“Porque la nación o el reino que no te sirviere perecerá y del todo será asolado” La frase resalta a pesar de la letra pequeña, por encima de las demás y me detengo a releerla, una vez mas, sopesando el peso de cada una de las letras que la forman. Realmente la Biblia  nunca fue mi favorita. Fueron muchas las horas que le dedique en el internado de los jesuitas adonde  mi abuelo en un arranque de rabia e impotencia me llevo un lunes de la mano, después de descubrir lo que le estaba haciéndole a la yegua de Manolo el vecino.

La biblia que tengo ahora en la mano, es más pequeña, que aquella, la que leíamos en las clases. Esta es de color marrón y con una tirita de tela purpura, para recordar la página que has estado leyendo. La trajo un día Ilianita, la hija de mi hermana Isabel, se acercó hasta mi lecho, con el azul turbio en la mirada, esquivando los ojos para no mirar el pozo sanguinolento que me brota en el cuello y por donde se me escapa el alma. El Geyser del Infierno, así lo nombra Felo, el único de la asociación de combatientes que me visita.

Mi sobrina dejo la biblia en la mesita de noche y me arreglo las almohadas. El olor de su piel es una esencia particular, como el de un bosque recién plantado, por donde ningún ser humano ha transitado, el agua de violeta debe ser el olor de los ángeles. Ya no fabrican esencias como esa, ahora todo es fabricado en probetas, embalsados en tubos de metal, que aprietas y hacen pisssss y luego botas cuando se les acaba el contenido.  

Antes era todo diferente. Me sentaba en el sillón de Anselmo, cada domingo, para darme los cortes. En la radio el Beny hacía de la tijera un instrumento más de la banda: cha, cha, cha….que bueno baila usted. ¡Qué bárbaro fue ese negro! Igual que Anselmo, con la tijera en la mano y la destreza con la que movía su vieja navaja centellando cerca de la nuca, que apenas se erizaba. Luego era el turno para la colonia: ¿Le pongo la de siempre, Juan Cristobal? Pregunta banal pues el frasco siempre contenía la misma esencia. Y a mí asentimiento, Anselmo mecánicamente esgrimía, la botellita metálica atada a una perilla de goma y rociaba toda mi cabeza. Era el toque final. Anselmo era el maestro. Ya no tenemos barberos como él. Ahora los que toman la tijera son una pila de maricas o están pensando en terminar rápido para ir a dar de comer a los cochinos, un negocio que da más dinero que la barbería. Fue una terrible perdida para nuestras rutinas de domingo, cuando Anselmo en un acto de desprecio hacia todos nosotros,  decidió montarse en aquel barco para nunca más volver al pueblo. Después que bajamos de las lomas, cuando terminó la primera limpia del Escambray, me encaminé a la barbería para que me retocara la melena y la barba, pues nos íbamos a tomar una foto todo el grupo de milicianos. Desde media cuadra se veía el cartel: ESTA UNIDAD HA SIDO NACIONALIZADA POR EL PUEBLO. Era un tiempo que las cosas pasaban así, de pronto, sin mucho aviso ni explicaciones.

La violencia siempre estuvo presente en mi vida. Desde niño me gustaba propinar palizas. Las mejores trompadas las daba sin aviso, me tomaba un segundo calcular donde iba estar la cabeza del otro y mirando hacia otro lado, le mandaba el aletazo con toda mi fuerza, siempre tratando de darle en una oreja, o en la quijada. Un golpe demoledor. Después cuando la lucha contra Batista, me especialicé en otra cosa. En poner bombas. Los petardos que yo reventaba si sonaban duro. Eso era lo que a mi gustaba, el comentario al día siguiente: “la de la diez si sonó como si se fuera acabar el mundo”. A mí no me importaba si alguien inocente moría con mis bombas, lo mío era tumbar a Batista y que el muerto lo pusiera otro. Los compañeros del veintiséis, se la pasaban hablando de Martí y de la soberanía, lo mío era otra cosa, lo mío era sembrar el terror.

Cuando viene Felo y se sienta a los pies de la cama, a ver como la muerte se adueña lentamente de mí, yo lo miro desde mi altura de moribundo y soporto todas sus mentiras. Que si el muchacho anda por Rusia, estudiando ingeniería de túneles submarinos, porque el comandante, seguro va a construir un túnel para enlazar la Isla de la Juventud y así es mejor para traer las naranjas y las toronjas que los muchachos de la Escuela al Campo cosechan; también la cosa del turismo, enlazada con la ciénaga de Zapatas y la playa de arena negras. Se pasa horas hablando y repitiendo las noticias del noticiero de la ocho. Qué manera de comer mierda.

Como mi abuelo, cuando me internó en el colegio de los jesuitas. La fe en Dios que me inculcaron no sirvió para nada, se fue a bolina la noche que le metí los ocho tiros a aquel pobre guajiro de Caracusey. Era el o yo. Frente a frente. Pero con la diferencia, de que el venia como rata huyendo de la candela del cañaveral, yo aguardaba tendido con las piernas abiertas, la metralleta era una prolongación de mi pupila derecha rompiendo las tinieblas. Primero fue el sonido de su carrera, estremeciéndome las vísceras, paca tan, paca tan, paca tan….Cuando vi su figura dentro del colimador, no tuve reparos en apretar el celoso disparador. La llamarada del rafagazo alumbro su rostro, debe haber muerto gritando: “pinga” creo que el vómito de la sangre le impidió terminar la palabrota. El hombre se había alzado solo una semana atrás, embullado por el propio Osvaldo Ramírez, no había cometido crimen alguno, ni había asesinado a nadie. Pero eso a mí no importaba. Yo cumplía la orden del Comandante Escalona, no dejar pasar a nadie por donde yo estaba.

La guerra del Escambray me enseñó mucho. A reconocer en la distancia al enemigo. Y a no confiar en los hombres.  Pasaron los años y a veces me sentaba en el portal a mirar a la gente del pueblo pasar de arriba abajo por la calle principal y sin hablar con nadie, nada mas de mirarle a los ojos, yo inmediatamente me daba cuenta quien estaba conspirando contra nosotros, quien era el hijo de puta que se robaba el pienso de la granja para revenderlo en el barrio, a la tendera haciendo negocios con la ropa, al boticario vendiendo alcohol de contrabando, al panadero vendiendo la harina que el gobierno con tanto sacrificio importaba, al jefe del taller negociando la gasolina de la empresa. No se me escapaba nadie. La guerra de las lomas fue como graduarme de la universidad, para mí que ya había estado en la escuela de la vida.

Cuando todo termino, y regresamos al pueblo. La gente nos miraba sorprendida por nuestro aspecto, los hombres todos,  barbudos y con collares de santa juana colgado de los cuellos raídos, malolientes, con las botas cubiertas de barro carmelita. Nadie imaginó que a pocos kilómetros del pueblo una guerra se desarrollaba y los mismos cubanos se mataban a tiros entre sí.

 

Cuando una persona está cerca de la muerte,  pierde la autocompasión. La vida desfila desnudita sin disfraces. Al pasatiempo de contar las horas, se le suma la revisión de lo que pudimos hacer de manera diferente, una especia de tortura, recordar donde nos equivocamos. Yo prácticamente no me arrepiento de nada, excepto de una sola cosa. Y no lo hago por pendejo. Ni porque le tengo miedo a la ira del Señor. Les confieso, sin que se dé por enterada la pobre de mi sobrina, que no creo para nada en El, ni en el paraíso, ni el infierno. No puede existir un lugar en el puto Universo donde todos seamos iguales, ese cuento que se lo hagan a otro.

 

Cuando era niño, me gustaba  jugar a ser Dios. Me ponía a observar la fila de hormigas de arriba abajo y viceversa por el tronco del guayabo del patio y con el pulgar derecho en forma de lanza y los ojos cerrados aplastaba un grupo de ellas sin razón alguna. Cuando abría los ojos, las restantes hormigas, seguían inmutables su camino por el tronco del guayabo. No he visto amor ni en los animales ni en los hombres.

 

Excepto el amor que mi  familia ahora demuestra por mí. A pesar de que nunca les he correspondido. Los he maltratados y desatendidos. Me burlaba de ellos por seguir practicando la religión católica, y me pasaba meses sin dirigirles la palabra, buscando siempre un motivo para entablar una discusión. Les dejaba  la cocina sucia, no ayudaba para nada en las tareas de la casa, ni jamás les traje algo de comer, solo lo que daban en la bodega por la libreta de racionamiento.

Ver a mi sobrina con sus pequeñas manos de asturiana, soportar la fetidez de mi cuerpo mientras me lava y cambia las sabanas empapadas de sudor y correr cuando la flema se interpone entre mi glotis y los pocos pulmones que me quedan, succionar la flema con una jeringa así la vida no se escapa por un descuido de ella. Verla atareada con lo que queda de mi cuerpo y no poder expresar una palabra de agradecimiento es una tortura. La enfermedad me daño tanto los artificios de la voz que al Doctor López no le quedó más remedio que sacarlos con un corte diestro.

Los actos que  hice como mayoral en contra de mi propia sangre no tienen perdón. Ya no cuento con el tiempo para rehacer, el daño ocasionado. La muerte no es una inexperta para darse el lujo de asignarme el tiempo que le pido.  

La seis de la tarde es la hora que me sobrecoge la nostalgia. Las sombras parecen gigantes erguidos sobre sus lanzas dispuestas a penetrar por el ventanal enrejado, los objetos se cubren del polvillo que arrastra el viento sur, los sonidos de la casa llegan distorsionados como filtrados por el tapiz de la distancia. El ajetreo de las mujeres en la cocina me rememora la época en que podía comer de todo a mis anchas y no como ahora que solamente puedo ser alimentado con la ayuda de la sonda que me llega hasta el estómago.

Cierta mañana, aprovechando que estaba solo en la casa, me pare frente a la puerta de refrigerador y me comí todos los bistec, que mi hermana había dejado para cuando las niñas regresaran de la beca. La grasa se derretía en mis labios y el sabor a naranja agria y ajo se me calaba hasta los huesos. Después me calle la boca y no dije nada. Las niñas se tuvieron que conformar con el plato de arroz y frijoles. La memoria es una  gran cabrona. Siempre que escucho a las mujeres trajinar en la cocina, me recuerdo de aquella mañana cuando me comí la carne de las niñas.

Tarde en la noche cuando todos duermen. Yo permanezco despierto, hasta la hora que llegan los fantasmas. Viene el guajiro de Caracusey con los huecos en medio del pecho por donde aún la sangre le sale a borbotones, se sienta receloso a los pies de la cama y empieza a contarme su historia, de tantas veces que lo ha hecho, ya me la  aprendí de memoria. Viene Anselmo, que ya no es mas barbero ni cojones, le dio un infarto un día de Acción de Gracia, celebrando con la familia, y lo enterraron en un cementerio para pobres en Arlington, pero a él le gusta venir vestido de barbero y con un peine nuevo en el bolsillo izquierdo de la bata, se pasa horas y horas contándome de como paso trabajo para abrirse camino en la vida, allá en los Estados Unidos, pero que ya se había retirado de la escuela donde limpiaba pisos y la familia era muy unida, pero un día se dio cuenta que ya no estaban mas con él, todavía sigue buscándolos por todos lados que va.

Cuando me despierto ya se han ido todos, y solo Felo me está mirando con su cara de hijo de puta. Entonces se pone hablar de la misma mierda y a recordarme las cosas que hicimos cuando la revolución, como si yo fuera un come mierda, porque yo sé que el no hizo nada cuando la revolución, toda la vida fue un pendejo, y los tiros que tiró con el revolver 38 que tenía, no mataron a nadie. Pero eso es problema de Felo, para cuando le toque la pelona. Yo si estoy contando mi historia como fue, para que ningún hijo de puta vestido con una guayabera se pare frente a mi tumba a hablar mierda.

Nosotros siempre hemos hablado mierda hasta por gusto. Y digo nosotros por la costumbre que inventaron esta gente de hablar siempre en plural, como si lo que uno tiene en la cabeza no cuenta. Nosotros cortaremos diez millones de toneladas de azúcar. Nosotros liberaremos a Vietnam, nosotros derrotaremos al imperio yanqui y así con el nosotros para arriba y para abajo nos fuimos encadenados entre nosotros mismos, arrastrando a todos hacia la mierda.Yo mismo deje a mi familia desamparada por el nosotros.

Ahora que ya no tiene remedio lamentarse, ni puedo decir las palabras apropiadas, porque no me brota sonido alguno. Tan solo el lenguaje de los degollados, moviendo los parpados una vez para decir Si y dos veces para decir No. Antes de que la muerte me recoja, quiero llenarme de valor para sujetarles la mano a mi hermana y a mi sobrina por primera vez en toda mi vida y mirarlas hasta que no tenga más aliento dentro. Espero que ellas comprendan el gesto. Yo estoy seguro de que ellas van a ser las únicas a mi lado cuando la parca llegue. Seguro que si,  como que todavía me llamo Juan Cristobal.

Eduardo Rene Casanova Ealo, Miami, diciembre 14, 2015

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