Para Victoria, que me explicó por qué las mariposas son amarillas

Una mañana de principios de junio salí hacia mi trabajo como de costumbre, y al llegar a la avenida Lecuna me quedé con la boca abierta, viendo al igual que las demás personas, cientos de mariposas amarillas que volaban en medio de esa locura urbana de gente que corre, bocinas, humo negro y motorizados que amenazan con zamparle un coñazo con su moto a quien se les atraviese. Ellas (las mariposas), se desplazaban tranquilas, con su vuelo característico. Naturalmente, no era habitual ver miles de alas amarillas hendiendo la rutina de una avenida contaminada por los cuatro costados. Escuché que una mujer le decía a otra, tal vez una desconocida, que eso debía ser una migración. Un hombre rechoncho afirmó que venían de El Ávila, «pero El Ávila no queda de ese lado», pensé, al mismo tiempo que miraba en dirección al Nuevo Circo, que era de donde venían las mariposas, pero no tenía ánimos de conversar o entrar en una discusión estúpida con nadie. Otra señora exclamó ¡nada de eso!, están buscando un lugar más cálido para poner sus crías, como los salmones que migran lejos para desovar. «Bueno, bueno», me dije, mientras seguía el espectáculo amarillo que cubría el cielo, «las mariposas no desovan». Una jovencita maravillada, le decía a su mamá (creo que era su mamá), que eso le recordaba la Montaña de Mariposas, entendí que se refería a la novela de Homero Aridjis, y no pude evitar poner atención a ese comentario, porque la madre le respondió que ella en cambio, recordaba a Cien años de soledad, y tal vez Mauricio Babilonia estuviera por ahí cerca. «¡Ah!, intelectuales o lectoras», pensé, «no, definitivamente lectoras, si fuesen intelectuales darían una explicación entomológica». Me volví hacia ellas para ver si las conocía, por la editorial pasan muchas personas diariamente, pero éstas al menos no han estado por allá, porque no reconocí a ninguna de las dos.

La gente se paraba en todas partes para seguir viendo, o siguiendo, el vuelo de las mariposas que parecían papelillos caídos del cielo, una lluvia de flores amarillas. Una señora aseguró que Ochún se estaba sacudiendo su manto de estrellas. «Segurito que ésta es santera», especulé mentalmente, con la mirada bailoteando por el enjambre de pétalos amarillos que seguían su ruta en bandadas majestuosas. Otra mujer dijo que esas cosas le daban miedo porque podía anunciar una catástrofe, como un terremoto por ejemplo, pero una voz masculina (no vi quién era), le respondió que ese acontecimiento auguraba felicidad. «Ojalá sea así» pensé, imaginando a mi razón con un pie en el territorio ilógico de la lógica y el otro en el mundo ordenado de las cosas reales. El campanario de la iglesia Santa Teresa comenzó a repiquetear sus notas, que también son como pétalos que vuelan despacio y llenan el aire de siluetas sacudidas por un compás sinuoso. La voz infantil de una nena me obligó a poner atención nuevamente a otro comentario, el mejor que escuché ese día. La niña le explicaba a su madre que las mariposas eran amarillas porque cazaban la luz del sol para comer. «¡Qué lindo», pensé, y me volví para verla, logré mirar su carita risueña un minuto antes que la mano de su madre la halara hacia la estación del Metro. Las vi alejarse, la mamá riendo de las cosas que decía la niña, y ella brincando alegremente con sus moñitos bamboleándose al compás de sus saltos. Esa explicación quedó danzando en mi mente como una de las tantas mariposas que se alejaban en su vuelo seguro.

Dos transformistas, posiblemente exiliados del bar La crema, también comentaron con voces melifluas, perdidas en un aflautamiento inútil, lo raro de las mariposas en plena avenida, tan atarantada y llena de locos.

—A lo mejor están como nosotras, bellas y perdidas—, dijo una de las voces.

—Yo no estoy perdida mana, aquí la única perdida eres tú—, respondió la otra.

Se rieron y cruzaron la calle corriendo, tomados (o tomadas) de la mano, y respondían con morisquetas los insultos que le lanzaron unos conductores. Se encaminaron hacia la placita de la iglesia. La escena me sacó de alelamiento y recordé mi horario, la oficina entre miles de oficinas, el trabajo de lunes a viernes, la ansiada quincena, los chistes de mis compañeros y el compromiso de la tarde. Hoy tengo que ir otra vez a una reunión de intelectuales, Gisela es quien se encarga de asistir al club de escritores, porque es la representante editorial. Ella es una veterana en esas lides para prometer todo lo que nunca se cumplirá, espantar cualquier lirismo intenso, cualquier ripio cargado de vino, cualquier tropo picante de esos que sirven allí con eructos y picaditas de ojo, pero ella está de vacaciones y me toca ser su suplente. Antes iba la secretaria de Gisela, una muchacha muy alegre que se llama Betty, pero los intelectuales se molestaron porque se reía cuando declamaban sus poemas. Ella me contó, torciéndose de la risa, que no sólo le parecía demasiado cómico la forma cómo entonaban cada palabra, sino también la manera (o manía), de poner los ojos en blancos, eso le daban unas ganas de reír incontrolables, como si las voces le hicieran cosquillas. A mi tampoco me gustan esas sesiones donde la habladera de paja es suculenta, pero es mejor que quedarse en casa viendo el noticiero estelar y esperando una llamada de Miguel que nunca volverá a llamarme.

Las mariposas danzan hacia el este, estampando el espacio con sus alitas amarillas. Sigo viendo su revoloteo amarillo por todas partes mientras recorro el mismo trayecto de todos los días, quiero decir, de lunes a viernes, porque los sábados y los domingos prefiero quedarme en la cama hasta las diez o las once. Si está lloviendo, entonces me quedo acostada todo el tiempo que pueda, con breves incursiones a la cocina para buscar café o algo de comer, idas al baño y nada más.

Las mariposas siguen en su baile de viento y campanadas, los transformistas están sentados en un murito de la plaza, al lado de otros que tienen unas tetas cojonudas. El aire se siente limpio (a pesar de todo), llovió toda la noche, pero en la madrugada comenzó a escampar, quedó un rocío titilante que poco a poco fue desapareciendo para que este sol paliducho alumbre el día y las flores que lucen hermosísimas en el quiosco de la plaza. ¡Coño!, con un día así no provoca ir a trabajar. No dan ganas de encerrarse en esa oficina donde Sergio y Rivadeneyra, dentro de media hora exactamente, comenzarán a discutir por algo, como si tuvieran un acuerdo tácito. A las nueve y treinta minutos de la mañana, inician una discusión por cualquier tontería, generalmente una noticia, pasan el día recordándolo a cada rato, o cada vez que tienen tiempo, entre planilla y planilla, «este libro no va y éste tampoco porque no hay presupuesto». Vuelven sobre el tema una y otra vez, así van hasta el almuerzo. Regresan, vasito de café en mano, con variaciones sobre el mismo tema, en el que ninguno de los dos da su brazo a torcer. Cuando se acerca la hora de salida, al mismo tiempo que se ponen las chaquetas o arreglan unas carpetas, o echan llave a sus casilleros, se prometen continuar esa vaina al día siguiente, pero eso nunca pasa. Al siguiente día, a las nueve y treinta minutos, comienzan a discutir por algo que el día anterior ni siquiera figuraba en el tema que discutían. Siempre me ha parecido que son estrategias para hacer diferente algo en la rutina de planillas, llamadas telefónicas y la luz incandescente de los monitores.

Sergio ha dicho que le gustaría morir como un gran ídolo, pero él no ha encontrado todavía ese algo o ese alguien que le produzcan verdaderas ganas de morir, porque lo mejor de ese tipo de muertes es convertirse en noticia sensacionalista, en nota extravagante que hasta pueda desatar un Efecto Werther. Él ha confesado más de una vez que le gustaría ver desde el más allá a cientos de personas suicidándose por él (en caso que decida suicidarse).

Las mariposas forman un mosaico contra las Torres del Silencio, me detengo para verlas un rato más antes de entrar en el laberinto de pasillos y escaleras y ascensores que me llevarán hasta mi oficina. Parecen un almácigo amarillo en los muros escarapelados de la Torres. Aún es temprano, todavía puedo remolonear un poco más, como si estuviera en la cama un día sábado o un domingo, pero caminando y viendo las mariposas amarillas. De pronto recuerdo que soñé con murenas, eran verdes y se retorcían en el plato, me puse histérica y cuando vino el camarero le di un chicotazo por la cara con la murena fría y escamosa que seguía retorciéndose en mi mano. Con esa lógica estupenda de los sueños, el altercado entre el mesonero y yo no parecía importarle a nadie, porque una pareja que estaba en la mesa vecina seguía comiendo tranquila, sin inmutarse siquiera, sin dirigirnos una mirada, como si no existiéramos. En otra mesa, un señor mayor con anteojos redondos, narraba una historia a dos niños que seguramente eran sus nietos, era un cuento demorado, con descripciones precisas acerca de una lámpara que condenaba a quienes veían su luz y los dejaba ciegos con el recuerdo de las imágenes conocidas hundiéndose para siempre en una modorra parecida a la muerte. El viejo de la mesa llamaba a cada objeto por su nombre exacto, tenía una dicción admirable. Mientras el mesonero me decía que la murena estaba bien cocida, yo vi que la mitad de su cara se ponía verde, como la murena, pero supe con esa certeza que sólo se tiene en sueños, que el color verduzco era efecto del porrazo con la murena fría y escamosa.

Qué maravilla hay en los sueños, en esa dimensión donde no tengo que asumir mis carencias, donde no puedo pensar que casi nunca pasa nada. Aquí, parada en el borde de esta acera, antes de entrar por el boquete que inaugura los pasadizos de Las Torres, sí pienso que pasa algo. Detrás de no pasa nada, sí está pasando algo, de hecho están pasando muchas cosas en eso que llamamos transcurrir del tiempo. A lo mejor el tiempo (nombre para designar una abstracción, símbolo caprichoso como todos los de su raza), está ocultando algo, o simplemente nosotros no podemos ver eso que no se escurre. Quizá, él no se desliza como decimos o pensamos. Tal vez es tieso como una estatua, tal vez somos nosotros quienes nos deslizamos por una especie de tobogán sin nombre que ahora los científicos llaman hoyos negros. ¿Acaso Alicia ya no se deslizó una vez por un agujero negro hace muchos años? Quizá nosotros nos deslizamos constantemente por esa jalea hasta adentrarnos en otra cosa que no tiene nombre tampoco.

Una nueva ola de mariposas, más densa que las que he visto antes, pasa por la avenida, llena la plaza con un fragor suave de alas como pétalos. La gente hace conjeturas acerca de esa migración inesperada, pero luego siguen hacia sus destinos, olvidan este tramo de su día porque hay demasiados acontecimientos pasando segundo a segundo en esta vorágine incierta. Es tan hermoso ver esto aquí, donde no hay peligro de quedarnos atascados en una latitud pegajosa del tiempo. Miramos un momento, nos maravillamos, luego vamos corriendo hasta la oficina y allí todo este prodigio, que rompe por un rato la monotonía urbana, queda ensartado en el recuerdo, como una postal onírica. Tal vez en la tarde, cuando salga de la oficina, todavía queden algunas nubes de mariposas amarillas buscando la luz del sol para cazarla en el ocaso.

13 de junio del 2010, día de las mariposas amarillas.

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