Parte I:   http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/algo-que-con...

Supongo que la pasión quema sus entrañas, pero no se atreve a manifestarlo abiertamente. Tal vez se diga: “¿Qué pensaría?” Lo entiendo. A fin de cuentas no soy más que un desconocido. Está desnuda al lado de un hombre, a su vez, desnudo y extraño, un hombre distinto de aquel muchacho indeciso y  timorato de cuando partió. No puede adivinar qué pensamientos transitan mi cabeza y eso la inmoviliza. Pienso que, aunque estallara de deseo, no tomaría la iniciativa. Aunque su cabeza no pare de dar vueltas para encontrar un modo de atraerme, de avivarme el deseo.

              Las sombras han desaparecido y ahora la luz inunda por entero el cuarto.

             Se levanta desnuda. Evoluciona sin objeto de un lado a otro de la habitación produciendo ruido. Quiere llamar mi atención. Inútil. Yo miro de soslayo, sin mover la cabeza. Dos o tres veces se ha vuelto para sorprenderme desde ángulos distintos, pero permanezco quieto mirando al techo, respirando con absoluta normalidad.

            Vuelve a tumbarse a mi lado exhalando un profundo suspiro. Seguramente libera frustración.

            Imagino que mi semblante toma tintes sombríos al proyectar las imágenes de la primera vez que apreté el gatillo del máuser con un objetivo cierto. Recuerdo vivamente la extraña sensación antes de que me atiborraran de coñac como premio por la misión cumplida. En aquellos duros momentos, había vuelto a aparecer en mi mente su cara dulce y burlona, indiferente. Un odio naciente comenzaba a transformar mis inocentes sentimientos. De nuevo hubiera deseado que estuviese allí, que me ofreciera su regazo, que consolara mi desazón, que, solidaria, se entristeciera conmigo. Pero nada de eso ocurrió y, poco a poco, la fui apartando de mí. Luché para percibirla ajena, para considerarla una muchacha más, extraña e indiferente a los males de mi espíritu. Me veo despertando de la embriaguez, percibiendo el zumbido de aquella confusión reinante en mi cerebro. No conseguía determinar si los hechos de la noche anterior habían ocurrido verdaderamente u obedecían al temor de que inevitablemente iban a ocurrir, que en algún momento tuviese que participar en una acción semejante. Cuando claramente logré discernir que los hechos habían ocurrido con toda su crudeza,  sin remedio, vagué por el campamento como un perro abandonado y malherido. La busqué con desesperación, pero enseguida intenté desprenderme de esa imagen burlona que no lograba borrar de mi memoria. Me propuse romper la fotografía. Tal vez, me decía, logre conjurar el maldito hechizo. Pero, cada vez, la intención perdía fuerza al cabo de pocos minutos. Temía extraerla, tocarla, volver a ver, aunque fuese por un instante, aquella sonrisa burlona.

            Se revuelve en la cama. Está inquieta y vuelve a levantarse.

            —Prepararé café —dice, como si tuviera que justificar cada uno de sus actos.

            Asiento con gesto imperceptible, aunque sé que ella no me mira. La observo por la espalda hasta que desaparece. No sé cómo exponer  la esterilidad de mis sentimientos sin dañar los suyos. Hablar de una moral laxa forjada por las vivencias, decir que llegué a temer y a odiar su risa burlona inmortalizada en aquella fotografía ajada y amarillenta que me perseguía en los momentos difíciles, en los momentos de la más completa y aterradora soledad, cuando pedía que abandonara aquel semblante risueño e insolidario, que dejara entrever un mínimo estremecimiento.

            Por momentos siento la picazón de la sarna que por entero cubre mi cuerpo. Reminiscencias. Sin poder rascarme. Embadurnado de pomadas amarillentas, oleosas, y  tirado en un camastro junto a otros soldados hechos a golpes de marchas y máuseres. Dos meses. Dos largos meses aislado como un ser inmundo en aquel barracón mal ventilado y en penumbra. Ningún alivio, ni una sola palabra de algún ser compasivo. No, no es que hubiera deseado que ella me viese en aquel estado. Seguramente habría sentido escrúpulo de aproximarse, de tocarme, y yo habría visto dibujarse en sus labios un rictus de aprensión. En aquella ocasión deseé no exponerme a la vista de nadie, que aquella imagen espantosa no quedara en la retina de ninguna persona cercana.

          Entra portando una bandeja con dos tazas humeantes. Su semblante expresa contrariedad. Aun así, al aproximarse esboza una sonrisa forzada, y dice:

          —Esto nos recuperará. Querías contarme algo, ¿no?

          Se sienta sobre la cama y cruza las piernas en equis por debajo de los glúteos. Me incorporo con lentitud mirando distraídamente el oscuro triángulo invertido que conforma su vello púbico. Examino después con frialdad sus redondeces. Ella nota esa mirada escrutadora, distante y se ruboriza. Se estremece, presiento que un escalofrío ha surcado veloz su cuerpo.

          —Voy a ponerme algo, siento frío   —dice justificándose.

          —Tienes algo que contar —insiste más tarde,  mirando hacia otro lado, en un intento de romper la tensión de este violento silencio que se cierne sobre nosotros.

          —Sí, después… —titubeo tras tomar un trago de café.

          Dudo. La duda se extiende y me envuelve. No sé exactamente que decir.  No sé si quiero poner fin a esta  relación que acaba de recomenzar o simplemente dejarla en suspenso. Lucho contra la indiferencia. Examino alternativas. Me hago preguntas y me doy respuestas. ¿Otra mujer? ¿Otra desconocida? ¿Qué puedo ganar? Al menos me ha esperado. Quizá me haya guardado fidelidad. Eso creo. ¿Qué puedo contar? ¿Sincerarme? ¿Infringir un daño inútil si la decisión se inclinara por el  restablecimiento de la relación?

          Sin embargo, pienso, no he sentido algo distinto a la eclosión del instinto animal, semejante al que experimenté con las mujeres que se entregaban por necesidad alimenticia,  por apenas unas onzas de chocolate. Simplemente he apagado mi sed de sexo, a oscuras, sin ver su cara, solo sintiendo tenues y tímidos gemidos, espasmos y movimientos descontrolados en los instantes previos al orgasmo.  En realidad, nada distinto. Quizá simplemente sea eso, y no haya que esperar más.  Solo esa sensación de vacío postcoital idéntica a la sentida con las mujeres que poseí a cambio de comida.  Tal vez haya alguna diferencia, algún matiz. Aquellas hembras, consumado el acto, abandonaban el camastro o el rincón oscuro y esta mujer en cambio ha permanecido quieta, acurrucada, buscando calor y solícita de caricias. Sin duda hay algo diferente que no logro concretar. Pero, ¿es suficiente?

         —¿Me quieres? —susurra entrecortadamente interrumpiendo mis reflexiones.

         Por primera vez la miro fijamente a los ojos e intento adivinar sus pensamientos. Apenas logra mantenerme la mirada. Sus labios tiemblan. Creo que está a punto de llorar… Enseguida, alcanzo la bandeja que aguanta en sus manos y la deposito en el suelo; después, la tomo por los hombros con desacostumbrada delicadeza y la deslizo con suavidad hasta dejarla tendida en la cama.

 

    *Del libro de relatos "Algo que contar" 2011    T.H.Merino                       

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