Aventuras en la Colonia Rosario.  

                              Por Jesús Chávez Marín

Mi mamá y yo salíamos a tomar el fresco por las tardes, nos sentábamos en el umbral de nuestra casa blanca que estaba frente al arroyo que baja del Cerro Grande, a las orillas de la Colonia Rosario. Allí nos estábamos platicando, juntos, o en largos silencios.

Yo tenía cuatro años y ella veinticinco: ella era una linda mujer de la que siempre estuve enamorado, valiéndome una pura y dos con sal un montón de teorías freudianas con sus anexos.

Me encantaban aquellos coloquios con mi madre, llenos de paz y frescura. A las seis de tarde, por la ladera del arroyo, cerca del puente por donde pasa el tren, bajaba Liborio con su carrito de paletas; hacía sonar una campanita y gritaba: ¡paleeetas heladas! Carmen sacaba un veinte de su monedero y yo iba corriendo a comprar una de dos palitos, que se llamaban gemelas, la trozábamos por la mitad y compartíamos la delicia de su sabor. Mi hermano Pablo era un bebé recién nacido, y a veces interrumpía el idilio. Lo oíamos cuando despertaba de su siesta y mi mamá entraba apresurada para darle pecho; yo me quedaba solito y pensando en las inconveniencias que vienen aparejadas con la buena suerte de tener hermanitos.

En aquel tiempo la Colonia Rosario era como un ranchito, o como una estación pueblerina del Ferrocarril Chihuahua al Pacífico, un racimo de casas frente a la capilla de la virgen con sus dos campanarios de adobe; cerca estaba la escuela primaria Doctor Ángel G. Castellanos número 277, pintada de amarillo óxido con ventanas verticales tan grandes que parecían puertas trepadas. Muy pocas viviendas tenían luz eléctrica y no teníamos agua entubada. Solo en las casas más grandes, como la de mi abuelo Jesús Marín, había norias, donde manaba el agua fresquísima y limpia.

En la casa de nosotros no había ninguno de esos servicios, acarreábamos agua desde el tinaco monumental de la Estación: los grandes se colgaban de la espalda un tronco de donde pendían dos ganchos, en ellos se sujetaban botes de veinte litros, uno en cada punta; los niños la cargábamos en baldes chicos de aluminio. Los sábados teníamos que traer más que los otros días, para llenar las tinas redondas del baño semanal. En las noches alumbrábamos los cuartos de la casa con una lámpara de petróleo donde bailaba la flama dentro de su bombilla de cristal. Unos años después, mi abuelita, mamá Mila, nos pasó un alambre eléctrico desde su casa para que tuviéramos luz; el señor Betancourt nos hizo la instalación. Entonces ya pudimos prender el radio todas las mañanas en un programa que se llamaba Cartas del rancho, que siempre iniciaba con una canción muy alegre que decía: “Ándenlen córranle muchachos que allá viene el caporal, viene cruzando veredas por ese camino real”.

Mi papá trabajaba de cobrador en Casa Castillo y además era barrillero, vendía en los barrios de la ciudad listones, encajes, aretes; levantaba pedidos para la Mueblería Gonter: estufas, roperos, catres de latón, ganaba sus co- misiones, mi jefe, controlaba sus cuentas porque anotaba todo en tarjetas blancas, azules y rojas, cargaba muestrarios de mercancía varia. También trabajó en “la obra” de peón, albañil, carpintero de construcción. Al anochecer llegaba del trabajo en su bicicleta y salíamos corriendo a recibirlo, “¿qué me trajo?”, preguntábamos, y sacaba de su lonchera galletas, dulces, algún juguete. Nunca llegaba con las manos vacías.

Los domingos íbamos a misa y en la tarde tomábamos un camión Santo Niño-Deportiva, mi papá nos llevaba a la ciudad infantil, subíamos a los columpios, los resbaladeros de caracol y al subibaja. Cuando traía dinero nos compraba cueritos o jamoncillos a Pablo, a Carmela y a mí. Pedro, Mila y Lupita todavía no habían nacido. Mi padre era muy serio y buena gente, vestía camisas blancas y pantalón azul marino de gabardina, nunca pisteaba ni fumaba, nosotros fuimos los que salimos medio desmadrosos.

Frente a nuestra casa, más allá del arroyo que baja desde el Cerro Grande, todo era llano. Más lejos estaban los embarcaderos del ferrocarril con sus puentes, por los que subían o bajaban de los furgones un montón de vacas todos los días. Hasta allá nos íbamos Chumel mi primo y yo a jugar algunas tardes y nos parecía que aquel lugar estaba en la punta de la chingada. Mi primo sacaba de la tierra unas raíces muy sabrosas a las que llamábamos papitas y las compartía conmigo. Él es un año menor que yo, pero era más valiente y vago. Su abuelito Manuel Lara cuidaba un rebaño de chivas y las llevaba a pastar por la ladera; vivía en la orilla oeste de la colonia, más allá de la última casa. Tenía un caballo de gran alzada que se llamaba El Dorado. Chumel aprendió a cabalgar desde pequeño, a todo galope: le enseñó a montar su abuelito. A mí me daba miedo subir tan alto, a veces por fin me decidía y trepaba en ancas con mi primo, quien con mano firme llevaba muy bien la rienda de tamaño animal.

Chumel y yo vivimos juntos muchas aventuras, hacíamos resorteras con horquetas de mezquite y hules de cámara de bicicleta, tirábamos piedras a madre, con más fuerza que si fueran balazos o municiones; también espadas de madera, arcos y flechas con ramas y jarillas, monitos de barro, casitas de ladrillo donde inventábamos tertulias sin medidas de tiempo ni límites para la imaginación. A esas casitas les llamábamos El Club, y solo a muy pocas personas invitábamos. Con Pablo mi hermano y con Víctor, el hermano de Chumel, jugábamos a los bandidos o armábamos partidos de futbol junto con otros primos y vecinos: Chema, el hijo de mis tía Luz y mi tío Bartolo; Andrés el de mis tíos Candelaria y Chuy; Mario y Silverio, los de mis tíos Ismael y María; Ambrosio y Juan Collazo, los hijos de nuestros vecinos Alejandra y Collazo, quien por cierto curaba el cáncer, la tuberculosis y la parálisis con la medicina de su poder espiritista. En ese entonces leíamos un chingal de cuentos: El Charrito de oro, Alma grande, El llanero solitario, Rolando el rabioso, Chanoc y Fantomas. También le ayudábamos a Leonides a vender cuajadas de leche de chiva, de las que cuidaba su marido Manuel Lara. A principios de los años sesentas llegó por primera vez a Chihuahua la televisión, dos familias de la Rosario compraron el aparato, un armatoste empotrado en su gabinete de madera falsa. En casa de los Santiago miramos por primera vez un programa; cada uno de nosotros pagaba un veinte por entrar. Pasaban Combate, Bonanza, Supercar y, años más tarde, El gran cha- parral y la telenovela El edificio de enfrente, todo en blanco y negro, porque la de colores todavía no se inventaba.

Una vez mi papá me trajo del centro una mandolina verde con cuerdas de cobre, con mis primos formamos una banda y le llevamos serenata a mamá Mila: “una mañana triste y lluviosa a una joven yo conocí, en su ventana la vi preciosa como una rosa de mi jardín. Cómo te llamas linda morena con toda el alma yo pregunté, qué linda tienes toda tu cara, tu hermoso pelo déjame ver”. Y así, hasta que mi tía Lala y mi tía Chenta nos corrían con nuestra música a otra parte, después de darnos un taco de frijoles con tortilla de harina para que de una vez nos calláramos la mandolina y la boca. También a veces le llevábamos a mi abuelita Agustina Mendoza tecomblates que cortábamos de los gatuños, y ella nos daba chocolate Milo con galletas.

Muchos de los habitantes de la colonia del Rosario, y también los de la Dale, trabajaban para el ferrocarril Chihuahua al Pacífico. Eran maquinistas, garroteros, veladores o mecánicos. Varios de mis tíos eran cargadores, pertenecían al sindicato que era un cuartito del tamaño de un puesto de la Coca Cola donde un señor apuntaba los turnos y los pagos. Descargaban o cargaban furgones con madera, azúcar, tractores y todos los productos que el tren transporta. En las tardes bajaban muy contentos por el barranco del arroyo, después de la jornada, y traían costales llenos de trigo, arroz, frijol; traían sandías y las repartían en rebanadas entre hermanos y sobrinos. Uno de ellos, mi tío Bartolo, es un gigante cuyas manos son tan grandes como medio adobe, su sonrisa de ásperos labios hace juego con la candidez de sus grandes ojos azules. Tiene voz gruesa, de mostrenco bajo, y siempre pasaba por la casa para saludar a su hermana: “Carnala, como le va”. A veces cantaba: “Ventanita reja de oro”. En los veranos iba a la cañada a traer tunas en un costal de lona, también nueces cimarronas de cáscara negra, o bellotas, y alguna que otra liebre que cazaba. Todo lo repartía entre nosotros. En ese tiempo en mi casa no faltaba leña para la estufa, porque mis tíos bajaban de la estación tallas enteras, o sea las durmientes de madera donde se asientan los rieles, de las que ya estaban resecas.

Cuando llovía mucho, crecía fuerte el arroyo, alimentado con aguas que escurrían violentas desde el Cerro Grande. Todos los chavalos nos metíamos al agua en cuanto dejaba de llover. La arena se ponía limpia y el aire estaba perfumado de jarillas. A las 7:00 pasaba el tren y yo sentía muy raro, entre nostalgia y regocijo.

Todavía me tocó ver funcionar las máquinas negras de vapor, con su campanita y su claxon como de barco; esas locomotoras se exhiben ahora como piezas de historia en los patios del ferrocarril. Fueron desplazadas por las máquinas diesel anaranjadas que echan un humo negro que huele horrible y suenan despiadadas las cornetas del adiós. Una noche mi papá y mi tío Manuel se fueron en el tren, contratados por una constructora de La Paz, Baja California. Los fuimos a despedir a la orilla del riel y corrimos atrás del tren hasta que se perdió de vista.

 

Junio de 1988

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