El cerro de la cruz

                                                                               Martha Estela Torres Torres

             —Maruca, tienes que comer, hijita, por caridad de Dios, tan siquiera una probadita, nomás.

La niña está sujeta a una silla especial, la cabeza se le va de lado, tiene la mirada perdida como si buscara siempre algo más allá de las cosas, de los cuadros, de los muros. Piedad se levanta con el plato y lo pone en el lavatrastes, toma una servilleta y la humedece para limpiar el rostro de Maruca, en eso escucha unos gritos desde la tienda.

            —Piedad, ven atender, quieren azúcar y no hay empacada.

La mujer despacha a varias clientas y se regresa con su hija, pero la frena nuevamente la voz de su marido.

            —Oye, todavía no terminas de empacar la azúcar ni el frijol; deja esa niña en paz, no te necesita.

            —Nomás déjame acostarla, Nicolás   

            —Deja allí, no le pasa nada.

La mujer vuelve a entrar al negocio, abre dos sacos de frijol y empieza a pesar en la báscula; deja todas las bolsas abiertas en el mostrador, quiere volver con la niña que sigue en la misma posición desde hace dos horas.

            —Ahorita vuelvo, Nicolás, voy a ver a la niña

            —Otra vez con lo mismo, ya estas más enferma tú que ella, mujer.

                                                                                              *

La habitación está en silencio, el viento levanta la cortina mal hecha, se nota las malas costuras y los dobles disparejos. Piedad reza frente a una imagen de la Virgen de Guadalupe iluminada con dos veladoras que acentúan la oración: “Virgen pura, sana a mi hija, dale su alivio por tu infinita gracia. Madrecita santa, prometo visitarte en tu sagrario para que escuches mi ruego y me concedas este favor. Madre mía, escúchame.”

            —¿Qué estás haciendo, Piedad? Ya te dije que no quiero que andes rezando por los rincones, Dios no escucha tus súplicas, resígnate de una vez con esa niña. Es tu cruz por los siglos de los siglos, ¿oíste? Pagamos nuestras culpas y pecados, entiéndelo de una vez y ya duérmete porque tienes que recibir el pan, ya sabes que tengo lastimada mi pierna.

            —Pero de eso hace mucho tiempo, ya puedes ir hasta al centro por varias horas, pues, ¿por qué te entretienes tanto?

            —Tengo que visitar a los proveedores y conocer nuevos productos, ¿qué no sabes que debo estar al día en la mecadotecnia?

            —Si siempre vendemos lo mismo, Nicolás. Aquí no prosperamos, apenas sacamos para vivir, si tú consiguieras chamba en otro lado y yo me encargara de los abarrotes, podríamos mejorar.

            —¿Y Maruca, qué?, tú la tienes que cuidar…

            —Pero si yo la cuido, atiendo los clientes, empaco la mercancía y todavía me pones a recibir al panadero.

            —Mírala, mírala, si hasta pareces licenciada de lo bien que te defiendes, ¿a poco yo tengo la culpa de que Maruquita naciera así? El doctor dijo que no era nada hereditario, su problema no tiene nada que ver con lo de mi hermano Chinto, de seguro fueron los malditos forces que le amolaron el cerebro.

            —No digas eso, hombre ingrato, Maruquita sí entiende.

            —Qué va entender, mujer, si ni siquiera habla la pobre. y ya cállate que no quiero seguir discutiendo.

Piedad se acuesta con un rosario entre sus manos. Se queda dormida. Siente que apenas ha cerrado los ojos cuando la despiertan unos gritos.

            —¿Pos qué no oyes, mujer –le grita Nicolás– levántate pronto que se va a ir el panadero, ya van a dar las seis.  

            —Ay voy, en un momento atiendo –grita Piedad desde la recámara– ¡espéreme!

                                                                                               *

Los días caen como hojas secas de árbol, el invierno pasa con su escarcha y frío.

            —Nicolás, quiero decirte que estoy haciendo un ahorrito para llevar a la niña a México.

            —¿Con otro doictor?, ¿pos qué no te bastaron todas las opiniones de aquí? Ya te han repetido hasta el cansancio que Maruca no tiene remedio, ¿por qué no te resignas?

            —Ya no quiero ver a otro doctor, porque creo que hay un poder más grande que todas las fuerzas humanas. Por eso quiero llevar a Maruquita a la Basílica de Guadalupe, verás que la Virgen nos va a hacer un milagro.

            —¡A cómo friegas con eso! Ya sabes que la niña es un bulto no sabe ni siente nada.

            —Ay, ¿cómo puedes dices eso? Tienes el corazón negro, ni siquiera tu propia hija te conmueve. Ella es un ángel, un ser puro e inmaculado. Un ser libre de miedo y culpa. Ya te avisé; voy a llevar a la niña a la Basílica a cumplir esta manda, ¿oíste?

            —Pos no dicen que se está hundiendo, en fin, haz lo que quieras…

                                                                                               *

Rosa llegó a la ciudad de Monclova para acompañar a su hermana en el viaje.

Después de doce horas de camino llegaron temprano a la gran ciudad, a la multitud de habitantes abrumados por la prisa. Cuando entraron al atrio de la basílica a Piedad se le iluminó el rostro, trasportada a otra dimensión caminó impulsando la silla de ruedas con gran facilidad. Su mirada se derramó por toda la bóveda del templo. El altar mayor estaba deslumbrante, las estatuas con rostros evangélicos y antiguos eran garantía de fervor y religiosidad. Ella buscaba a la Virgen madre, a la amorosa y tierna María de Guadalupe, y le pidió a su hermana que la ayudara con la silla de ruedas; se puso una mantilla sobre la cabeza, tiró su suéter al piso y se hincó para entrar de rodillas al templo mientras iba rezando el rosario. Sus palabras salían delgaditas, era una plegaria dolorosa. A la mitad del templo sintió el dolor más fuerte en las rodillas, pero no aminoró el paso, irguió su espalda con fuerza y avanzó sobre los mosaicos fríos; el suéter que le amortiguaba quedó atrás y se perdió entre la gente. Llegó hasta el comulgatorio y tomó a Maruquita en los brazos, con ayuda de Rosa subió al altar llevando la niña a los pies de la imagen. Al verlas el sacristán se encaminó rápidamente hacia ellas diciéndoles que no podían subir al altar.

            —¿Cómo qué no? –preguntó irritada Piedad– si venimos de tan lejos para que la Virgen vea a mi niña.

            —Puede verla desde allá, –le indicó drásticamente, el anciano– por aquí no puede subir, señora, entienda. Piedad lo ignora y se acomoda lo más cerca de la imagen para que la Virgen contemple la necesidad tan grande que tiene. Después de rezar una novena y un rosario dejaron el templo con ferviente esperanza.

Cuando regresaron a Monclova al anochecer el portón de la casa estaba cerrado y tuvieron que esperar varias horas a Nicolás.

—La niña se va a aliviar, Nicolás, verás. Los milagros que ha realizado la Virgen de Guadalupe son muchos. Estoy segura que Maruquita se va a componer.

            —Pos no lo creo, pero bueno fuera, mujer, porque yo estoy tan muerto como ella, ya no creo en nada ni en nadie, ni siquiera en mí. Ándale ve a terminar de poner los pedidos.

            —¿Y dónde andabas anoche que llegamos?

—Que vayas a terminar el trabajo ahorita mismo –agregó el hombre de mal modo.

                                                                                          *

La noche se tiende con su oscuridad infinita, Piedad se queda en la cocina después de acostar a Maruca. Piensa en su pasado, en los días felices de su juventud, cuando escucha de nuevo la voz que la fastidia:

            —Piedad, apaga la luz, deja dormir con un demonio.

Al día siguiente es igual, Piedad despierta con el cansancio acumulado de muchos años, sin descansar ni los domingos y empieza las labores del día mientras su marido descansa y sale hasta media mañana, regresa varias horas después.

—Pues ¿dónde andabas hombre? –le pregunta Piedad, atareadísima, despachando a varios clientes –vinieron a cobrar la factura de la manteca y no completé para pagarles.

Pos, tendrán que volver y tú no estés renegando.

                                                                                              *

 Piedad está obsesionada con la recuperación de su hija y todo el día hablaba de lo mismo.

            —Te digo que es cierto, Maruquita entiende, en la mañana le hablé y me pareció que quería contestar, además ya se endereza, bendito sea Dios, te digo que la Virgen va a hacernos el milagro.

            —Son figuraciones tuyas, mujer. Estás sugestionada con lo del viaje, verás que la niña va a seguir igual, no tiene remedio.

            —¿Y tú qué sabes?, hombre de poca fe.      

Esa noche Maruca no duerme bien y tampoco Piedad ya que cada tres horas se levanta a calentar té para darle el medicamento a su hija. Se vuelve a acostar, cierra los ojos y se queda pensando en que al día siguiente Maruca cumple veinte años, pero parece una niña de diez. Las semanas trascurren más lentas de lo habitual, no hay inicios de mejora ni siquiera un leve cambio, pero ella insiste en el posible milagro,          

            —Nomás te estoy avisando, Nicolás, para que no te vayas a enojar, voy a ir a mi tierra y ahora no me vas a detener. Tengo que cumplir la manda a la Virgen de Guadalupe.

            —¿Otra? qué terca eres. Te gastas inútilmente, es mejor aceptar las cosas…

            —No me bastará la vida para resignarme, Dios escucha a los que en Él confían, solo es necesario un sacrificio mayor para que me conceda el milagro.

                                                                                          *

            Piedad llega temprano a la comunidad Los Trigales después de muchas horas de camino y de cansancio, toma una taza de café con su hermana Rosa a quien le encarga a su hija y sin esperar que alguien la acompañe, se encamina hacia el cerro de La cruz. El cielo tiene una deslumbrante claridad, los viejos álamos enmarcan un paisaje ocre y perfilan el camino hacia los sembradíos. Los rayos del sol caen sobre la tierra y arden la esencia del viento. Piedad cruza la cerca de alambre con dificultad, toma la angosta vereda por donde pasa el ganado y empieza a ascender el cerro de rodillas rezando fervorosamente el rosario.

Tiene la mirada fija en el cielo. Siente las piedras encajarse en sus rodillas como filos ardientes, pero sigue adelante titubeando cuando las espinas de los gatuños se adhieren a sus faldas traspasando dolorosamente su piel e intenta seguir en su ritual sagrado. Sus rodillas empiezan a sangrar magulladas por la incrustación de piedras y espinas que cubren el camino. Piedad lleva los ojos abiertos hacia la claridad superior orando con devoción. Sus plegarias, murmullos de viento se elevan hacia la cima y se pierden entre los ocotillos que permanecen indiferentes al clamor y a la súplica.    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Comentario por Sheisan Angel el agosto 1, 2019 a las 1:30pm

Que conmovedor tu relato, me emocionó. Lamentablemente no se aleja de la realidad. Muchas madres  reciben pruebas de esta naturaleza y la fe es lo único que se tienen para empujar el día a día.

Un abrazo y felicitaciones,

  

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