder el sentido del tiempo—, soporté el acoso de una fuerza física superior, apoyada en la vigilancia de un ser de inferior especie, que generaron en mí sentimientos de impotencia y ánimos de venganza. Comprendan sus señorías mi desesperado estado, que disminuyó —debo decirlo— cuando, con el paso del tiempo, acepté mi fatal destino. Acomodada a estas circunstancias, aunque desde luego descontenta de mi suerte, me sorprendía a mí misma pensando fríamente en la búsqueda de una solución. No tardé en encontrar una aparentemente sencilla: la sustitución del loro. Sin embargo, la minuciosidad de los detalles con objeto de evitar la mínima sospecha por parte de mi marido, unida a la relativa escasez de estos pájaros, significaron un severo trabajo. Pero la fe en mi misma, la necesidad de salvarme y la constancia en la lucha favorecieron mi suerte.</p>
<p> El resultado fue sorprendente. Después de sus frustradas charlas con la réplica física del viejo loro, observaba a mi marido sudoroso y presto a caer en estado de profundo abatimiento. Ni una mirada, ni una palabra me dirigía, ni para bien ni para mal. Mientras, yo, día a día, iba recobrando la serenidad, mi marido, por el contrario, permanecía meditabundo, hundido en el sillón, ajeno al entorno y a mi persona. Deben creerme, señorías, si les digo que llegué a sentir verdadera compasión y deseos de ayudarle, pero la incertidumbre de su reacción me asustaba y me detuvo.</p>
<p> Desconozco si la causa que movió a mi marido a desaparecer fue —no habiendo sospechado de mi acto— la afrenta recibida por la traición de su confidente o bien — habiéndolo sospechado— por la pérdida efectiva de su obsesivo control sobre mí. Esta duda no podré resolverla, pero sí afirmo que desde el pasado mes nada supe de mi marido hasta que me llamaron sus señorías para reconocer el cadáver. Es todo cuanto puedo decirles. ¡Ah! Al confidente de mi marido lo vendí por un precio irrisorio a un pajarero de una ciudad distante que no tengo intención de revelar.</p>
<p> Y ahora, señorías, espero su veredicto.</p>
<p> 1980</p>
<p></p>
<p> *Del libro de relatos “Las habladurías de un loro” T.H.Merino</p>
De 5:00 a 7:00 a.m. (I)
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-08-26:3073384:BlogPost:260490
2012-08-26T11:18:08.000Z
T.H.Merino
https://www.creatividadinternacional.com/profile/THMerino
<p></p>
<p>Fragmento del relato (parte I) publicado en el grupo <a href="http://www.creatividadinternacional.com/group/varios"><img alt="Qué lees" class="xg_lightborder" height="31" src="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2955680304?profile=RESIZE_180x180" style="width: 33px; height: 27px;" width="63"></img></a> Ver enlace:</p>
<p></p>
<p><a href="http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/de-5-00-a-7-00-a-m-i">http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/de-5-00-a-7-00-a-m-i</a></p>
<p class="Sinespaciado"> "Apenas despertar han sonado cuatro campanadas, y a continuación, con sonidos más espaciados y…</p>
<p></p>
<p>Fragmento del relato (parte I) publicado en el grupo <a href="http://www.creatividadinternacional.com/group/varios"><img style="width: 33px; height: 27px;" class="xg_lightborder" alt="Qué lees" src="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2955680304?profile=RESIZE_180x180" width="63" height="31"/></a> Ver enlace:</p>
<p></p>
<p><a href="http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/de-5-00-a-7-00-a-m-i">http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/de-5-00-a-7-00-a-m-i</a></p>
<p class="Sinespaciado"> "Apenas despertar han sonado cuatro campanadas, y a continuación, con sonidos más espaciados y graves, otras cinco. He sentido extrañeza del lugar, de este previsible cuarto, y mis ojos han recorrido veloces la oscuridad sin encontrar referencias, solo oscuridad.</p>
<p> Siento, ahora, la tentación de volver a mi recién comenzado estudio de las sombras, de los objetos inmersos en sombras; sin embargo, alguna flaqueza generada por la inquietud, me lo impide. Por otro lado, pensándolo bien, nada me obliga a continuar esas ociosas cavilaciones que seguramente a nada conduzcan, salvo pasar el tiempo hasta que la luz dé forma y ponga nombre a cada uno de los objetos, a la estancia, a la persona que yace sosegadamente a mi lado y, particularmente, que todo ello ayude a determinarme mi identidad sacándome de esta espesa niebla que oscurece mi memoria. Aunque sí debo decir que percibir el estado pacífico de la persona que yace a mi lado me aporta cierta tranquilidad."</p>
<p><span class="font-size-1"> <b><i>1980</i></b></span></p>
<ul>
<li>“<i>Del libro de relatos “Las habladurías de un loro”</i> T.H.Merino</li>
</ul>
<p></p>
El perfume
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-08-18:3073384:BlogPost:258835
2012-08-18T18:58:24.000Z
T.H.Merino
https://www.creatividadinternacional.com/profile/THMerino
<p> Si cuando preguntas, ¿qué perfume usas?, alguien responde, gotas de pasión, un naipe, entre los demás, inquieto y presuntuoso se agita en tu mano y pugna por significarse, por caer sobre el tapete y atrapar la carta que decide el juego. Pero antes que ese corazón de papel se deje conducir por el despótico albedrío de la vanidad, antes que tu persona se lastre con falsos oropeles de presunta victoria, debes meditar las consecuencias mezquinas de tan quimérico triunfo. Por…</p>
<p> Si cuando preguntas, ¿qué perfume usas?, alguien responde, gotas de pasión, un naipe, entre los demás, inquieto y presuntuoso se agita en tu mano y pugna por significarse, por caer sobre el tapete y atrapar la carta que decide el juego. Pero antes que ese corazón de papel se deje conducir por el despótico albedrío de la vanidad, antes que tu persona se lastre con falsos oropeles de presunta victoria, debes meditar las consecuencias mezquinas de tan quimérico triunfo. Por ejemplo, debes saber que el juego ganado es solo fracción de una larguísima partida. Debes saber, así mismo, que gotas de pasión es una parte desgajada de la respuesta completa, que bien podría ser “yo,…gotas de pasión…”, en la cual el pronombre yo subyace oculto, separado, y, ante todo, en primer lugar. También debes saber que esas pocas palabras se acompañan de un anémico parpadeo o de un brillo peculiar de ojos o de una flojedad labial o de un cuello que cae flexible y manso sobre un hombro o de un efusivo beso aplicado en la mejilla, pero muy próximo a alguna de las comisuras de los labios, o tal vez se den todas o varias o ninguna de esas manifestaciones y sí, en cambio, otras del interminable repertorio en clave de aceptación, que, con el mismo significado pasional, responden a la pregunta ¿qué perfume usas? Y, sobre todo, debes saber que te encuentras frente a una decisión vital. Sé que, apenas oír esta última afirmación, refunfuñas diciendo, claro, pero la vida es larga y siempre cabe retractarse de las decisiones y alguna vez, sólo alguna vez, no produce descalabro.</p>
<p> * * *</p>
<p> Por las noches, alguien con descuidada presencia se siente frente a mí, me dices; y continúas, me aterra el mate genuino de sus ojos, los labios ya no le tiemblan —dudo que alguna vez le temblaran, que no fueran alucinaciones pasionales—; su cuello rígido sostiene firmemente la cabeza; el aliento, entonces acallado, tal vez, por la fogosidad de los besos, lo percibo fétido, nauseabundo; el cabello lacio y desgreñado, por entonces ingrediente afortunado de pasión, la enfría ahora. Me entenderás si te digo que me demoro en jugar un nuevo naipe triunfador, de signo contrario al que me hablabas antaño. Espero que entiendas por qué dudo en jugar otro naipe. Sencillamente, no creo en las victorias.</p>
<p> * * *</p>
<p> Olvidé decirte que la pasión envejece prematuramente. Tiene prisa por conocer sus límites y los agota, se entrega con entusiasmo suicida y paga el esfuerzo y se vuelve egoísta y cuando te llega el eco de su voz circunspecta diciendo “necesito descansar", entonces se queda profundamente dormida, y protestará si la remeces, y quizá solo a preguntas de algún desconocido volverá a responder el nombre del perfume. Por eso siempre me entristece cuando a alguien le responden, gotas de pasión. Comienza el fin.</p>
<p> * * *</p>
<p> El momento oportuno de retractarse ha huido, me dices con un hilillo titilante de voz. Y continúas, la comodidad, la dejadez o quién sabe qué es lo que ha hecho el momento menos oportuno, inoportuno y, por fin, absolutamente inoportuno. Sí, mi frágil memoria ya no puede recordar las inquietudes pasada y, a veces, me río tontamente, sin saber de qué. Ahora, inmerso en la bruma, entreveo el brillo de la vejez asomando a sus ojos, unos labios y unas manos que tiemblan afectadas por el parkinson, pero me siento senilmente feliz, porque la piel floja de mi vientre caído y abultado no soportaría el más liviano ataque de pasión.</p>
<p>1979</p>
<p> </p>
<p>*Del libro de relatos “Las habladurías de un loro” –T.H.Merino Agosto 2012</p>
Vegetal
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-08-07:3073384:BlogPost:256043
2012-08-07T11:47:55.000Z
T.H.Merino
https://www.creatividadinternacional.com/profile/THMerino
<p>Fragmento del relato publicado en el grupo "Qué lees".</p>
<p>Enlace: <a href="http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/vegetal">http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/vegetal</a></p>
<p>“El lenguaje de las flores”. Tal vez ése era el título. No lo recuerdo bien; sí, por el contrario, las imágenes algo veladas de la ilustración naif de la cubierta: una mujer joven, rubia, de rizos angelicales, sonriente en medio de un paraíso floral.…</p>
<p>Fragmento del relato publicado en el grupo "Qué lees".</p>
<p>Enlace: <a href="http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/vegetal">http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/vegetal</a></p>
<p>“El lenguaje de las flores”. Tal vez ése era el título. No lo recuerdo bien; sí, por el contrario, las imágenes algo veladas de la ilustración naif de la cubierta: una mujer joven, rubia, de rizos angelicales, sonriente en medio de un paraíso floral. Recuerdo también que el ejemplar lo adquirí con fines aviesos, para regalarlo a una muchacha sentimentaloide con el mero propósito de seducirla. Sabía que ella se dejaba conducir por el hilo romántico.</p>
<p>(Del libro de relatos "Las habladurías de un loro" T.H.Merino - 1.980)</p>
<p>Agosto 2012</p>
ANTESALA
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-06-17:3073384:BlogPost:243563
2012-06-17T14:30:00.000Z
T.H.Merino
https://www.creatividadinternacional.com/profile/THMerino
<p><a href="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2867598474?profile=original" target="_self"><img class="align-full" height="185" src="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2867598474?profile=original" width="274"></img></a> <span class="font-size-1">Ilustración: Pedro M.Martínez, escritor y fotógrafo</span></p>
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<p> Han dado las cinco. La tarde es lenta, interminable. Fuera hace frío.</p>
<p><i> Habrá que pensar en la cena</i>, dice María. Rufo, arqueando las cejas, asiente con un movimiento imperceptible de cabeza.</p>
<p> Instantes después, ambos…</p>
<p><a href="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2867598474?profile=original" target="_self"><img class="align-full" src="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2867598474?profile=original" width="274" height="185"/></a> <span class="font-size-1">Ilustración: Pedro M.Martínez, escritor y fotógrafo</span></p>
<p> </p>
<p> </p>
<p> Han dado las cinco. La tarde es lenta, interminable. Fuera hace frío.</p>
<p><i> Habrá que pensar en la cena</i>, dice María. Rufo, arqueando las cejas, asiente con un movimiento imperceptible de cabeza.</p>
<p> Instantes después, ambos parecen olvidados de la expresión ritual de María, de ese estribillo que, de cuando en cuando para romper el silencio, deja oír sin más variación que la adecuación al momento<i>, habrá que pensar en…</i> Ambos continúan mimetizados en sus sillas de armazones negros y asientos de enea recibiendo el cálido ósculo del hogar. Rufo apoya los brazos en los muslos para encubrir los molestos temblores de manos. María le observa, siempre le observa con sus ojillos de águila singular. <i>Debes ir al médico,</i> dice María. <i>Esto no hay quien lo pare. Es cosa de la mucha edad,</i> masculla Rufo. Prosigue un calmoso silencio. María suspira desde el corazón mismo del alma. Un desahogo de vagas contrariedades que flotan imprecisas en su memoria desgastada.</p>
<p>Continua...</p>
<p><a href="http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/antesala" target="_blank">http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/antesala</a></p>
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<p>Del libro de relatos “Las habladurías de un loro” 1.980 T.H.Merino</p>
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<p><a href="http://www.creatividadinternacional.com/group/varios/forum/topics/antesala" target="_blank"></a> </p>
LA MUJER DEL CUADRO (Crítica literaria)
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-06-03:3073384:BlogPost:240579
2012-06-03T14:30:00.000Z
T.H.Merino
https://www.creatividadinternacional.com/profile/THMerino
<p><img class="align-full" height="386" src="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2867598527?profile=original" width="307"></img></p>
<p><span class="font-size-1">Título: <strong>La mujer del cuadro</strong></span></p>
<p><span class="font-size-1">Autora: <strong>Cristina de Jos´h</strong></span></p>
<p><span class="font-size-1">Prólogo: <span style="color: #000000;"><strong>Rosa Villacastín</strong></span></span></p>
<p><span class="font-size-1">Editorial: <strong><span style="color: #000000;">Vergara</span></strong></span></p>
<p><span class="font-size-1">1ª edición: <strong>Octubre…</strong></span></p>
<p><img class="align-full" height="386" src="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2867598527?profile=original" width="307"/></p>
<p><span class="font-size-1">Título: <strong>La mujer del cuadro</strong></span></p>
<p><span class="font-size-1">Autora: <strong>Cristina de Jos´h</strong></span></p>
<p><span class="font-size-1">Prólogo: <span style="color: #000000;"><strong>Rosa Villacastín</strong></span></span></p>
<p><span class="font-size-1">Editorial: <strong><span style="color: #000000;">Vergara</span></strong></span></p>
<p><span class="font-size-1">1ª edición: <strong>Octubre 2007</strong></span></p>
<p><span class="font-size-1">Páginas: <strong>254</strong></span></p>
<p> </p>
<p>La historia comienza “in medias res” (en medio del asunto). Un hombre de edad madura, Antonio, protagonista de la historia, luchador infatigable, que ha conseguido situarse en lo más alto de la sociedad y de los negocios, con una estructura familiar modélica de acuerdo a las convenciones sociales, se siente de pronto psicológicamente náufrago en un océano embravecido sin tabla de salvación a la que aferrarse, morbosamente consciente de la insoportable vacuidad del género humano, de su propio yo, cuando casualmente, en uno de sus viajes profesionales, se encuentra ante un retrato de mujer expuesto en una galería de arte londinense, cuya contemplación le transporta sin paliativos a la adolescencia, a la búsqueda paranoica de la modelo —<b><i>La mujer del cuadro</i></b>— desafiando todo tipo de ataduras sociales.</p>
<p>Al margen de un prefacio y un epílogo, la obra está estructurada en dos partes bien diferenciadas. La primera, narrada en primera persona; la segunda, contada en tercera persona por un narrador omnisciente. Ambas partes tan perfectamente imbricadas que un lector lúdico apenas será consciente de ese cambio de perspectiva personal.</p>
<p>El discurso narrativo avanza en la alternancia de escenarios temporales presentes y pretéritos. Y esos recurrentes <i>flashback</i>, oportunos, medidos y nada gratuitos, se <i> </i>establecen como relación causa-efecto, como crítica social por comparación de épocas tan relativamente próximas y, a la vez, paradójicamente, de principios y valores tan distantes. En definitiva, retrospecciones necesarias que ayudan a entender por confrontación la evolución moral de la sociedad y, quizá, lleven al lector avisado a tomar posiciones eclécticas. </p>
<p>La autora, Cristina de Jos´h, conduce al lector a situaciones de máxima tensión, le hace cómplice en los conflictos y, en cierto modo, le reta a buscar soluciones ecuánimes.</p>
<p>El lenguaje natural, preciso, ornamentado, no recargado, lleno de matices y colorido confieren a la autora un estilo propio, reconocible, que hace gala, por otra parte, de un vasto conocimiento de temas diversos.</p>
<p>La profundidad psicológica que lleva a desnudar el alma de los personajes, sus pensamientos y deseos más íntimos y menos confesables, y la crítica a los convencionalismos sociales en detrimento del ser humano, a la hipocresía y a la existencia plana, en blanco y negro, son características subyacentes en las obras de esta autora.</p>
<p>Dejo, finalmente, un fragmento de esta excelente novela que por la candidez y hermosura sentimental, reflejo cabal de la adolescencia, puede resultar cautivador:</p>
<p>“El recibidor estaba en penumbra, sólo iluminado por una lámpara que emitía luz desde la mitad del pasillo. Me fui aproximando lentamente y ella no lo resistió. Cerró sus párpados presintiendo que algo iba a suceder. La besé en los labios inexpertos. Primero con dulzura, después con urgencia turbadora; mis manos se posaron sobre sus senos…; ella se desvaneció.”</p>
<p> </p>
<p> <b><i>T.H.Merino Junio-2012</i></b></p>
<p> </p>
<p> </p>
<p> </p>
"Nunca llueve sobre el Sáhara" de Pedro.M.Matínez Corada
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-05-20:3073384:BlogPost:237025
2012-05-20T16:30:00.000Z
T.H.Merino
https://www.creatividadinternacional.com/profile/THMerino
<p><a href="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2867600541?profile=original" target="_self"><img class="align-center" height="161" src="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2867600541?profile=original" width="128"></img></a></p>
<p>No es fácil separar afecto personal y objetividad. Ése es el motivo que hasta ahora me ha retraído a comentar el libro de cuentos “Nunca llueve sobre el Sáhara” del escritor Pedro M. Martínez Corada. Sin embargo, una deuda no bien definida, que bulle en mi interior, me empuja a tener que saldarla antes o después. Por ello, no voy a ocultar que desde el momento en que…</p>
<p><a href="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2867600541?profile=original" target="_self"><img class="align-center" src="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2867600541?profile=original" width="128" height="161"/></a></p>
<p>No es fácil separar afecto personal y objetividad. Ése es el motivo que hasta ahora me ha retraído a comentar el libro de cuentos “Nunca llueve sobre el Sáhara” del escritor Pedro M. Martínez Corada. Sin embargo, una deuda no bien definida, que bulle en mi interior, me empuja a tener que saldarla antes o después. Por ello, no voy a ocultar que desde el momento en que este texto vea la luz sentiré cierto grado de liberación.</p>
<p>La segunda edición de este libro fue presentada recientemente en Madrid, a cuyo acto motivos profesionales impidieron cumplimentar al autor con mi asistencia.</p>
<p>En un intento de descargarme de subjetividad, perfilaré algunos rasgos de la personalidad de su autor. Martínez Corada es una persona afable, comprometida socialmente y entregada a los demás. Tal vez por ello, su obra publicada no sea más extensa, quizá también porque sus otras pasiones, como la fotografía o la revista de cultura ALMIAR, de la que es editor y director, le exijan máxima dedicación. Respecto a su trabajo literario, añadir, por último, que algunos de sus cuentos han sido galardonados en diversos certámenes literarios.</p>
<p>“Nunca llueve sobre el Sáhara” es un compendio de dieciocho relatos cortos, ambientados en lugares diversos y personajes cercanos, bien construidos, creíbles y redondos que nos sumergen en su interior con un lenguaje cuidado, ágil, preciso y colorista, sin ambages, y que a pesar de la variedad de los asuntos narrados conforman una lograda unidad de obra.</p>
<p>Sus narraciones dejan rastros de imágenes sugerentes, retazos de lo que Miguel de Unamuno denominó intrahistoria, de instantáneas que el autor traslada con acierto de su memoria al papel, de anécdotas bien trenzadas y distribuidas y de términos y expresiones castizas que denotan claramente los orígenes madrileños del autor.</p>
<p>Finalmente, quiero hacer mención especial a dos de sus relatos: “Hilo de oro” y “Nunca llueve sobre el Sáhara”. De este último, que da título al libro, transcribo un fragmento de diálogo:</p>
<p> <i>“—¿Por qué mandas mensajes en botellas?</i></p>
<p><i>—Escribo a alguien desconocido.</i></p>
<p><i>—Eso lo puedes hacer por Internet, abuelo…</i></p>
<p><i>—Nadie leería estos mensajes en Internet, a nadie le importaría lo que dicen.”</i></p>
"Tiempo casi de cerezas " by Cristina de Jos´h
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-05-12:3073384:BlogPost:235171
2012-05-12T20:00:02.000Z
T.H.Merino
https://www.creatividadinternacional.com/profile/THMerino
<p> </p>
<p> </p>
<p>Dejo, amigos lectores, un breve comentario sobre la novela de la escritora <b>Cristina de Jos´h</b>, que comparte este excelente espacio que es <b>“Creatividad internacional”</b></p>
<p><b> </b></p>
<p><b>Título:</b> Tiempo casi de cerezas</p>
<p><b>Autora:</b> Cristina de Jos´h</p>
<p><b>Prólogo</b>: Miguel A.Rodriguez Torres (psicoterapeuta y escritor) </p>
<p><b>Editorial:</b> Ediciones Martínez Roca, S.A.</p>
<p><b>Páginas:</b> 251</p>
<p> </p>
<p> </p>
<p>Hace…</p>
<p> </p>
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<p>Dejo, amigos lectores, un breve comentario sobre la novela de la escritora <b>Cristina de Jos´h</b>, que comparte este excelente espacio que es <b>“Creatividad internacional”</b></p>
<p><b> </b></p>
<p><b>Título:</b> Tiempo casi de cerezas</p>
<p><b>Autora:</b> Cristina de Jos´h</p>
<p><b>Prólogo</b>: Miguel A.Rodriguez Torres (psicoterapeuta y escritor) </p>
<p><b>Editorial:</b> Ediciones Martínez Roca, S.A.</p>
<p><b>Páginas:</b> 251</p>
<p> </p>
<p> </p>
<p>Hace unos días terminé la lectura de esta novela. Debo añadir, aunque no quiero extenderme en prolegómenos, que comencé con cierto escepticismo por cuanto había visto la obra catalogada como novela romántica, y francamente —en algún artículo anterior lo dejé patente— no es mi género predilecto. A medida que avanzaba en sus páginas, sin apenas darme cuenta, se iban diluyendo mis prejuicios. A partir de ese momento, cuando fui consciente, seleccioné tiempos de calidad para continuar recreándome en el mensaje, en la calidad literaria y en la riqueza del vocabulario plasmado.</p>
<p> </p>
<p>El relato se estructura de forma original, una composición a dos voces —las de los protagonistas, Crista y Carlos—, que se alternan y se complementan, poniendo blanco sobre negro a sus pensamientos y sentimientos más profundos con evidente y rico trasfondo psicológico e incluso, osaría decir, con connotaciones metafísicas.</p>
<p>La riqueza de lenguaje y matices polícromos de <b>Cristina de jos´h</b> ayudan tanto en el conocimiento profundo de los personajes como el de los escenarios que transitan.</p>
<p> </p>
<p>La sucesión de los hechos narrados está verdaderamente conseguida, de modo que arrastra, mantiene la atención e inculca el deseo de conocer los desenlaces parciales, con un tono que se mantiene sosegado y envolvente.</p>
<p> </p>
<p><b>“Tiempo casi de cerezas”</b> es una novela que invito, a quienes no la hayan leído, a descubrir y a aplaudir.</p>
<p> </p>
<p> <b>T.H.Merino</b><b> </b> <b>Mayo 2012</b></p>
<p> </p>
"RECONOCERSE" (Comentarios a un impactante film: emoción y ternura)
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-05-12:3073384:BlogPost:235039
2012-05-12T15:30:00.000Z
T.H.Merino
https://www.creatividadinternacional.com/profile/THMerino
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<p> </p>
<p>Hoy, apreciados lectores, quiero comentar brevemente el cortometraje <b>“Reconocerse”</b> —obra galardonada en el festival de cine de Cosenza, Italia— protagonizado por Carlos Álvarez-Novoa y Maite Brik, y dirigido por Iván Cerdán Bermúdez .</p>
<p> </p>
<p><b>Introducción</b></p>
<p>La cadencia perfecta de este sugerente e impactante <i>film —</i>cuyo visionado debo agradecer a un amigo cinéfilo—, el mensaje implícito capaz de suscitar afectos vehementes, la originalidad,…</p>
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<p>Hoy, apreciados lectores, quiero comentar brevemente el cortometraje <b>“Reconocerse”</b> —obra galardonada en el festival de cine de Cosenza, Italia— protagonizado por Carlos Álvarez-Novoa y Maite Brik, y dirigido por Iván Cerdán Bermúdez .</p>
<p> </p>
<p><b>Introducción</b></p>
<p>La cadencia perfecta de este sugerente e impactante <i>film —</i>cuyo visionado debo agradecer a un amigo cinéfilo—, el mensaje implícito capaz de suscitar afectos vehementes, la originalidad, imaginación y síntesis de esta obra, el diálogo medido y, sin embargo, natural de unos excelentes protagonistas, me llevaron a indagar en la biografía y obra cinematográfica de Cerdán.</p>
<p> </p>
<p><b>La obra</b></p>
<p>En un momento cualquiera, en cualquier lugar, un matrimonio de avanzada edad se enfrenta a la realidad propia de quienes ya no son reclamados por una sociedad decadente que los sitúa en los márgenes de la corriente vital, pero ellos logran establecer su propia forma de vida —insuflándose nuevo aliento del optimismo huido—, la supervivencia anímica en ese espacio —tal vez hostil—, como corresponde a seres inteligentes, mediante los juegos de la memoria.</p>
<p> </p>
<p><b>Notas biográficas</b></p>
<p>No he conseguido establecer la precisa evolución de este creativo director de cine, pero, sin duda, dada su juventud, le auguro un brillante porvenir en el mundo del séptimo arte.</p>
<p> </p>
<p>Iván Cerdán Bermúdez es director y crítico de cine, guionista, crítico literario y director de teatro.</p>
<p>Entre sus obras cinematográficas se encuentran “Anclaje” —más de veinte premios internacionales—, “Olimpiadas”, “En una habitación a mucha distancia”, y un largo etcétera.</p>
<p>Según información reciente, en la actualidad se ocupa en los trabajos previos a la filmación de un largometraje. </p>
<p>Buena suerte para él.</p>
<p> </p>
<p><b>Enlace</b></p>
<p><b><a href="http://www.youtube.com/watch?v=pZ35XKQM8kE">http://www.youtube.com/watch?v=pZ35XKQM8kE</a></b></p>
Síntesis de algunas reseñas y notas de prensa de "Vuelo errático de mariposa"
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-04-28:3073384:BlogPost:233022
2012-04-28T09:30:00.000Z
T.H.Merino
https://www.creatividadinternacional.com/profile/THMerino
<p><a href="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2999061397?profile=original" target="_self">Algunas%20rese%C3%B1as%20y%20notas%20de%20prensa%20VUELO%20ERRATICO%20DE%20MARIPOSA.ppt</a></p>
<p> …</p>
<p><a href="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2999061646?profile=original" target="_self"><img class="align-full" src="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2999061646?profile=original" width="320"></img></a></p>
<p><a href="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2999061397?profile=original" target="_self">Algunas%20rese%C3%B1as%20y%20notas%20de%20prensa%20VUELO%20ERRATICO%20DE%20MARIPOSA.ppt</a></p>
<p> </p>
<p><a href="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2999061646?profile=original" target="_self"><img class="align-full" src="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2999061646?profile=original" width="320"/></a><a href="http://storage.ning.com/topology/rest/1.0/file/get/2999061802?profile=original" target="_self"></a></p>
Pecado capital
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-04-24:3073384:BlogPost:232727
2012-04-24T16:46:28.000Z
T.H.Merino
https://www.creatividadinternacional.com/profile/THMerino
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<p> Con relativa frecuencia, uno puede encontrar en la bandeja del correo electrónico mensajes inesperados de personas desconocidas y, en ocasiones, anónimas o bien de personas desconocidas pero no anónimas. Unas veces son mensajes de tono amenazante o de disparatados insultos; algunos otros, afables, que transmiten felicitaciones y buenos deseos, ofreciéndose a contar historias o contándolas directamente, sin permiso, para que las rescribas; otros, finalmente, los…</p>
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<p> </p>
<p> Con relativa frecuencia, uno puede encontrar en la bandeja del correo electrónico mensajes inesperados de personas desconocidas y, en ocasiones, anónimas o bien de personas desconocidas pero no anónimas. Unas veces son mensajes de tono amenazante o de disparatados insultos; algunos otros, afables, que transmiten felicitaciones y buenos deseos, ofreciéndose a contar historias o contándolas directamente, sin permiso, para que las rescribas; otros, finalmente, los más, comunicaciones habituales en un ámbito de cordialidad o bien simples y molestos <i>spams</i>.</p>
<p><i> </i> Pero el mensaje que voy a exponer, por ser de persona conocida e identificada, no me sorprendió, sobre todo, porque previamente yo mismo había abierto la puerta a su envío —aunque lo tuviese olvidado por haber ocurrido varios meses antes—. Es cierto que mi ofrecimiento estuvo guiado por el intento de desembarazarme de sus aflicciones y molestos lloriqueos, de eludir, en fin, su impudor, aunque ni por un momento pensé que aceptaría mi propuesta.</p>
<p> Sin más preámbulos, reproduzco el escrito recibido. Añadir, no obstante, que realicé algunos retoques de estructura y estilísticos que, acertadamente o no, creí oportunos, y suprimí los nombres propios que se citaban en el mismo; por lo demás, creo haber respetado su esencia y su espíritu. Finalmente, en el <i>post scríptum</i> —no reproducido en el texto— me autorizaba a usarlo libremente siempre que respetase su anonimato, lo que interpreté como un secreto de confesión manteniendo a salvo la identidad del <i>pecador</i>.</p>
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<p> <strong>“</strong>Confieso la irritabilidad y, a la vez, el abatimiento que desde hace tiempo me avasalla. Un sentimiento de continuo malestar que, alojado en algún lugar dentro de mí, amenaza con fijar, sin mi consciente autorización, su residencia definitiva. Las primeras alertas llegaron desde fuera. En efecto, con las primeras y en absoluto inocentes preguntas sobre mi estado físico o mental, sobre la existencia de alguna causa que me generase problemas, intuí que algo me ocurría. La primera vez debí responder con despecho y pleno de arrogancia: “¿Yo, problemas…?”. Pero la negación de la realidad solo podía conducirme —aunque entonces lo ignorase— a prolongar una enfermedad que, al no administrarle la medicina adecuada en el momento oportuno, se volvió crónica e irreversible.</p>
<p> Quizá cuando recibí esos avisos externos ya era tarde: un corrosivo gusano se había extendido en mi interior con la rapidez de una galopante metástasis; hasta entonces, simplemente me había dejado arrastrar por el oleaje que poco a poco erosionó y debilitó mis defensas permitiendo que mi particular Leviatán me anulase la razón.</p>
<p> La conclusión de mis reflexiones me situaron en el centro de mi creciente e indomeñable desazón: ni más ni menos que una persona cercana. Precisamente, la persona que más se había interesado por las causas de mi estado iracundo.</p>
<p> Fruto del sacrificio y entrega diaria a sus tareas artísticas, desde hacía algún tiempo, encadenaba entrevistas y conferencias, éxitos y reconocimientos; hechos éstos a los que parecía restarle importancia e incluso manifestaba incomodidad. Yo lo interpretaba como falsa humildad, como la maldita modestia que puede permitirse quien mira hacia abajo desde la cima, como quien puede permitirse decir no porque recibe numerosas ofertas. Y ahí debieron comenzar mis resquemores, un sentimiento de injusticia que me nublaba la capacidad de discernimiento. En momentos de lucidez comenzaba a sospechar los motivos de mi tristeza e iracundia. Decidí confirmar esa impresión poniéndome bajo estado de auto-vigilancia. Y, efectivamente, no tardé en descubrir que el mal se centraba en esa persona amiga, pero aún quedaban por investigar las razones profundas.</p>
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<p> Me sorprendí restando importancia a sus logros, al estado de bienestar, de plenitud, que le producirían reconocimientos de semejante magnitud. Denodada e inútilmente luchaba por convencerme de que eran estados pasajeros, efímeros, de simple y llana euforia, que cuando la marea bajase quedaría tan vacío como yo.</p>
<p> De forma obtusa quise contrarrestar esas supuestas sensaciones que se me antojaban celestiales, y sin dudarlo me lancé a una vorágine compradora —que me llevaría al borde de la quiebra— con el ciego objetivo de disminuir y anular la diferencia entre nosotros; una diferencia que solo existía en mi mente y, por tanto, inmaterial. Mi erróneo objetivo, sin ser del todo consciente, se centró en suscitar la codicia hacia mis superfluos bienes. Pronto supe que no ambicionaba aquellos objetos, signos externos de riqueza material, sino que, por el contrario, se mostraba —ignorante de su falsedad— satisfecho de mi alegría. Mi semblante, exhibición impudorosa del espíritu, se arrugaba en cuanto me quedaba a solas.</p>
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<p> A sabiendas de la insatisfacción que me dominaba, me tentó de nuevo mi demonio, que siempre aprovecha la debilidad humana para conseguir sus objetivos. No, no eran los aspectos materiales los que envidiaba, sino las atenciones que concitaba, los honores que recibía, la riqueza interior, la superioridad intelectual o artística, las sensaciones y sentimientos de los que presuntamente gozaría y que no estaban a mi alcance.</p>
<p> Atrapado en esa espiral de sentimientos negativos, pensé en el modo de deslucir sus logros. Primero fueron palabras que trataban de ahondar en su estado de plenitud. A mis insidiosas preguntas, él respondió: “Cuando realmente siento bienestar es durante la realización de la obra, cuando la bosquejo, cuando la moldeo, cuando atisbo sus formas definitivas... Cuando la doy por concluida —por hartazgo o incapacidad para mejorarla— siempre me hago la misma pregunta, ¿y ahora qué? A ese momento le sucede un tiempo de desorden mental, una especie de extravío hasta que encuentro una nueva veta en la que afanarme.” No le creí. Pensé que trataba de desmotivarme, de confundirme, de evitar que pudiera alcanzar reconocimientos análogos, que yo pudiese superarle.</p>
<p> Mi siguiente paso no consistió en emularle poniendo manos a la obra —en cierto modo albergaba complejo de inferioridad: no me creía poseedor de sus cualidades—, sino en deslucir públicamente sus méritos. Sabía que perdería su amistad, pero no me importaba. Mi objetivo se centraba exclusivamente en producirle daño, en bajarle de ese pedestal dorado, en destrozarle su corona de laurel, incluso a utilizar la fuerza si se resistía. Estaba dispuesto a socavar su prestigio mediante difamaciones e insultos. </p>
<p> A partir de ese momento me ejercité en la hipocresía: debía mantener su máxima confianza para pillarle desprevenido y evitar, de este modo, que se me revolviese cuando me decidiera a clavarle el puñal.</p>
<p> Sabía que hasta entonces sólo había transgredido una ley divina y, por tanto, reprobable, pero, salvo la relativa al <i>no matarás,</i> no condenable por las leyes convencionales. Y es que las transgresiones a la moralidad o, dicho de otro modo, los pecados, antes eran castigados, previa confesión, con contriciones y penitencias, pero son conceptos ya anacrónicos sustituidos por otro más vanguardista y ambiguo denominado <i>falta de ética</i>, que aunque reprobable socialmente no es sancionable ni se exige arrepentimiento. De todos modos, la pena ya la venía purgando, pues ese maltratador psicológico, llamado envidia, no me había permitido vivir sanamente con su continuo acoso.</p>
<p> En algún momento de lucidez quise verificar mi diagnosis. Sobre el asunto encontré abundante información vertida por algunos personajes insignes. Dejo constancia de algunas expresiones: “La envidia es más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual”; “La envidia es causada por ver gozar a otro poseer lo que quisiéramos poseer nosotros”; “La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come”; “Si hubiera un solo hombre inmortal sería asesinado por los envidiosos”.</p>
<p> A pesar de éstas y otras vergonzosas frases, que sin duda me podía aplicar, ni por un momento han conseguido apartarme del objetivo que me había fijado. Sin embargo, hasta ahora sólo he tenido ocasión para las primeras escaramuzas, pues un buen día desapareció sin dejar el menor rastro, tal vez sospechando que se cernía sobre él un grave riesgo. Hábilmente ha escapado por ahora de las garras de ese pecado capital, cuyo significado, para tu información, no es relativo a su magnitud sino por dar origen a otros muchos pecados.<strong>”</strong></p>
<p> Abril 2012</p>
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Vestigios
tag:www.creatividadinternacional.com,2012-04-11:3073384:BlogPost:230381
2012-04-11T14:16:58.000Z
T.H.Merino
https://www.creatividadinternacional.com/profile/THMerino
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<p> Fragmento del relato publicad0 en "Libros recientes" <strong>Algo que contar</strong> de T.H.Merino</p>
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<p> "No sabría precisar su edad. Mirándole a la cara se diría que rayaba la ancianidad, pero examinando el resto del cuerpo, su figura, su viveza y agilidad de movimientos aparentaba quince o veinte años menos. Un cuerpo moldeado que contrastaba con la cara marchita a la que estaba unido. Vestía terno gris, camisa azul celeste y corbata negra. Sus…</p>
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<p> Fragmento del relato publicad0 en "Libros recientes" <strong>Algo que contar</strong> de T.H.Merino</p>
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<p> "No sabría precisar su edad. Mirándole a la cara se diría que rayaba la ancianidad, pero examinando el resto del cuerpo, su figura, su viveza y agilidad de movimientos aparentaba quince o veinte años menos. Un cuerpo moldeado que contrastaba con la cara marchita a la que estaba unido. Vestía terno gris, camisa azul celeste y corbata negra. Sus zapatos acharolados arrastraban largos y deshilachados cordones.</p>
<p> El hombre caminaba de un lado a otro de la habitación con signos claros de impaciencia. Unas veces avanzaba con grandes y rápidas zancadas; otras, con pasos cortos y lentos. De cuando en cuando, se detenía un momento para elevar con solemnidad la cabeza y entreabrir la boca como si dirigiese un discurso mudo a la nada."</p>
<p> (Del libro de relatos "Algo que contar" T.H.Merino)</p>