Cuando aquel servil individuo irrumpió en su despacho menospreciando su autoridad, hubiera querido estrangularlo, pero la magnitud del enojo había atenazado sus miembros y paralizado la capacidad de reacción. Sumida en ese grado de perplejidad aniquilante, observó cómo el conserje con semblante de impropia suficiencia e inusual ironía se aproximaba hasta la mesa para arrojar un sobre; después, sin pronunciar palabra giraba ciento ochenta grados, se alejaba con aire chulesco y desaparecía sin dignarse cerrar la puerta.

            Su mirada se posó con rapidez en el sobre. Con letra manuscrita de trazos firmes y deformes, rezaba: “Confidencial y urgente”, y en la línea siguiente: “Alexa Nieto”.

            Rasgó el sobre con nerviosismo y confusa leyó el escueto comunicado: “Queda relevada de su cargo. Recibirá órdenes”. No, no era una broma. El papel llevaba impreso, junto al vértice superior derecho, el membrete de presidencia, y abajo la inequívoca firma del ejecutivo. Descolgó el teléfono y supo que la línea había sido cortada; a continuación, verificó que las comunicaciones informáticas no funcionaban.

 

            Las horas transcurrieron lentas, interminables, sin recibir noticias. Sólo en dos ocasiones abandonó temporalmente el despacho para ir al baño. Y cada vez, frente al espejo, se recompuso los surcos que su llanto había dejado en el maquillaje. Primero fue un lloro de incomprensión, intermitente y de rabiosa impotencia; después, sosegado y constante, interrumpido apenas por profundos suspiros.

 

            Decidió marcharse cuando, ya avanzada la tarde, la mayoría de los empleados habían abandonado las oficinas.

 

            Poco después, su potente coche de directivo enfilaba la autovía de circunvalación. Llovía con intensidad. Los paneles luminosos, cada cierta distancia,  anunciaban peligro por pavimento deslizante. En un momento dado, durante un instante, perdió el control del vehículo; sin embargo, reaccionó a tiempo y reanudó la marcha sin contratiempo. Fue un momento brevísimo, pero el sobresalto dejaba en suspenso los negros presagios. Aquella estricta nota no admitía interpretaciones alternativas. Decididamente, sabía que su fulgurante carrera quedaba truncada. “La multinacional no perdona ni olvida”, se repetía sin cesar como un estribillo dañino y persistente.

 

            Asumir su nueva situación llevaría tiempo. De algún modo tendría que reorientar su vida, pero, tal vez, determinados hábitos no admitan cambios bruscos sin ocasionar escándalo.

             Alexa, apenas encumbrada, se había entregado por entero a la transnacional en detrimento de su familia. Todo lo supeditó a su carrera. Con el tiempo, su marido no soportaría su obsesiva entrega y por ende su desidia familiar. La noche que se plantó ante ella para decir que se marchaba con los niños, experimentó una suerte de liberación. Disimuló con impostado malhumor y, sorteando el asunto, respondió:

—No estoy para esas cosas. Haz lo que creas oportuno.

Obtuvo respuesta la noche siguiente, cuando al regresar se encontró sola y embargada por una sensación de incomodidad hasta ahora desconocida. En su interior se sucedieron oleadas de emociones encontradas. Por una parte, se hallaba con la libertad que durante años había añorado; de otra, una suerte de desasosiego anegaba su ánimo. Deambuló por la casa, estancia por estancia, en estado de creciente crispación; después, vencida, como si tratara de sacudirse la angustia, se dijo: “¡A la mierda!”.

 

Sin poder evitarlo, anticipaba imágenes futuras que muy pronto resultarían ordinarias. A su paso surgirían sonrisas irónicas y grupitos murmuradores. Empleados que de un modo u otro habían sufrido las consecuencias de sus decisiones arbitrarias, personas que solo días antes temblaban al oír la aproximación de su firme taconeo y el creciente frufú de sus habituales faldas de seda. Nunca le había temblado la mano al aplicar las políticas de la compañía, a veces desmesuradas, o al administrar las oportunas y graduales dosis de tensión e incertidumbre tan necesarias para mantener el amansamiento de los asalariados.

 

            El tráfico a pesar de la lluvia era fluido. En un momento dado, tomó referencia visual de los edificios que flanqueaban la autovía. Calculó que en diez minutos se encontraría cómodamente sentada y abandonada a sus cavilaciones. Con el tiempo, aquella vivienda se había vuelto demasiado grande, fría, desolada... La presión psicológica que ejercía sobre ella aquel inmenso espacio se recrudecía a la vuelta de cada uno de sus innumerables viajes. Por el contrario, en otro tiempo, con la presencia de los niños y de su marido, esas mismas dimensiones se le antojaban escasas, incluso  extremadamente reducidas, cuando, absorbida por asuntos profesionales, anhelaba el aislamiento no solo mental sino también físico. Pero la soledad deseada que disfrutó durante algunas semanas, tal vez fueran días, se había convertido en un cruel adversario tras  la fuga de su familia.

Añoraba, sin duda, su presencia, aunque las carreras y gritos constantes de los niños volvieran a perturbar sus reflexiones. Cómo olvidar las zalamerías de su marido cuando aparecía de improviso interrumpiendo su concentración. Si pudiera revertir la situación, en ello pondría todo su empeño. Sobre todo con su nuevo y obligado estado, sin tener que pensar en viajes, en mercados, en contratos, en estrategias… Además, dentro de la transnacional no presagiaba un futuro agradable. Quizá se encontraría abandonada a su suerte, sin cometido alguno, simplemente estaría presente como mobiliario obsoleto y molesto. Y por si fuera poco, sería objeto de burlas y comentarios ruines. En ocasiones, ella misma, había sumado su voz a críticas despiadadas sin el menor sentido de la caridad. No imaginaba entonces que sus encantos personales pudieran caer a precios de saldo.

 

Con alguna reserva, admitía para sí que el estatus alcanzado obedecía no solo a capacidades profesionales, sino que su físico había ayudado decisivamente. Contaban también, cómo no, los calculados deslices sexuales en los comienzos de su fulgurante escalada.

Las primeras veces dudaba, resistía, daba vueltas, pero, metida en esa rueda infame, la ambición acabó primando sobre su moralidad y la noción sobre ella terminaría definitivamente por diluirse. Siempre había observado ciertos principios como algo inviolable, como una invisible aunque infranqueable línea roja. Pero su conducta varió gradualmente sin que el cambio resultase perceptible. La elección de vestimenta, la cara adecuadamente empolvada, los pechos siempre bien colocados y realzados por algún mágico sujetador de diseño avanzado fueron consignas inalienables.

En ocasiones pensaba que la fascinación que irradiaba su persona era artificial, pura fachada. Ante esos fugaces e incómodos pensamientos quedaba atenazada por temor a ser descubierta, a que su máscara cayera de improviso, sin remisión y sin piedad. Sabía bien que partir de ahora, en su nueva posición, ya sin tapujos, sería objeto de murmuraciones. Sí, desaparecería el temor a sus arbitrariedades y los miedos se transformarían en ataques frontales, indiscretos y voraces.

Tenía dinero, quizá más del que pudiera necesitar, pero insuficiente pilar para sustentar su ego. Acababa de perder el más importante, el poder prestado que hasta horas antes había detentado.

©Del libro de relatos “Algo que contar” 2011.
T.H.Merino

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