Ajos y cebollas

Por Jesús Chávez Marín

 

Algo pasados por agua estos días de abril, pero el miércoles 22 la noche es limpia y fresca. A las ocho llega uno al local de Ajos y cebollas, lugar donde los poetas vienen desde varios rumbos, leen sus textos, se reúnen, se dejan chiplear por los excelentes anfitriones Leticia Santiesteban, Federico Márquez y todo el grupo que se ha integrado en torno a la revista Media hora.

Una mesera llamada Paty, quien se viste con una blusa estampada con retratos de Winnie Puh, se afana en atender a todos, diligente acarrea litros de café, vino blanco, cervezas Negra Modelo y bocadillos serranos. Al abrir la puerta entra uno muy destanteado, hay que brincar el cable de una grabadora en acción, caen al piso unos lentes oscuros que estaban sobre una mesa. Apenado levanto del suelo esos anteojos, no se rompieron, (menos mal), respondo confuso a las frases amistosas pásale, mira él es Ricardo Yáñez poeta que viene de México encantado buenas noches jala una silla siéntate cerca.

Federico Márquez entrevista al poeta. Aparte de la grabadora que registra los sonidos de ambiente, el entrevistador anota frases en una libreta con garabatos ilegibles: ¿qué géneros cultivas, qué clase de escritura es la tuya, cuáles son los temas?

—Bueno mira no creo que pueda hablarse de clasificaciones o temas en mi trabajo. Escribo muy poco. Antes decía que por flojo pero eso suena feo y he venido declarando que escribo poco porque trabajo mucho (en otras cosas). La verdad es que para ser tan viejo tengo muy escasos poemas escritos. Este libro es toda mi obra.

Ricardo Yáñez nació en Guadalajara en 1948. Su obra completa son tres folletos de poesía: Divetimiento (1971), Escritura sumaria (77) y Ni lo que digo. Los tres fueron publicados como un solo libro con el título general de Ni lo que digo en la colección Letras mexicanas del Fondo de Cultura Económica, en 1985.

—¿Corriges mucho?

—Sufro cuando corrijo y al final no me sirve de nada. Tengo un poema que no me gustó al principio, me puse a corregirlo y llené trescientas cuartillas. Es un poema breve, pero no salía; bueno, pues al final tampoco me gustó. Aunque esas cuartillas, creo, no se pierden, nada se pierde, quedan como materia de otros textos.

—¿Cómo ves el panorama de la literatura en los ochentas?

—Mira lo primero de notable es que ya no hay que irse al Distrito Federal para ser poeta. Claro, uno pasa por allá, es donde están las editoriales y todavía necesitamos a la gran prensa capitalina para existir, para que tu revista tu libro tu obra sea reseñada. El De Efe sigue siendo zona de resonancia pero ya no es lo único. Segundo: las mujeres están escribiendo muy bien, están muy bien, mejor que los varones y esto pues me da un poco de coraje; no te creas. Pero sí. No escribir yo tan bien como ellas lo están haciendo ahora.

Llegaban más personas, entran encandiladas, interrumpen la grabación de la entrevista, también tiran los lentes, también se disculpan, es que a Federico se le ocurrió hacer la entrevista con todas las luces y micrófonos en la mera pasada, en la primera mesa. Los que llegan saludan en voz baja buenas noches (al oído) besitos en la mejilla, cariñito santo. Yáñez sonríe con sus dientes salidos, se parece a Felipito el de Mafalda treinta años después, con panza muy mexicana, personaje del mercado de San Juan de Dios (sus caguamas le habrán costado). Sonrisa afectuosa, viste muy sencillo una camisa vaquera de cuadros rojos, usa lentes sin aros, es un oso amistoso y modesto. Habla con claridad de su trabajo y de sus aventuras de poeta mexicano. Ya se ha reunido alguna gente y a una hora indeterminada Leticia invita al poeta a que se acomode ante una mesa larga con sus ocasionales discípulos y lee muy contento sus textos:

 

Mujer que me alargas un brazo

en ademán de lluvia

y estás tendida en la sábana

como un charco de Dios

para mis brazos,

mujer que mueves tus labios de barca

y alargas una canción antigua

de sirena perdida en un tiempo extraño,

mujer que elevas tus burbujas

mientras te desnudo

de tu agua

y te descubro

agua,

infinitamente amable y dulce

como un pez al que no hubieran

afectado las inundaciones,

mujer que me llama

y a la que voy sonámbulo,

lugar donde caigo de bruces cada vez que tropiezo

y me arrulla en sus brazos

y me canta canciones

de cuna

mientras yo me finjo – y me lo creo–

ser un gran soldado.

 

Lee con voz clara, se disculpa por hablar tanto, cuenta que una amiga suya de Jalapa lo regaña desde la distancia, desde la memoria: “Tu hablas mucho”. Pero todos estamos muy a gusto con su simpatía, en el perfume sonoro de los versos. (Las flores son el puro agradecimiento a la luz). Con el suave misticismo de algunos textos donde lo cotidiano se hace material de poesía, de sueños. (Hay flores que ordenan el universo). Los gestos de su escritura son a veces de mucha teatralidad, voces de la calle suenan con ritmo en lo que él llama retratos, poemas muy narrativos. El amor, la muerte, lo divino, todos los temas tienen que ver aquí a veces con una ironía un tanto inocente, como de niños seriecitos:

 

Si alguien me dijera que esto es una lluvia

yo le imprecaría diciéndole: ¡es una pecera!

Entonces él se desconcertaría, claro,

y llamaría a tres agentes policiacos

que, girando sus macanas, me invitarían a contestar:

¿es esto una lluvia?

¡No! Es una pecera, ya lo he dicho.

Y ellos, después de propinarme soberbia golpiza,

se irían muy orondos, nadando.

 

Imágenes muy nítidas. Pues sí, escribe poco como él declara, pero si es con esta hondura y buen oficio hemos de perdonárselo por esta vez (pero que sea la última). A ratos parece un poeta oriental:

 

Hondo temblor

los árboles

el agua.

 

Termina su lectura y su charla. Fácil se ganó a sus oyentes quienes empezaron a preguntar como no queriendo la cosa. A Yáñez se le ve contento, satisfecho, sonríe, se declara no político, yo más bien soy neurótico que buena onda, dice muerto de risa, hay dos cosas a las que los neuróticos tenemos miedo: al fracaso y al éxito. Óscar Robles pregunta por Ricardo Castillo, y Yáñez contesta pródigamente, generoso con sus amigos, no habla mal de nadie. Castillo mi paisano, amigo desde la primaria, nos enamoramos de las mismas muchachas aunque en épocas distintas, le llevo seis años de edad. Habla de sus buenas amistades entre el grupo de Monsiváis en el suplemento La Cultura en México, [hoy desaparecido entre las torpes garras de Taibo II y después la calentura rabiosa de Margarita Michelena] donde publicaron varios de sus poemas. También me pusieron como colaborador en Nexos pero pregúntenme por mis colaboraciones: no mandé nada sino cuatro años después.

La noche se alarga, de repente ya son las once y media y todos tan campantes. Paty blusa con ositos sigue trayendo Negras Modelo. El poeta cena con buen apetito frente a tres señoritas fascinadas que también son escritoras y se llaman Guadalupe Salas, Ana Belida Ames Russek y Sofía Casavantes. La tertulia goza de buen ritmo, uno viene a estos saraos para encontrarse con los buenos amigos de toda la vida: Enrique Servín muy seriecito (pero muy mula) recién llegado de Los Ángeles; Micaela Solís le reclama por qué no mandaste ni una carta, de veras ya ni la amuelas, y sí, tan padre que escribe Servín  (poemas y lo demás que se le ocurre) y acá no recibimos ni media postal con tres frases. Héctor Jaramillo platica de la buena magia de su oficio literario; allá anda la guapa Amalia Soto reportera de sociales en Diario de Chihuahua; acá el jefe Mejía que como siempre habla muy poco pero en todo está; junto a una rocola antigua está la mesa de Lety Santiesteban con su mirada autista pero linda; Rubén Nevárez se arriesga a fumarse otro Marlboro aunque le duela después la cabeza; Queta Santiesteban espléndida, (una dama bien elegante que se dedica al periodismo cultural) platica tranquila con la Güera Reyes Roel; Óscar Robles ya quiere irse antes de que esta reseña acabe de ponerse más azucarada, da clases tempranísimo en el Tec de Monterrey y se levanta todos los días a las cinco de la mañana a ordeñar las vacas en el corral de su casa, como buen vaquero de San Andrés.

Pero ya son las doce y media, Yáñez sigue aquí y eso que ya tiene compromiso para mañana a las nueve: va a revisar y a leer un montón de poemas de Luli Uribe y después habrá de ir a Delicias, a Juárez. Devuélvanme mis textos porque si no mañana qué leo. Mientras tanto, esta reseña se honra en terminar con otro poema de Yáñez dedicado al artista Luis Carlos Salcido y damitas que lo acompañan:

 

Qué es cantar

sino saberse vivos para siempre

Qué reírse

sino florecer desaliñadamente

igual que en los llanos

la manzanilla

la coronilla

el girasol

En fin

qué es estar vivos

sino cantar reunidamente

abriendo y cerrando la estrella

de la certidumbre.

Abril 1987

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