Mañana se cumplen cinco semanas de la contingencia. No me refiero a la ambiental, que también hemos vivido en la Ciudad de México, sino a la que yo sufrí.

     Varios amigos me han pedido que relate mi experiencia, sin duda creyendo que se reirán un rato como con otras anécdotas de mi inventario. No sé, no sé… si ésta les dé tanta risa.

     No la había contado porque no quiero ser responsable de que alguien desarrolle una fobia que no tenía, ni de alimentar las preexistentes, pero pensándolo mejor, si no la desarrollé yo después de lo que me pasó, no veo por qué deba afectarle esta experiencia a nadie más…

     Los maestros del género de terror dominan el arte de jugar con lo inesperado. Es una fórmula probada: lo que más aterra es lo que no esperas que suceda. (Ahora que lo pienso, también lo que más risa da es lo que menos esperas que pase…) ¿Recuerdas la escena de la película “Los otros”, cuando la pequeña niña vestida de primera comunión que jugaba sentada en el suelo voltea de pronto hacia la cámara y, en vez de su dulce carita, aparece el rostro de una vieja terrorífica? La sala de cine gritó al unísono.

     Por supuesto que el factor sorpresa no sólo está en lo que vemos, también el sonido juega un papel estelar en la fábrica del miedo. Un ruido súbito, antecedido por la calma chicha, despierta hasta los miedos que no sabías que tenías. Y ya asustado, uno es capaz de ver su propio fantasma.

     Saco esto a cuento porque lo que viví fue una mini historia de terror, con efectos de sonido incluidos. Hay quien le teme a los ascensores, un sentimiento por demás irracional, ya que, como se encargan de repetir los ecuánimes y los que saben del tema, los ascensores no se caen, punto. Punto y seguido: te invito a que dejes de lado lo que estés haciendo y conectes tu mente con la mía, a fin de que tú vivas y yo reviva cada instante de esta confusa historia:

Lunes 29 de febrero de 2016.

Metida de lleno en unos textos que urgía enviar al diseñador, el tiempo pasó volando. Cuando los terminé, me di cuenta de que eran las 7:30 pm, hora en la debía recoger a mi hija Paola. Si me apuraba, estaría ahí en 10 minutos, más otros tantos de regreso... Le prometí a Marcelo que se los enviaría en veinte.

     Con el bolso en una mano y el celular en la otra, corrí hacia la puerta, por la que Lorenzo, mi perro, se logró colar antes de cerrar. No me costaba nada permitir que me acompañara. Eso sí, como los perros no pueden viajar por los elevadores principales, llamé el de servicio. No tardó ni un minuto en llegar al piso 12 donde vivo; sin embargo, al detenerse hizo un ruido extraño. Dudé entre subir o llamar otro, lo cual implicaba regresar a Lorenzo a casa y escuchar sus lamentos, de modo que subí...

     Más tardé en apretar el botón que las puertas en cerrar. En ese preciso instante se desplomó en caída libre, chirriando al pegar contra las paredes en su descenso. Sólo acerté a apretar todos los botones que pude con la esperanza de que parara en algún piso, pero fue en vano. ¿Cuántos pisos, cuántos segundos o minutos pasaron? Difícil calcular en retrospectiva, ya que el tiempo y la distancia se relativizan mientras viajas a la velocidad de la luz (yo creo que Einstein tuvo una mala experiencia en un elevador, de ahí su teoría de la relatividad), y más sabiendo que en cualquier instante te vas a estrellar.

     El impacto fue tremendo; y el ruido producido por el mismo, estrepitoso, como el de un auto al chocar contra una pared. Sólo recuerdo que volé con la inercia y aterricé de golpe sobre mis pies, los cuales se doblaron provocando que cayera al suelo. No podía levantarme, los pies no me respondían. Intenté alcanzar el tablero para apretar el botón de emergencia, pero en mi confusión no distinguía unos botones de otros. Recuerdo que me tranquilizó el pensar que había tocado fondo y seguía viva. El gusto no me duró mucho, pues casi de inmediato, la luz se apagó y el elevador se dejó ir de nuevo a toda velocidad.

     En la segunda caída mi reacción no fue de sorpresa, sino de certeza: me iba a morir. No me envolvió la confusión, sino el terror, y mis gritos desaforados tuvieron la intención de oírse más allá de la caja de acero que habría de marcar mi destino en cualquier momento. De pronto, otro impacto tremendo me despegó del piso cual muñeca de trapo y me lanzó contra el mismo después. Luego, silencio…, que rompieron mis gritos pidiendo ayuda. ¿Y Lorenzo? No lo sé. Seguramente, tan confundido como yo.

     Mi mano izquierda nunca soltó el celular, aunque estaba tan atontada que no acertaba a marcar nada. Traté de forzar las puertas, ¡imposible! Apenas logré separarlas un par de centímetros mientras me las ingeniaba para alumbrar con la pantalla del celular lo que había del otro lado: tabiques de concreto. Debo estar en el sótano, pensé, y agradecí por segunda vez estar viva. Sin embargo, por la mitad superior de la puerta entraba luz. Había quedado atorado entre pisos.

     Incapaz de ponerme en pie, volví a gritar pidiendo auxilio. La voz de un hombre joven me preguntó quién era y si estaba bien. “No -le respondí-, estoy lastimada y no me puedo mover.” Lo que más me inquietaba era saber si ahora sí había tocado fondo, de modo que le pregunté: “¿En dónde estoy…?” “En el penthouse”, me respondió. Mi cabeza daba vueltas. “¡Nooooooooooo!”, chillé. ¿Cómo era posible que hubiera subido hasta ahí? Se podía volver a desplomar y ‘la tercera es la vencida’.

     “¡Sáquenme de aquí, por favor!, ¡se va a caer!” -creo que repetí lo mismo diez veces en diferentes tonos… 

     “No se puede caer, no te preocupes”- me respondió con voz calmada mi amable vecino.

     “¡Claro que se puede caer, ya se cayó!, estoy lastimada, ¡me voy a matar si no me sacan rápido!... ¡Llamen a los técnicos del elevador!, ¡llamen a los guardias!, ¡que me saquen de aquí ya!”

     Poco a poco se sumaban voces que intentaban abrir las puertas sin éxito, estaban atoradas. Quería creer en las palabras de ánimo de mi vecino, pero mi mente sabía que corría peligro. Dejé de hablar por resignación. Contando el vestíbulo y los estacionamientos, me separaban tan sólo veintidós pisos del jardín… y cada instante de los cuarenta minutos que pasé encerrada sentí que la caja se desplomaría. Es difícil describir la angustia que pasé.

     ¿Y Lorenzo? No lo sé, de repente ladraba, pero en general, no sentí su presencia. Pobrecito, debió estar pasándola tan mal como yo y ni siquiera lo abracé. Bueno, tan mal no, porque no estaba herido. Debe ser gato de clóset, no perro, porque sabe caer.

     De esto no me acordaba, pero mi amiga Tere dice que mientras estuve atrapada le llamé por teléfono para disculparme porque no podría llegar a la tradicional cena de los lunes, ya que estaba atrapada en un elevador... También hablé con mi hija Paola para explicarle que no pude llegar a recogerla porque había tenido un percance en el elevador y aún no me sacaban, pero que estaba bien...

     Al fin pudieron abrir las puertas. Lo primero que hice fue estirar lo brazos para sacar a Lorenzo, después les pasé mi celular, luego mi bolsa, un zapato, el otro… y cuando era mi turno, exclamé: “Ah no, esperen, ¡falta algo!” Alcancé mi Coca Cola light de 600 ml como pude y se las pasé. “¡Eso no importa!”, dijo impaciente alguno de mis rescatistas. Qué cosas tan extrañas hace uno bajo los efectos de la adrenalina. ¿Cómo iba a dejar mi tiradero en el elevador? En un descuido, les pido una escoba para dejarlo reluciente... Estiré los brazos para que me jalaran. Temía que cuando me estuvieran sacando se desplomara la caja y me partiera en dos. Pero la libré.

     Una vez fuera, como no podía mover los pies me depositaron en una silla que sacaron del penthouse. Aullaba a causa el dolor, tan sólo el roce de la piel era insoportable. Me ayudaron a posar los pies sobre un taburete mientras llegaba la ambulancia. La de la Cruz Roja ya estaba ahí, pero preferí esperar a la de Médica Móvil. Error: más me hubiera valido irme en la Cruz Roja, sin duda tendrían más experiencia sus paramédicos, además de que ya estaban ahí, mientras que los de Médica Móvil tardaron una hora en llegar porque se perdieron. Menos mal que no fue un infarto, porque no lo estaría contando.

     De repente, empecé a temblar desde la mandíbula hasta los pies y a sentir que estaba metida en un iglú, congelada. Según mi amable vecino, era producto de tanta adrenalina. Mis hijas, que ya habían llegado para entonces, fueron por algo para taparme. Mientras tanto, mis pies se tranfiguraban en un par de tamales oaxaqueños.

     Al fin llegó la ambulancia. Abordo venía la versión tropicalizada del Gordo y el Flaco, pero más torpes. Cuando me llevaban en camilla por el vestíbulo, no resistí y les advertí: “A verrrrr, no quiero salir en Youtube señores. He visto muchos vídeos de camilleros que tiran de la camilla a los pacientes y yo no quiero salir en Youtubeeeeee.” Más que camilleros, parecían gatilleros, estaba claro que querían eliminarme.

     Elena, mi hija, me acompañó en la ambulancia. Antes de arrancar, les advertí: “Como no estoy sufriendo un infarto y lo que tengo no es de vida o muerte, por favor no enciendan la sirena y manejen despacio. Mi dosis de suerte por hoy se agotó, no quiero que corran.” Me veían cual bicho raro, como si fuera la primera persona herida que les daba instrucciones en su vida...

     Bajando mi calle, sentí que mi cuerpo comenzaba a deslizarse y se lo hice notar al paramédico, pero éste respondió: “Es la sensación…” Unos segundos después, insistí: “Ya tengo la cabeza en el aire, me la estoy sosteniendo con la mano, ¿cree que sigue siendo sensación y van a esperar a que me caiga para amarrarme?”

     Con el propósito de colocarme de nuevo en la plancha de acero no se le ocurrió nada mejor que jalarme por los tobillos. Uno de ellos ya estaba del tamaño de una pelota de tenis. El grito que pegué hizo que me soltara. Mejor me acomodé yo. Me amarró con dos cinturones a la camilla. Le pregunté si no debía inmovilizarme el cuello, ya que me dolía cada vez más. “Ah pos sí…” Me colocaba el collarín por encima, por debajo, por un lado... no tenía idea, así que me lo coloqué yo.

     El clímax fue cuando el conductor pasó a toda velocidad por tres cráteres, hoyos, vados, topes o qué sé yo. Sólo recuerdo que fueron tres rebotes que me sacaron lágrimas. Ahí me quebré. “Lo que no logró el elevador lo van a lograr éstos”, pensé. Y me puse a sollozar desconsolada, lo cual me sirvió para liberar tensión.

     ¡Al fin! llegamos al hospital, donde permanecí internada cuatro días. Ya me estaba esperando ahí un excelente traumatólogo que me recomendó un primo mío, médico también. Mientras realizaban mi registro en Urgencias, el médico de guardia les hizo una seña a las enfermeras al tiempo que me advirtió: "Van a cortar su ropa." Mis ojos se convirtieron en dos platos perplejos y salí en defensa de mi atuendo: "¡Cómo!... No, ¿por qué, para qué o qué?" "Es para no lastimarla al quitársela", explicó el galeno. "No hay problema, me aguanto, sí se puede, yo ayudo..." Crucé una mirada con la enfermera, segura de que ella entendería que la ropa no se destruye así como así.

     Después de varias radiografías y una tomografía, el diagnóstico fue: politraumatismos y esguinces de segundo grado en cuello y espalda, así como varios en los pies y pantorrillas. Resúmen: polimadreada.

     El mismo médico se sorprendió de que no hubiera ningún hueso roto, ni vértebras comprimidas, pues los daños, según me dijo, equivalían a una caída de un segundo piso. No salí tan mal parada después de todo. Saliendo del hospital, unas semanas de reposo y usar botas de astronauta, collarín, muletas y silla de ruedas algunos meses, así como sesiones de fisioterapia por tiempo indefinido. Con 'look' de panda hemipléjico, pero estoy aquí y no sufrí nada que la paciencia y el cuidado no puedan curar.

     Por lo pronto, no me quedó miedo a usar los elevadores, sólo un inusual estado de alerta cuando voy en uno; cuando estoy dormida me despierto frecuentemente con la sensación de que caigo al vacío -será que me quedó alterado el chip; y el vértigo que me daba al incorporarme fue cediendo poco a poco al cabo de los meses.

     La explicación del extraño comportamiento del elevador nunca me quedó del todo clara. De acuerdo con los peritos, al registrar los sensores una velocidad más rápida de la normal sin que comience a frenar gradualmente, se activan los mecanismos del freno de emergencia, entre los que está un contrapeso que se encuentra en el último piso, el cual, al soltarse, desciende en caída libre, provocando que se detenga de golpe la caja del elevador; por efecto del mismo contrapeso que sigue cayendo, el elevador vuelve a subir a toda velocidad hasta llegar al último piso, donde es detenido de golpe por el marco. Yo sólo sé con certeza lo que sentí y fue espeluznante.

De modo que tal vez sea cierto eso de que los ascensores no se caen, ¡pero cómo fastidian en el intento!

     -Elena Goicoechea

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