Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre

Sergio Galarza

Editorial Candaya, Avinyonet del Penedès (Barcelona), 2017, 157 páginas.

 

   Tras la trilogía sobre Madrid (Paseador de perros, JFK, La librería quemada), una serie sobre las intemperies de nuestro tiempo, Sergio Galarza (Lima, 1976), sin cambiar de forma radical de registro, nos ofrece en Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre, un libro cuyas principales características son la biografía, la autoficción y la literatura de duelo. Se ha escrito que los libros de duelo donde tocamos al ser humano y recibimos una información sentimental propia de los momentos cruciales de la vida, se avienen mal con la reseña crítica, con la contundencia de un juicio que, en ese caso, ya no parece tan importante realizar con frialdad, sino de forma solidaria. Sin embargo procuraré ser objetivo, dentro de la subjetividad de cualquier lectura, porque un libro que hable de la muerte de un ser querido puede ser un excelente o pésimo producto literario.

   Si en los tres volúmenes de la trilogía de Madrid hay mucho de autobiografía que los convierte, especialmente a Paseador de perros, en versiones de  romans à clef, las focalizaciones de Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre hace que la autobiografía ocupe la centralidad. Pretende ser “una novela autobiográfica” -así la define el propio escritor-, y un retrato de la fortaleza de una abogada, de una madre de familia, de una esposa en lucha constante para reflotar su matrimonio, y de una persona, Doris Puente, sobre todo en los años de las crisis económicas y del terrorismo en Perú. Y también un texto de duelo por esa madre a la que el hijo descubre muy tarde, poco antes de su muerte, y a la que le gustaría pedir perdón por tanta indiferencia que le había mostrado, por el “río turbio y rebelde” en el que, desde la adolescencia, se había convertido su vida. Ese río turbio y rebelde conforma una parte importante de la existencia del escritor, principalmente en su época limeña. El libro de Sergio Galarza es por ello también una historia de formación.

   El libro se inicia con la confirmación de la peor de las sospechas: desde Seattle una hermana le informa de que a la madre le quedaba muy poco tiempo de vida. Esa madre, la vieja -expresión de cariño bruto con que la nombra hasta que ella se halla a las puertas de la muerte-, es Doris Puente. Un cáncer generalizado la está matando. Doris Puente era un ejemplo de sensatez y disciplina; adicta al orden, sin experiencias transgresoras en su juventud, amante de la justicia como abogada, capaz de compaginar las leyes con una vocación literaria que le empujó a escribir poemas y una autobiografía ficcionalizada, Al cabo de los sueños, un intento de mantener la eternidad en la memoria. El hijo no quiere parecerse a la madre. Ansía construir su propia leyenda, persiguiendo incluso todos los peligros a su alcance. Esa personal leyenda la irá dejando caer entre las líneas del relato del retrato de la madre: pinceladas sobre su adolescencia y juventud en Lima, sus problemas con los estudios en los que fracasa a propósito para mostrar su rebeldía, con el futbol en el que no supera la suplencia. Un malditismo burgués condimentado por las drogas. Su estancia en España como inmigrante ilegal, trabajando en negro, la obsesión por editar sus libros en el extranjero que le impulsa a memorizar el alfabeto de las editoriales españolas.

   Cuando la madre sabe que va morir, decide visitar al hijo en Madrid. Viajan por Galicia en Semana Santa. Será en este viaje cuando Doris Puente anote en su agenda la letra de la más famosa de las canciones de Bob Dylan. No era el himno generacional ni de la madre ni del hijo, pero sí la música que contribuirá, en el epílogo de la vida de aquella, a la reconciliación madre-hijo.

   A pesar de estar escrito con la máscara de la ficción, el texto de Sergio Galarza pretende ser un libro-verdad, escrito con la honestidad que la madre trató de inculcarle desde la infancia. La gesta silenciosa de la madre, que opta por afrontar su cáncer  sin comunicárselo a sus hijos, corre paralela con los años caóticos y rebeldes del hijo, tanto en Lima como en Madrid. Mas por ser autoficción, hemos de pensar que el libro de Sergio Galarza no se rige por ninguno de los pactos de lectura, sino que está escrito desde la transgresión y al mismo tiempo desde el préstamo de aspectos del pacto autobiográfico y del pacto novelesco. Es la ambigüedad que suele caracterizar a la escritura confesional, cuando pretender ir más allá de la biografía. Sergio Galarza construye un personaje de si mismo que posiblemente se ajuste con bastante fidelidad a los hechos reales. Por eso mismo, aún sin ser autobiografía en sentido estricto, su personaje se nos presenta como verosímil.

   Como libro de duelo, el libro se aleja del efectismo sentimentaloide y evita los detalles truculentos. Pero no por eso deja de ser un texto muy duro que a veces hiela la sangre, especialmente cuando el autor relata los últimos días de la madre, que ya había capitulado ante la muerte y a punto de vivir solo en la memoria familiar. Un libro sin metáforas, sin grandilocuencias ni palabras inútiles. El autor sabe regular la emoción por medio de gobierno de un ritmo que pocas veces decae. Lo hace quizás en la tediosa relación prescindible de los sitios que madre e hijo visitan en Madrid, de lo que hacen o dejan de hacer, de las tarifas de los taxistas, datos tomados de la agenda materna que lo anotaba todo. En cambio, las secuencias en las que refleja los sentimientos positivos o enfrentados con la figura materna son intensamente cautivadores. Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre, supera con amplitud los mínimos de verosimilitud, acertada composición y escritura que ha de exigírsele a cualquier producto literario, sin que confundamos esos mínimos con la empatía, con el dolor ajeno o con la muerte.

 

Francisco Martínez Bouzas

Brújulas y Espirales

 

Fragmentos

 

“Aquella tarde de primavera, luminosa y asfixiante, mi equipo de futbol perdía por dos goles, y ambos habían sido cumpa mía. Durante la madrugada había chateado con mi hermana Lupe que vive en Seattle, confirmando la peor sospecha: a nuestra madre, mi vieja, como ella aceptaba a regañadientes que la llamara en una demostración de afecto bruto, no le quedaba mucho tiempo. El cáncer estaba generalizado. Y generalizado significaba que se había extendido hacia otros órganos del cuerpo, lo que se llama metástasis, sinónimo de fin. Un montón de pensamientos cruzaban por mi cabeza, pero se me escapaban como los balones que llegaban a mis pies. Me gobernaba la impotencia de no tener el control, dentro y fuera de la cancha, o donde diablos estuviera, porque  en ese momento todo me parecía tan irreal, vaporoso, como si me hubiera quedado atrapado en el entresueño. Tenía la impresión de correr a cámara lenta. Miraba hacia la grada, al banco de suplentes, y repasaba la cantidad de partidos en que la voz de mi vieja había resonado como el grito del hincha que quiere entrar al campo para salvar a su equipo.”

 

…..

 

“Había dos razones para que mi vieja siguiera trabajando: la primera era que le gustaba su profesión, y la segunda el dinero. Como no cotizaba en la seguridad social, en el futuro dependería de sus ahorros y quizás de nosotros, porque no quería depender de mi papá. Un par de semanas antes de enfermar, mi vieja nos preguntó a sus hijos qué nos parecía vender la casa de Acobamba. A mí ya me había preguntado algo al respecto, y como le había dicho que esa casa podía reformarse me mandó un dibujo de la reforma que se le había ocurrido. Lupe se sumó a la idea de la reforma, era posible con un esfuerzo económico. Pero Daniel nos recordó que mi vieja no tendría una pensión cuando se jubilara, aunque ella pensaba trabajar hasta que fuera una anciana, y que el dinero de la venta, que no sería mucho, al menos le serviría para tener un fondo de emergencia.”

 

…..

 

“Es terrorífica la expresión que tienen los enfermos terminales, con ese rictus que a veces enseña los dientes, como si se rieran de la muerte. Pero mi madre no enseñaba los dientes, ni se reía de la muerte, su rostro era una máscara de huesos, sin arrugas u otra de esas imperfecciones que suelen delatar nuestra experiencia de la vida. Hasta eso le negaba el cáncer: el derecho a reconocerse a sí misma. Ella, que me paralizaba de miedo cuando fruncía el ceño o me felicitaba llenándome de besos mientras le brillaban los ojos, ya no tenía manera de decir cómo se sentía. Para un enfermo, quizás sea esta la primera fase de la muerte: la imposibilidad de expresar sus emociones.”

 

(Sergio Galarza, Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre, páginas 9, 47, 125)

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Comentario por juan ignacio arias anaya el julio 9, 2017 a las 5:53pm

Como siempre, qué bella aportación 

Saludos 

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