El costo inconmensurable de la mística martiana

 Hablábamos sobre los nuevos acontecimientos entre Estados Unidos y Cuba, de que estábamos llegando al chirrín, chirrán, este cuento se ha acabado, cuando alguien allí, hasta entonces cerrado de labios, interrumpió con: “Bueno, y mi juventud, ¿qué?” No necesitaba ser más explícito. Pero cabía responderle: “Bueno, y los años de prisión política . . . Y los fusilados  . . . Y los negocios y las casas robadas . . . Y los desaparecidos en el Estrecho de la Florida . . .” A lo que habría que poner orden pues hasta los cementerios de Miami comenzarían a agitarse.

 Sobre estos sacrificios en vano pudiéramos remontarnos hasta el propio José Martí y los mambises, pasando por los jóvenes muertos por luchar contra la dictadura de Machado, luego contra la de Batista y luego de todos los luegos: contra el único sistema totalitario en esta parte del mundo llamada las Américas. Y no solo de estadísticas se trata, sino de sufrimientos que no se podrán recoger de forma tangible en ese libro de historia pendiente sobre lo ocurrido en estos últimos 60 y tantos años.

Luego, ante la inutilidad de todas esas vidas perdidas y truncadas, cabe preguntarse: ¿Estaba Martí equivocado? Y ya a estas alturas no puede haber más tabúes, no obstante reconocer en Martí un ser excepcional, digno de un país de mayores consecuencias. Pero ¿era tal la ignominia de los cubanos anexionistas?

Repasemos lo que le confía Martí desde Dos Ríos a su amigo y confidente mexicano Manuel Mercado: ‘. . . ya estoy todos los días en peligro de dar la vida por mi país y por mi deber  . . . de impedir a tiempo, con la independencia de Cuba, que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan . . . sobre nuestras tierras de América”. 

Una vez más, dado el saldo de muertes, prisiones, torturas, destierros, ¿no hubiera sido mejor para la nación cubana haber corrido la suerte de un Hawaii, o incluso un Puerto Rico? Siempre nos enseñaron lo contrario en la escuela, y nos inculcaron la mística del revolucionario de nuestro “Apóstol”. Por eso en la Universidad de La Habana la carrera de mayor prestigio era la de revolucionario. ¿No fue de esa mística que surgió un Fidel Castro?

Martí sí estaba acertado en cuanto a que los estadounidenses tenían la intención de seguirse extendiendo. Pero ese imperialismo respondía no solo al mero interés mezquino. En aquella época, y hasta recientemente, en Estados Unidos existía la idiosincrasia del American exceptionalism, de que este país estaba dotado de cualidades inexistentes en otros países –una concepción en gran medida justificada.      

Ese excepcionalismo americano, el de buena fe, lo vemos incluso en Walt Whitman, el poeta del “hombre natural”, como Martí lo llamó en aquella apreciación periodística en la que da a conocer a Whitman en Latinoamérica. Ya en 1871, en su ensayo Democratic Vistas, Whitman había escrito: “Mucho antes de llegar el segundo siglo, habrá de unos cuarenta a cincuenta magníficos Estados (“great States”), entre ellos Canadá y Cuba”.

En fin, terminamos, donde empezamos, siendo parte de la zona de influencia de Estados Unidos, esta vez frente a China, en la nueva Guerra del Bolsillo. La etapa de los Castro ya llega a su fin, y este país se anticipa a sentar plaza antes que los chinos en la isla tan cercana.

La diferencia: ahora se trata de un país ya sin la mística del revolucionario, aunque con una conciencia estomacal sobredimensionada –como ya vemos en el brote de banderillas de Estados Unidos en la isla.

Al decir de la calle: Maestro, qué embarque (y Mañach que me disculpe).