Desayuno frente al mar. Novela de Héctor D'Alessandro, en bubok.com

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Aquí un pasaje de adelanto

Aquella mañana Mercedes me convenció de ser su partenaire en un casamiento que se produciría esa misma noche. Sólo el cariño que se siente por una amiga puede lograr que, un enemigo jurado del matrimonio como yo, vaya a una boda. Creo que ella tenía el amable deseo de arrancarme de mi soledad y yo me contaba a mí mismo la extravagante idea de que le hacía un favor. El favor de ir acompañada de un escritor conocido, de buen porte, de animada conversación, con gran sentido del humor y que además sabe bailar. La que se casaba era una amiga de su adolescencia y los amigos de su amiga dijeron de mi algo del tipo “¡tu amigo es la leche!” No voy a negar que me divertí y cogí un agradable y ligero pedo que me arrulló entre sus brazos durante casi toda la noche sudorosa de valses, música pop de los ochenta y rumba catalana. Mercedes estaba feliz; lo sé porque se le incrusta un rictus de sonrisa permanente del cual parece no poder soltarse, disfruta de un modo que ahora me resulta fácil compartir; en parte gracias a ella: una chica entregada a los momentos. Yo, en el pasado, con mi puto criticismo, era incapaz de encender un cigarrillo sin hacer un análisis pormenorizado de la situación mundial que me conducía a realizar algo tan sencillo como fumar. Un bodrio de tío.
A las siete y media en punto, Mercedes estaba en casa a buscarme vestida creo que de un modo espléndido; su amplia espalda asomaba en un escote trasero que me turbaba más a mí que a ella. Ella subió al piso –quiso hacerlo – con la excusa de ir al lavabo. En realidad quería echarme un examen sobre cómo iba vestido para poder corregirme a tiempo. Se ve que me aprobó porque de hecho estuvo en el lavabo y solo se miró un poco al espejo, ni siquiera meó.
En el momento de salir me desorienté porque yo buscaba su coche y ella, ni corta ni perezosa, me cogió del brazo y, sin decir ni pío, dirigió nuestro caminar hacia la Gran Vía en busca de un taxi. Miraba a un lado y otro con inquietud; así me informó que buscaba un taxi. Yo hice el amago de preguntar porqué no íbamos en su coche y ella respondió a la pregunta que no llegué a formular diciendo que quería beber y a la vuelta no podría conducir. Una vez en el coche, noté que aunque me miraba atentamente mientras charlábamos también miraba a un lado y otro por las ventanillas; como si aún buscara el taxi. Supuse que la excitación de ir a una fiesta, hacerlo conmigo y sentirse espléndida, alimentaban tanta agitación.
El casamiento, la verdad sea dicha, fue tan aburrido como suelen serlo. Me resulta imposible mirar a los novios y no hacer apuestas mentalmente sobre la duración de su futuro compartido. Realmente lo que siempre me interesó de este ritual es el banquete que, en este caso, se desplegó, como tantos otros, en una gran sala montada en medio de un campo vacío bajo una gigantesca carpa de un color blanco crudo sostenida con pilares de fina madera barnizada; lo más parecido a una exposición universal.
Lo que allí se exhibía era una pareja: la pareja. Produciéndome una creciente incomodidad, un cierto diablillo verde que siempre llevo conectado detrás de la oreja me susurraba incoherencias con un tono bilioso ante cada nuevo comentario mudo de las miradas circunstantes. Entrábamos, Mercedes la mujer espléndida y yo, por una pasarela donde a ambos lados había una cohorte de personas en estado de fervorosa animación que estaban dispuestas a saludar con cortesía en caso de no conocerte y con amoroso temblor de alas en cuanto conocían a alguno de los integrantes de nuestra estupenda pareja. Entonces yo, crecientemente animado entre tanta sonrisa, me agitaba un poco como para sacudirme tanto cosquilleo de caricias sociales. En medio de mi atontamiento, me costaba tomar conciencia de los sucesivos frenazos que me imponía el firme brazo de Mercedes a cada poco cuando alguien desprendiéndose como un enloquecido fan se lanzaba hacia ella a besarla y cogerla de las manos y apreciarla en toda su magnitud para luego con una mirada y una sonrisa de lado, esplendidas por supuesto, hacer algún tipo de acotación muda acerca de mi persona; básicamente el mensaje era: “¿de dónde has sacado este bombón?”
Yo tomaba aire con delectación sintiéndome transportado por las sonrisas y la alegre ligereza y facilidad con que todo transcurría y cuando Mercedes se inclinaba para besar a sus amigas o amigos yo no hacía mas que mirar su espalda y sentirme desnudo por ella y apreciar su valor; contagiado de la meticulosidad de las mujeres no hacía más que pensar que si yo fuera con la espalda al descubierto de tal manera estaría pensando todo el tiempo que alguna vampiresa de las que allí había detectaría a leguas de distancia y con un malicioso ojo clínico cualquier pequeño granito, espinilla o mierdecilla dérmica y vendría flotando hasta mi desde las profundidades de la selva social a ofrecer sus servicios para extirpármelo. Cuando el diablillo verde secuestra mi cabeza y mis pensamientos de esta manera, Mercedes suele rescatarme corrigiéndome la posición del mentón como una madre que peina a su hijo a las siete de la mañana y dirige mi mirada hacia sus ojos mientras dice cosas como “estás guapísimo” o “tienes las manos frías” o “prueba el salmón” o “me gusta que me hagas compañía”. Elogios, comprobaciones, sugerencias o alusiones emocionales que parecen devolverme al planeta Mercedes con inmediata contundencia. Creo que la amistad con Mercedes está basada básicamente en que es tan autosuficiente que no le importa nada de lo que yo piense sino lo que ve o cree ver en mi; cuando le interesa saber lo que pienso de algo se retira el pelo hacia atrás suelta el aire con energía y me dice de modo directo “escúchame bien porque te voy a hacer una pregunta y me interesa saber bien qué piensas de esto”.
Una vez que pasamos por toda aquella especie de pasarela cinematográfica llegamos a una suerte de sala de tránsito o de visados, una sala, bajo aquella enorme carpa, donde estuvimos zampando ostras como niños hambrientos de la posguerra. Los camareros pasaban en cámara lenta de un lado a otro entre las calientes reverberaciones de la luz y el sistema de climatización dejando a su paso un vago perfume marítimo. Yo me embriagaba jugando a un solitario virtual sobre la espalda de Mercedes que reía a cada momento de un modo más estentóreo. Una chica solitaria asomada bajo un corte de pelo brillante y clásico se nos pegó de un modo irremisible que no me importó porque no sólo era soportable sino que además Mercedes se abstuvo de hacer de Celestina, papel que, le había dicho claramente, me repateaba. Los cojones.
Esta chica al menos tuvo la decencia de decirle que yo era un tipo interesante, a diferencia de aquel conjunto de personajes innominados tan parecidos a una hinchada de fútbol que me comparó con sustancias bebestibles como la leche. Más tarde yo estaba algo en pedo y bailaba con unas y con otras y cada tanto volvía al asiento cerca de mamá Mercedes a quién me gustaba rendirle el tributo de la fidelidad de acompañante principal; a ella le gustan estos detalles tan atados a las normas recibidas. A medida que aumentaba mi pedo a cada nueva visita aprobatoria a mi amiga le iba cambiando el grado de parentesco. Cómo estás mamá, cómo está mi hermanita, como estás consuegra y así continuaba; Mercedes, primero, se mostraba risiblemente preocupada y cuando ella también estuvo a tono, la verdad es que a cada nuevo apelativo se tronchaba de risa.
Sólo al salir de allí, cuando pedimos un taxi, cuando estuvimos encima del taxi, empezó otra vez a recuperar un cierto aspecto crispado y nervioso y en el coche miraba a un lado y otro nuevamente. Sólo por sondear la situación, le dije si me podía quedar a dormir en su casa y su respuesta, que quería ser positiva, se detuvo a las puertas de un gesto de preocupación. Temía que su noviecito, a quien estaba sometiendo a un tratamiento de progresivo alejamiento, anduviera espiando por los alrededores.

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