Cuentos urbanos: El resucitador (III) - Abrazo de hermanos


Leovigildo se levantó de la silla como accionado por un resorte. Detrás de la puerta se encontraba Antonio, su tristemente fallecido hermano.

Llevaba calada su inconfundible gorra de albañil, igual que el día que se cayó del andamio. Tenía polvo de liquen y fragmentos de saxífraga en las cejas y en los crecidos pelos de su barba. Su mirada semejaba un vidrio opaco, sin el menor vestigio de vida. Pero, de todas formas, aquí estaba Antonio Gómez, el hermano llorado, el joven que dejó la vida como un edificio a medio levantar.

Rebeca fue en busca de pan y un jarro de vino para agasajar al misterioso visitante. Leovigildo tragó saliva, y se restregó los ojos repetidas veces. No se trataba de un juego de sus sentidos; realmente tenía a su hermano enfrente de él. Sus brazos le atraparon y saboreó durante largos segundos la emoción que tanto había extrañado.

-¡Antonio, Antonio!

El cuerpo del joven era frágil y liviano cual pluma de codorniz; parecía que aún no se había deshecho de su asiento celeste; era como si el mundo de los vivos se negara a acogerle de nuevo.

El resucitado apenas pronunciaba palabra. Ni tampoco manifestaba deseos de probar bocado, por muchos platos apetitosos que Rebeca colocara a su alcance. No parecía conservar recuerdos de su anterior vida; tan sólo era consciente de haber atravesado una cortina de agua, de haber recibido instrucciones de un hombre cuya descripción se ajustaba a la de Pablo y de haber caminado por las calles del pueblo en la serena hora del atardecer.

Leovigildo veía la imagen física del que fuera su hermano, pero no vio sus risas ni escuchó sus chascarrillos de cuando estaba en vida, tantos detalles como habían conformado la personalidad de un joven encantador, amante de la vida y de las alegrías cotidianas.

-Antonio, soy muy dichoso de tenerte nuevamente a mi lado –reiteraba Leovigildo con la voz alterada por la emoción.

-Yo también soy feliz de estar aquí –respondía el resucitado con lento movimiento de labios.

La noche y la mañana se sucedieron entre las brumas de un sueño mudado en realidad. Los dos hermanos apenas si se movieron de sus lugares en torno a la mesa. La comida, desapreciada por entrambas partes, perdía sus olores suculentos y se tornaba mustia con el transcurrir de las horas. El sol alcanzó el meridiano. La mirada de Antonio traspasó los visillos de la ventana.

-El hombre del sombrero me avisó que debería regresar antes de que el sol se pusiera. Me dijo que volvería a atravesar la cortina de agua.

-Pues no te vas a ir –repuso Leovigildo con tono desafiante-. Esto no es un juego. Estás vivo de nuevo y nadie te va a arrebatar de mi lado.

Antonio se puso a temblar como una hoja. Estaba extraordinariamente pálido, como si la sangre no regara sus venas ni coloreara sus mejillas.

-Debo obedecer al hombre del sombrero –dijo mientras los labios le oscilaban de pavor-. Si no me presento junto a él cuando me ha dicho, convertirá mi alma en polvo de tumba y ya no podré ver ni el camino ni el río ni los árboles. ¡Debo obedecerle! –se enervó.

-No lo entiendo, Antonio; pero respetaré tu decisión. Dime: ¿recuerdas cuando eras pequeño y la abuela Candelaria te asaba manzanas y te arropaba con su toquilla en las tardes de invierno?

Antonio frunció los párpados por el asombro.

-No recuerdo nada de eso.

Leovigildo no atinaba a creérselo. ¿Cómo era posible que hubiera olvidado ese momento tan entrañable de su infancia? La sombra de una sospecha planeó en torno a su mente.

-¿Y recuerdas los nombres de nuestros padres?

Fue como si los ojos del resucitado lloraran sin lágrimas. Balanceó su cabeza a uno y otro lado.

-No los recuerdo –dijo, apenas con un atisbo de voz.

-No lo entiendo –murmuró Leovigildo.

Por el cuarto de estar se difundieron las sombras azules que preludiaban la caída de la tarde. Se agotaron las palabras entre los dos hermanos. Estaban lo bastante conmocionados como para pensar en despedirse.

En un momento dado, Antonio se puso en pie, y, con los hombros abatidos, se dirigió a la puerta de la calle; Rebeca se la franqueó oportunamente. Y acto seguido se unió al grupo de los otros resucitados que volvían al sitio del que habían salido.

Leovigildo hundió la cabeza en el hueco de sus brazos y se puso a sollozar. Sus lágrimas humedecieron el tablero de la mesa. Rebeca no acertaba con las palabras para consolarle; se limitó a abrazarle cariñosamente las espaldas. Y en esta disposición les sorprendió la oscuridad de la noche.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

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