Cada viejo compone su historia

Por Jesús Chávez Marín

Esteban Medina, uno de mis alteregos favoritos, era de los pocos clientes ya en vías de extinción que frecuentaban en el año 2012 los llamados cibercafés de la ciudad de Chihuahua. Esos negocios, que siempre fueron modestos, tuvieron su auge en los años noventas del siglo pasado, y aunque nunca hubo café sino solamente cocacolas y papas fritas en bolsas de colores, mucha gente ocupaba pagando con unos cuantos pesos de renta las viejas computadoras con acceso a internet que estaban instaladas en fila, muy apretadas en locales pobretones que se caían a pedazos, siempre con sobrecupo. El monitor y el teclado en donde ahora escribo seguramente son los mismos que usaron desde aquellos años una multitud de jóvenes y alguno que otro de mayor edad que se hubiera aficionado en los cauces de esta forma de comunicación que para Esteban aún guarda enigmas y laberintos imposibles de transitar.

Esteban terminó de redactar el e mail; antes de enviarlo escribió en el espacio de asunto la frase "ya se va" y a pesar de que él mismo se sorprendió de que su despedida hubiera sido algo fría e impersonal, tan distinta al tono cálido y a veces hasta demasiado dulce que acostumbraba en todas sus cartas, tuvo que pensar que dadas las circunstancias no hubiera podido ser de otra forma. Prometió contar en las próximas lo que le había pasado en los meses recientes, y también ofreció hacerlo en el tono que recordaba haber hallado en la lectura de una vieja novela. Pero no crean ustedes que era una manía reciente de un hombre de 59 años, no, Esteban siempre se había impuesto esas disciplinas que a veces solo para él tenían sentido.

Así que en cuanto llegó a su casa buscó en uno de sus libreros el volumen de Miguel Delibes y allí estaba, con sus hojas ya quebradizas por tantos años de polvo y luz la edición de Biblioteca Básica Salvat de 1969. En dos noches leyó por segunda vez la novela, pero muy pronto se dio cuenta de que no habría de servirle de modelo para lo que se proponía contar en las cartas siguientes. Eloy era un viejo de 70 años, al inicio del relato se encamina a su cena de jubilación en una empresa municipal de Valladolid que daba servicios públicos de limpieza en calles y plazas. Su hijo León era un verdadero ojete de 39 que había alcanzado cierta prosperidad como notario público en Madrid y para él su padre venía siendo poco menos que un cero a la izquierda. Al viejo era el único hijo que le quedaba, pues Goyito, el segundo, había muerto a la joven edad de 22 años. Era viudo, Lucita su esposa había sido también una hija de la chingada con él pero a lo mejor él se lo merecía por ser tan aburrido y necio, así que ahora vivía solo en la vieja casa; Desi, su sirvienta veinteañera digamos trabajadora doméstica por eso de la corrección política, era la única compañía que le quedaba y también el otro personaje y punto de vista de los dos que se hallan en la estructura del relato, en su voz narradora, pero en este momento la señora de esta tienda me dice que ya va a cerrar, así que otro día de estos habré de seguir escribiendo esto que seguramente, como diría mi amigo y discípulo Cid Reyes, no creo que  verdaderamente a nadie le importe.

Noviembre 2012