Chulas fronteras del Norte: Segundo encuentro nacional de escritores en la frontera

Chulas fronteras del Norte: Segundo encuentro nacional de escritores en la frontera 

Por Jesús Chávez Marín

 

Cultas fronteras del norte ¡cómo las extraño!, no las diviso desde hace un año

El locutor, investido en este mismo instante como maestro de ceremonias, dice: antes que nada rindámosle honores a Nuestro Lábaro Patrio, porque ya resuenan marciales tambores y claros clarines, es la banda de guerra de la Universidad de Juárez, todos de pie porque vienen entrando las chicas de la escolta con las ondas de la bandera uno-dos, uno-dos, aúlla destemplada la gentil damita que la hace de comandante: meeedia vuelta. ¡Ya! Los señores del presídium hacen saludo militar con el brazo al pecho (inflamado) y, muy serio, el capitán Vidal Saldívar pone uniforme y cara de circunstancias.

El acto inaugural convoca a Los Grandes y también a El Pueblo: la sala está repleta de gente en este Centro Cultural Universitario, allá cerca del Pronaf. El centro es, en realidad, un gimnasio para juegos de basquetbol con dos auditorios laterales; en uno de ellos nos encontramos, señoras y señores, para conocer y escuchar a los escritores que nos dieron patria. Relampaguean las cámaras fotográficas, el monitor de televisión no pierde detalle y el locutor con su voz de terciopelo informa que su estación predilecta, XHUAR estéreo norte, registra y difunde por todo Ciudad Juárez los ecos y las voces de las distinguidas personalidades que hoy nos honran con su presencia.

En el acto habrá de entregarse el Premio Fuentes Mares, en su segunda edición, y Jesús Gardea, presidente del jurado que lo otorga, pasa al frente y antes que nada pide el respectivo minuto de silencio “en memoria de nuestro amigo don José que tanta falta nos hace”. Otra vez, todos de pie. Enseguida explica la difícil tarea de elegir, las largas deliberaciones y en fin, que el premio se otorga esta vez en forma compartida a Sergio Galindo y a Jaime Labastida “por enriquecer la literatura no solo de nuestro país sino de la humanidad entera”. El público no logra escapar a tanta emoción y explota en aplausos, y las socarronas sonrisas de dos tres escépticos se congelan en mueca mientras las manos, conectadas por su cuenta al ardor colectivo, se golpean mutuamente hasta enrojecer las palmas.

Luego de la premiación, el rector Alfredo Cevantes hace la declaratoria inaugural: nuestra máxima casa de estudios se propone estimular los ricos veneros del talento, dice, al reunir a distinguidos escritores para que reciban el reconocimiento del público y de sus padres (sic), y aquí –mira su reloj de pulsera– siendo las 10:30 de este 7 de mayo de 1987 me es muy grato inaugurar este segundo encuentro nacional. Para terminar, invita al público a que asista a otra sentida ceremonia: vayamos todos a la esquina que hacen las calles Malecón y Américas, aquí cerca, a develar una placa que cambiará el nombre a la calle Malecón. Desde hoy se llamará calle José Fuentes Mares.

Algo embriagados por tanta emoción vamos saliendo al vestíbulo donde nos esperan, al asalto, varias mesas con libros a la venta: los de la universidad veracruzana cuyos precios son carísimos; de las librerías de cristal aún más caros y del correo del libro de la SEP donde todavía se puede comprar uno que otro. Enfrente una mesa con café y galletas convoca a varios desvelados. Anoche se hizo un coctel de bienvenida en el hotel donde se hospedarán los escritores estos días, el Montecarlo, sobre la avenida Triunfo de la República, cerca de la Avenida del Charro. El café es parte del ambiente para estas personas tan cultas y distinguidas que parten plaza en estos encuentros. También el público es típico: uniformados de mezclilla los culturitos no perdonan coctel, congreso, conferencia o película de arte. Abundan los costalitos de manta colgando del hombro, los libros anidando bajo el brazo sus vagos sueños, los lentes de fondo de botella, las barbas largas (¿ideas cortas?). Siempre nos topamos con la misma gente: aquel pintor vestido de tarasco con su tasolera de greña no muy limpia recogida a la espalda con listoncitos de colores en forma de cola de caballo. Esta señorita disfrazada de tehuana llena de collares de chaquira, que es muy liberada a sus horas y jamás lleva ropa interior. Las edecanes futuras licenciadas en turismo, vestidas de tigresas y a pesar de eso muy hermosas, la verdad. Algún funcionario de la cultura que se aburre con resignación en el cumplimiento de su deber. Juan Holguín, director de la revista Entorno a partir del número once, es el coordinador del encuentro. Oficio ingrato, agotador, ese de pastorear escritores anarquistas naturales y lograr que los culturitos abandonen largas e interesantísimas conversaciones para que entren. Pásenle ya, por favor, andamos colgados con el tiempo, pronto, ya vamos a empezar.

Las mesas de trabajo no se constituyen por alguna razón o tema reconocibles. Cuatro escrito- res y un coordinador se sentarán al frente, ante la larga mesa vestida de gala con paño morado donde se alza en amarillo el escudo de la universidad. Encima la obligatoria jarra y los vasos con agua fresca que siempre se les antoja a los espectadores mientras los ponentes la ignoran con elegante indiferencia.

El coordinador lee datos de cada escritor: cómo se llama, qué género de literatura es el suyo, si estudia o trabaja, los libros que tiene publicados y los que tiene en prensa y así. El aludido lee sus bonitos poemas o sus amenos cuentos o sus astutos ensayos y al final siempre queda poco tiempo para preguntas y discusiones. Y el público, según le haya ido, termina tan cansado que ya mejor vámonos al receso, a comer o a vagar por las calles. Serán doce las mesas de trabajo en solo dos días y medio. Programa muy denso donde además habrá una sesión para presentar en sociedad cuatro libros recién editados.

Participaron cincuenta escritores. Este es el club de Tobi, otro de tantos que abundan: solo cuatro de esos cincuenta invitados son mujeres: Micaela Solís, Rosario Sanmiguel, Ysla Campbell y Russel Han Ginnette.

Se leyeron cuentos, poemas y textos de crítica literaria. En estos tiempos el escritor mexicano empieza a tener audiencia para lecturas en voz alta, gracias a programas como los del ISSSTE, al programa cultural de las fronteras o a eventos como este. Es ahora importante para él tener buena dicción y ciertas dotes de actor. A Edgar List le sobran: es toda una personalidad histriónica vestido con una camisa parda, alto, de ojos color azul nazi, con el pelo de corte militar, parece un exsoldado o un fanático. Se talla las manos, hace mímicas con sus largos dedos, modula la voz, grita, emite sonidos extraños, pasea su mirada intensa entre el público, mirada fija, oblicua, húmeda. Cuando le da gana arranca la risa de todos, a pesar de que sus poemas son abstractos, a veces trágicos. Benito Taibo lee un texto que envía su hermano Paco Ignacio II que se titula “un género en busca de au- tor”. Allí se pone a dar consejos y enumera todos los casos de nota roja que en estos tiempos abundan, dice, en la frontera norte. Sonora en manos de narcos. Cacería de ilegales. Grupos paramilitares de gringos que se dedican a este tenebroso deporte. La desaparición de todas las putas de Zacatecas que fueron encontradas al servicio en plantaciones de mariguana en Búfalo y otros lugares regenteadas por Sarita y Rafael Caro Quintero. Pontifica Taibo que le entremos a la novela donde se consignen esas realidades, un género a la luz de la información diaria. Que nos dejemos de tanto Julio Cortazar, de realismos mágicos y pueblerinismos fulgurantes de antaño.

Rogelio Treviño y Micaela Solís les encantaron al público; les aplaudieron mucho. Ella leyó La lumbrada, un relato con cadencia poética donde recrea el habla de los habitantes del noroeste de chihuahua. Treviño leyó por primera vez Septentrión, largo poema donde suenan voces épicas. El tema son los orígenes materiales y espirituales del país de los tarahumares. Las depredaciones, el sombrío futuro de las ciudades y también la energía profunda de los habitantes del desierto, el destino legendario de la región, 42 grados latitud norte. El poeta con voz entonada y clarísima canta en medio de su lectura esta canción rarámuri: “yú- mare yúmare yúmare gare”. En su poema los tres géneros de la literatura encuentran una estructura dinámica: lo lírico, lo épico y lo dramático. Relato, poema y drama de un pueblo, el de Chihuahua.

También gustó mucho la ponencia de Rubén Mejía. El texto es parte de una investigación extensa sobre la historia de la poesía chihuahuense de los últimos ciento cincuenta años. Hace aquí Mejía una revisión histórica de la producción literaria a través de los hechos que fueron configurando al estado de Chihuahua. Literatura y sociedad son armónicos en este estudio que consigna lo mismo la violencia en la huelga de Pinos Altos donde murieron cinco trabajadores, que un soneto compuesto por Antonio Deza y Ulloa; las expediciones de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y los poemas románticos que publicaba la revista Chihuahua. Causó expectativa entre los presentes este novedoso trabajo.

En la noche del jueves 7 de mayo los escritores fueron invitados a una carne asada en los patios del hotel Presidente. Allá bebieron brandy y devoraron enormes trozos de res mientras un grupo de danza folclórica de la Universidad bailaba ritmos veracruzanos en honor de Sergio Galindo, que vive en el puerto. Precioso vestuario cuidado hasta el detalle, buenos danzantes quienes con mucha energía y arte ponían el corazón en el ritmo de sus cuerpos. Las sonrisas de las bailarinas iluminaban la noche. Los juarenses son anfitriones espléndidos, no se andan con ahorros ni se miden cuando se trata de agasajar a los invitados.

A las once termina esa cena y muchos la siguen por su cuenta. Juárez no duerme, tiene intensa vida nocturna. Uno puede imaginar a varios escritores achispados y sorprendidos a las tres de la mañana caminando por la cosmopolita calle Mariscal, donde hay diez antros apiñados en una sola cuadra, el Diaynoche, el Añonuevo, el Irmas; salen de ver a Caty la oruga totalmente desnuda, o a la sensacional Roxana la de turbia mirada, o la Negra Quefuma, Paty la Chola. Aquí la variedad es contínua, la parranda no conoce límites. La mayoría del público es gente de fuera, gringos cincuentones aburridísimos, braceros que brindan al son de viva mi desgracia, jóvenes de agresivo aspecto, vaqueros con carteras repletas de narcodólares. Cuando por fin alguien se cansa de recorrer tugurios, un tanto asqueada el alma por la trágica farsa de las propias miserias tan claramente miradas en ese enorme espejo sucio, va por las calles decidido a dormir un rato, un cachito de madrugada, se encuentra con ejércitos de muchachas muy frescas, recién bañadas, que se apresuran a tomar el camión o la rutera para ir a trabajar a una de las maquiladoras de la ciudad. Es temprano, las cinco apenas. O muy tarde. Y uno se avergüenza un poco ante esta escena, la cruda moral ataca.

Al día siguiente hay dos tres escritores crudísimos. Los ojos rojos, la boca de arena. A propósito de esto miren quien llegó: Rafael Ramírez Heredia. No estaba programado pero aquí le abren un campito. Vienen a la mente dos estampas similares y típicas: en la primera van los galleros de feria en feria hasta el pueblo próximo donde esa misma noche sea el mero día del santo patrono del lugar, fecha gloriosa celebrada con cuetes y luces. Los tahúres y galleros llegan y pa’ pronto en el palenque se abren las puertas y entran señores con botella de tequila en la mano y el gallo giro anidado en la axila, cantando: yo me muero donde sea. En la segunda estampita acá lo mismo, los escritores como Ramírez Heredia que ya le agarraron el modo van de encuentro en congreso, invitados por universidades o por oficinas de la cultura al premio que lleve el nombre de algún santón de las letras que la oficialidad haya decidido llevar a los altares de la autocomplacencia institucional. ¿Y ahora en cual semana cultural o feria del libro vamos a seguir la parranda? Pero ellos dicen que el mejor fruto de todo esto es el contacto personal, el conocimiento del gremio. Es estimulante de pronto estar en la vitrina de la sociedad, leer ante un público atento de literatos. Hay escenas que dibujan este fenómeno: uno de los escritores invitados que se llama Miguel Ángel Chávez Díaz de León, quien por ser poeta es la oveja pinta de la familia y pues no lo ven con buenos ojos, tuvo un regalo inesperado. Su suegro vio el nombre de él en uno de los carteles que anuncian el encuentro y se puso muy contento: decidió regalar a su yerno cien mil pesos para que se comprara ropa y estuviera presentable en tan memorable y consagratorio acontecimiento.

Hubo bastante público. Hay en Juárez un nuevo interés por la literatura y el arte, nacen y crecen revistas literarias, talleres de esto y lo otro. También hubo, claro, aburrimientos letales: el segundo día llegaron varias jovencitas con su vestidito escolar de color azul, bostezaron toda la mañana, no entendieron ni madre ni regresaron nunca. Entre el público andaba Mario Arnal, excelente dibujante juarense, quien hacía bocetos con el retrato de cada uno de los que enfrente leían. Y la típica reunión de los de la prensa, un enjambre de reporteros hacían entrevistas rápidas en los pasillos. Los fo- tógrafos que nunca faltan en estas jaranas atravesábanse impunemente hasta el mejor ángulo para disparar su cámara ante escritores, que, discreta- mente, asumían su pose más intelectual.

El sábado 9 fue la reunión plenaria. Alfredo Espinosa hizo el análisis del encuentro: señaló lo importante que fue conocer a los maestros: Valadez, un veterano de estos ocios, Taibo muy sonriente y bonachón con su bigote de churumbel, Rousell con su aspecto de alemán viejo y amargado, Gaona sin pena ni gloria, Galindo educadísimo y afectuoso, muy contento por su primer éxito grande con la preciosa y oscura novela Otilia Rauda. Lo bueno de estos foros es tener noticia de cómo se está escribiendo ahora en estas tierras del norte donde la literatura –dijo– vive “uno de sus mejores momentos”. Habló también de los tintes de narcisismo, del simulacro que a veces hay en este tipo de reuniones, la inyección de autoestima y los fuegos fatuos de la pirotecnia oficial, el manejo de la cultura como fachada y maquillaje en la ostentación del membrete.

Lazlo Mussong, subdirector de la revista Plural, declaró ante la efímera eternidad de las cámaras que a veces el marginalismo, lo marginal en literatura, suele usarse como pretexto para no exigirse uno mucho en calidad. Edmundo Valadés, burócrata contumaz, itinerante y aferrado al hueso de la culta oficialidad, se sintió en la obligación de darse un aire de buena conciencia: sugirió que los escritores aquí reunidos hicieran una protesta formal para denunciar las condiciones de explotación despiadada que sufren obreras mexicanas en las maquiladoras. “No debemos quedarnos callados, hay que dejar constancia de nuestra indignación”. Juan Holguín, coordinador del evento y de aquella sesión plenaria, sudó frío, se le vio nervioso ante la posibilidad de que le explotara en las manos, que tan ferreamente habían controlado hasta aquí la situación, una bombita política; de que tan bello evento y pues tan culto se le fuera a manchar con el polvo grasiento de la realidad. Pero ya alguien redactó algo y anda colectando firmas.

Afortunadamente (para el susto de Holguín) una viejita, maestra en sexto año de primaria, rompió la tensión del momento y dijo esto: “aquí donde la patria empieza, señores escritores distinguidos intelectuales amigos todos, me es muy grato ver que se preocupen por la mujer, por protegerlas, es el ser que les dio la vida y hay que luchar por esas madres. Porque una mujer, por muy intelectual que sea, nada vale sin el apoyo de un hombre fuerte. Y aquí traigo este cenicero, un pequeño presente para la linda señorita que vino desde las lejanas nieves del Canadá para hablarnos de su gente y de su pueblo”. Se baja del auditorio y entrega el paquetito a Russel Han Ginnette quien, roja de vergüenza por ser protagonista de esa escena tan sentimental aunque igualmente internacional, lo recibe. Y antes de que alguna nerviosa carcajada corone tan bellas palabras, suena el aplauso.

La clausura es la ya tradicional ceremonia donde el rector Cervantes y el licenciado Ernesto Lucero, director de comunicación social de la Universidad Autónoma de Juárez, entregan un diploma a cada participante. También le dan un enorme libro con portada verde: es la Memoria del encuentro donde se transcriben los textos que aquí se leyeron. En el poco cuidado editorial y en el muy fronterizo descuido se nota que a máquina forzada trabajaron los organizadores y sus secretarias para tener a tiempo este documento, un minuto antes de que los escritores regresen a sus tierras, muy contentos de haber venido a Juárez donde, no lo nieguen, se divirtieron mucho y fueron tratados cuerpo de rey.

Mayo 1987

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