Nicolas Cage y 'Pig, siempre un actor extraordinario

El día que Nicolas Cage se comió a Nicolas Cage... y a un cerdo

El estreno de 'Pig' nos devuelve la mejor imagen de un actor que siempre supo, dado el caso, renunciar a sí mismo

En el libro Age of Cage, el último y desesperado intento de atrapar lo inatrapable (o de simplemente aprovechar la penúltima oportunidad para rentabilizar el fenómeno que no acaba), el autor Keith Phipps recoge un texto de Nicolas Cage -puesto que de él trata todo el volumen-.

«Soy un lagarto, un tiburón y una pantera en busca de calor», escribe. Y sigue: «Soy una montaña rusa que brilla en la oscuridad. Estoy empalmado. Quiero ser John Denver puesto de ácido tocando el acordeón. Quiero beber Jack Daniel's mientras conduzco mi Corvette por el Gran Cañón. Soy la rana que nunca besaste. Soy un pecador que busca un poco de paz. No creo en Dios, pero le tengo miedo. Así que rezaré». Nadie como Cage tan devoto y consciente de sí. Y creciendo.

Y sin embargo, y de vez en cuando, el perfecto dominio que Cage parece demostrar sobre cada aspecto de Cage hace que Cage se pueda permitir el lujo de perder el control para, aunque sea un instante, dejar de ser Cage y, en un juego vertiginoso y absurdo de doble negación, ser más Cage que nunca antes. Si se lee de nuevo puede que se entienda.

No hay garantías. Pig, del debutante Michael Sarnoski y que se estrena el próximo viernes, es la prueba de lo anterior, y en su simplicidad contenida tiene mucho de espectáculo único. Para cualquier otro actor se trataría quizá de un trabajo minimalista construido desde la contención, el mutismo y la certeza de un dolor (en su muda inexpresividad) tremendo y profundo. Pero para el sobrino de Coppola estar quieto puede ser el más obsceno y sobreactuado de los movimientos.

De repente, la historia de un chef vagabundo y desengañado que en compañía de un cerdo dedica la vida entera a cazar trufas nos devuelve la imagen más extravagante, disparatada y exótica de Nicolas Cage, la de Cage fuera de sí mismo, la de Cage centrado, la de no-Cage.

Cuenta el director que nunca le movió la posmoderna idea, tan querida de Tarantino por ejemplo, de devolver a la audiencia la imagen opuesta de su más íntima expectativa. En Pig, Cage no reproduce los pasos de baile de John Travolta en Pulp Fiction imaginándose a sí mismo lo contrario de sí. En realidad, Cage asume en la cinta de Sarnoski un papel (o metapapel) al que sólo se ha entregado en contadas ocasiones: la de un actor académicamente bueno y respetable. Digamos que amplía su registro de ruido y furia hacia el más sonoro de los sonidos que, como bien sabía el otro Cage (John), puede ser el silencio.



En algún momento de hace algo más de un década, quién sabe si por las deudas contraídas (dicen que apadrinó dos cobras albinas, se hizo construir un mausoleo en forma de pirámide, adquirió uno de los cien ejemplares aún existentes y enteros de Action Comics y compró un meteorito marciano, dos castillos, unas cuantas cabezas jibarizadas, una isla y el cráneo de un Tyrannosaurus robado del desierto de Gobi que no pudo por menos que devolver), quién sabe si como ofrenda una carrera perfecta en su continúa imperfección o quién sabe si por simple coherencia, el caso es que Cage hace lustros que se entregó al festín de sí mismo y de memes que es hoy para quizá una audiencia nueva. Fue entonces cuando su filmografía fue capaz de cumbres de la estupidez como Desaparecidos sin rastro, de Vic Armstrong, probablemente la peor película de muchos tiempos.

Y fue entonces cuando forjó su leyenda que igual remitía al GIF «You Don't Say?», directamente extraído de Besos de vampiro (Robert Bierman, 1989) que al de «Not the bees (las abejas no)» de su estrafalaria versión de Wicker Man (Neil LaBute, 2006) que a películas capaces de todo como Mandy (Panos Cosmatos, 2018) y Color Out of Space (Richard Stanley, 2019) que a cintas capaces de absolutamente nada.

Y aquí la lista se alarga por un laberinto eterno de series B, de cintas ocultas en lo más profundo de las plataformas y de Cage devorando a Cage. «Puedo encontrar cosas en las películas que quizás otros actores podrían considerar no apropiadas para su trayectoria. Eso no me molesta, porque me gusta trabajar», dice.

Bien es cierto que no siempre fue así. Es más, nunca fue así. Antes de Pig, películas como la sombría y sobria Joe (David Gordon Green, 2013), la turbia Teniente corrupto (Werner Herzog, 2009), la desquiciantemente posmoderna Adaptation (Spike Jonze, 2002), la siempre pendiente de ser reivindicada Al límite (Martin Scorsese, 1998), la laberíntica Ojos de serpiente (Brian de Palma, 1998), la algo más que sólo trepidante Cara a cara (John Woo, 1997), la por siempre y por Amaral Leaving Las Vegas (Mike Figgis, 1995), la febril Red Rock West (John Dahl, 1993), la irrenunciable Corazón salvaje (David Lynch, 1990) o la encantadora y estúpida Hechizo de luna (Norman Jewison, 1987) nos recuerdan que Cage fue siempre capaz de refutar a Cage; que Cage fue tanto lo contrario de las películas memerizadas y sin título de última hornada como de los ruidosos blockbusters como La roca, Con Air, La búsqueda o Ghost Rider en los que siempre lució un peinado diferente y menguante.

Recientemente, se estrenaron Prisioneros de Ghostland, de Sion Sono, y El insoportable peso de un talento descomunal, de Tom Gormican. En las dos Cages es un género en sí mismo; Cage es un actor que aborda el drama con las herramientas de la comedia y la comedia como si de una tragedia griega se tratara; Cage es un lagarto, un tiburón y una pantera. Y así hasta convertirse en un simple, silencioso y contradictorio cerdo que busca trufas. Entonces Nicolas Kim Coppola, así se llama, es más Nicolas Kim Coppola que nunca a fuerza de ser lo contrario de Nicolas Kim Coppola. Pura dialéctica hegeliana, puro Cage.

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