Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (VI) - El islote Anunciación

 
El islote Anunciación se encontraba a unas veinte millas mar adentro, en la dirección en la que soplaba el viento del suroeste. Se trataba de un pedazo de roca plantado en medio del océano, donde los cormoranes, los alcatraces, los piqueros, los petreles, los sardillos y las gaviotas estacionaban de sus vuelos al continente. Tenía practicada una cavidad en los peñascos, que podía ofrecer alojamiento a un náufrago ocasional, y asimismo, en el lado que miraba al filo costero de California, un encajonado ancón podía servir de varadero a una embarcación de dimensiones regulares. Las lluvias aseguraban una discreta reserva de agua dulce en las concavidades de los peñascos más altos, a los que raramente accedían las olas de la mar arbolada.
En el islote Anunciación era donde Jeremías Sandoval convertía ocasionalmente su propensión a la soledad en aislamiento de eremita. La desesperación le había conducido allí. Tenía el corazón encogido en el pecho desde que Rebeca le diera calabazas. Y al final, pese a sus esfuerzos iniciales por hacerse digno de ella, había decidido alejarse, poner mar de por medio. No quería tener cerca a la gente ni saber nada del mundo que tan alevosamente lo segregaba como si fuera un paria de las leproserías. Con un pedazo de pescado en salazón, algunos huevos de gaviota y un sorbo de agua de cuando en cuando, le bastaba para subvenir a sus necesidades alimenticias. Llevaba varias semanas residiendo en el islote Anunciación, sin pensar en emprender el retorno a San Juan Capistrano. Los días eran cálidos, pero por la noche el aire refrescaba, y dentro de la cueva Jem se valía de su vieja frazada de marinero para no pescar un enfriamiento.
No quería ver a nadie ni evocar ningún rostro humano, pero de sus labios, en los momentos en que sus pensamientos se apaciguaban, resbalaba muy frecuentemente el nombre de Rebeca. Algunas espumas de las olas figuraban siluetas femeninas, y él les asignaba el parecido con Rebeca. El cielo era azul porque así convenía para realzar la belleza de Rebeca, y las brisas interpretaban endechas a su ausencia. No podía apartarla de sus recuerdos. Su aislamiento le acercaba más a ella, cuando hubiera preferido el efecto contrario. Rebeca constituía la dulzura de sus pensamientos solitarios.
Era un desatino pretender una estancia prolongada en el islote Anunciación. Allí no abundaban por cierto las comodidades, y se imponía plantearse el regreso a San Juan Capistrano.  
Una buena mañana, cuando ya había cesado el efecto contrario de la brisa nocturna, sacó la barca del ancón, aparejó y enfiló la proa hacia San Juan Capistrano. La vela se infló hasta el último extremo de su resistencia, y la barca orzó abriendo una brecha de espuma en la uniformidad del todavía estival océano. Al cabo de una hora, avistó a sotavento el perfil dentado de la isla de Santa Catalina; manteniendo el rumbo, antes de que acabara la mañana, rendiría singladura en San Juan Capistrano. Las aves marinas, que no paraban de graznar, semejaban una escolta de la barca en los aires, apenas transitados por leves filamentos de nubes.
El sol iluminó en la lejanía las casas blancas de San Juan Capistrano. Después de todo ese tiempo haciendo vida de ermitaño, Jem notó que el pecho se le ensanchaba. Estaba deseando saber de Rebeca, aunque fuera a través de otras personas; principalmente, tenía intención de preguntarle a Hugh Carter, quien gustoso le daría cuanto informe le pidiera.
Al punto del mediodía, la barca fondeó en el muelle. Nadie de los que había cerca recibió a Jem con buenos ojos; pero él hizo caso omiso de esos gestos desabridos; con el tiempo se había acomodado a la idea de que sólo son importantes las opiniones de las personas que le tributaban algún afecto, que al fin y al cabo eran más bien escasas. Sin embargo, se atrevería a afirmar que ahora le estaban mirando con más saña y descaro que de ordinario. ¿Tan mala impresión había causado su escapada de tantos días? Cierto era que su estado de aseo, con la ropa maloliente y el rostro devorado por una barba descuidada y glutinosa, predisponía a arrugar la nariz a su paso. Pero el rencor que percibía en las miradas de en derredor no era como para echarlo en saco roto.
–¿Qué me miran, demonios? –barbotó cuando se dio cuenta de que todos le flechaban con la vista al unísono.
Decidió, en consecuencia, ir a hablar con Hugh, sin previamente darse un baño o mudarse de ropa. Tal vez Hugh pudiera despejarle la intriga que le consumía.
Le causó una extrañeza sin cuento apreciar la pintada tan obscena en la superficie principal del diner. ¿Un burdel? ¡Vamos, por Dios! Seguidamente, su extrañeza alcanzó mayor grado al apercibirse de que sólo había dos clientes, teniendo además en cuenta que ya era la hora del almuerzo. Enseguida se topó con el dueño, parapetado tras la barra.
–Hugh, ¿qué ha pasado? –le preguntó sin entrar en preámbulos–. ¿Por qué hay tan poca gente aquí? ¿Y esa pintada?
–Ya ves, el infierno nos ha visitado –respondió Hugh con amarga sonrisa–. ¿Y tú de dónde sales? Pareces un nazareno con esas barbazas.
–Estuve solo… un tiempo. Explícame, por favor, qué es lo que ha pasado aquí. ¿Y dónde está Rebeca?
–¿De veras quieres saberlo?
–¡Cuéntame, por favor!
Conforme iba enterándose del asunto, Jem pudo comprobar que su capacidad de asombro aún no había rozado sus límites. ¿Rebeca una actriz porno, despreciada por todos? Se le erizaba el vello sólo de imaginarlo.
–¡Ya sé lo suficiente! –declaró en un instante dado.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó Hugh, con una tristeza velada.
–No lo sé. La gente me va a despreciar aún más por relacionarme con ella. Yo vivo aquí, y entiendo que la convivencia va a ser verdaderamente difícil. Quizá hasta tenga dificultades para vender mis pescados. Aun así, me quedaré en este lugar, pase lo que pase. ¿Sabes lo que se me ocurre ahora, Hugh? Se me ocurre ir a afeitarme y lavarme el cuerpo a conciencia. Me pondré una blusa limpia, una muda en condiciones y me cambiaré de pantalón. Me daré también una rociada de agua de colonia. Tengo muchas cosas que hacer bien.
Hugh no respondió. Con el dorso de la mano se tapó el ojo izquierdo; parecía que el lagrimal de este lado comenzaba a traicionar sus emociones.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
 
 

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