Aquel hombre era inmenso, y cuando lo llamo inmenso no me refiero sólo a sus dos metros de altura, ni a sus manos como raquetas de tenis, ni siquiera hablo de sus trescientos kilos de peso, cuando digo que era inmenso pienso sobre todo en la sensación que dejaba al que lo conocía de verdad. Era grande, grande por dentro y grande por fuera. La primera vez que lo veías, te sobresaltaba la enorme masa de su cuerpo, pero era cuando habría sus gruesos labios, o antes aún, cuando te miraba con esos ojos diminutos, lo único pequeño en su cuerpo, cuando se te encogía el corazón.
Ninguno llegamos a saber su nombre, pero tampoco hizo falta nunca para nombrarlo, era aquel hombre, “el gran hombre”, el de la esquina de la barra, el que ocupaba dos sillas a la vez, el que bebía sin parar, desde que abrían el local hasta que apagaban sus luces por la noche, era el que nunca logró emborracharse por más que lo intentó día tras día.
La primera vez que lo vimos, los chicos del bar no pudimos evitar sacar toda nuestra mala leche a flote y reírnos de su aspecto, eso si, con el volumen muy bajito, éramos idiotas pero no suicidas. Ninguno le habló ese día, nos dedicamos a burlarnos a sus espaldas, señalando su culo, que rebasaba el pantalón como si fuera una presa rota que no puede contener la fuerza del agua, imaginando cuanto alcohol haría falta para tumbar un elefante como aquel, y diciendo otras sandeces por el estilo.
Fue el segundo día cuando empezó a intrigarme su presencia en nuestro bar. Salvo alguna familia despistada o algún viajante en ruta, no solía haber mucho transito de desconocidos. Era un bar de carretera, apartado y casi sin señalizar, y menos los clientes de siempre, nadie repetía su visita. Recuerdo que ese día no había ninguno de los habituales, sólo nos encontrábamos el camarero, el gran hombre y yo, así que la curiosidad pudo más y me acerqué a conocerle.
Era reservado, pero me trató con amabilidad. Tenía una expresión triste y abstraída. Me dio la impresión de que, aunque hablamos a solas durante horas, no estuviera del todo conmigo, o por lo menos como si no estuviera solo conmigo, sino que mantuviera a su vez parte de su mente ocupada en otra cosa. Aún así, rara vez se distraía de mis palabras ni dejaba de mirarme con sus pequeños ojos azules, sólo quizá cuando escuchaba abrirse la puerta del bar y dirigía hacia allí una mirada furtiva
De nuestra conversación no saqué mucha información sobre su vida, venía del este y estaba de paso, me dijo que no tenía familia, aunque pude observar la marca de un anillo en su dedo, y estaba buscando a algo o a alguien desde hacía mucho tiempo. Me ofrecí a ayudarlo en su búsqueda, pero rechazó mi ayuda con una sonrisa, hay cosas que uno debe hacer solo, me dijo. Pude comprobar también que era muy inteligente, mucho más que el resto de mis conocidos, y desde luego mucho más de lo que su tosco aspecto aparentaba. Ese día hablamos durante horas de su viaje, la gente que había conocido, los lugares por donde había pasado y las pequeñas aventuras que había vivido. Había sido el primer viaje de su vida y todo parecía asombrarle. Me hablaba de cada cosa que había visto con admiración, como quien está descubriendo el mundo por primera vez. Cuando me contó el día que paseó por Paris se le iluminaron los ojos como a un niño. Me sentí pequeño, me dijo, por primera vez en mi vida me sentí así. Con los pocos datos que me dio, deduje que llevaba casi un año viajando por media Europa y lo estaba haciendo a pié. Me pareció un locura un viaje tan largo y en esas condiciones, pero el no tenía prisa, según me dijo, ese iba a ser su primer y último viaje, y quería disfrutarlo.
Desde nuestra primera conversación nos estuvimos viendo casi a diario. Lo encontraba siempre en el mismo lugar de la barra, cabizbajo, sosteniendo una jarra de cerveza que parecía perderse entre sus manazas. Siempre se alegraba al verme, y me dedicaba una sonrisa triste y un extraño saludo en su lengua cuando me sentaba a su lado. Nuestra conversación del primer día se prolongó durante un mes. Cada vez que nos reuníamos continuaba la historia de su viaje en el punto donde la había dejado el día anterior, y poco a poco el número de su público fue aumentando. A la semana de su llegada, el gran hombre y su historia se habían convertido en la principal atracción del bar. Nos sentábamos los dos en la barra, y decenas de parroquianos nos rodeaban cada día para escuchar un nuevo capítulo de sus aventuras. Lo mirábamos todos hipnotizados, paladeando cada una de sus palabras como sopa caliente en un día de nevada. Era desde luego un excelente narrador, pero sobre todo, lo que nos maravillaba día tras día eran las expresiones de su rostro cuando describía algún lugar o a alguna persona que había conocido. En su cara se reflejaba el mismo asombro que sintió en el momento de vivir esas experiencias, y así conseguía que uno pudiera llenarse con sus mismas sensaciones y emocionarse de la misma manera que si hubiera estado alguna vez en esos sitios increíbles.
Así pasábamos las tardes en nuestro bar de carretera, olvidando nuestras pequeñas miserias y siendo felices durante unas horas gracias a aquel hombre y sus historias.
Yo creo que durante esos momentos él también era feliz, y a su vez también debía de olvidar sus penas mientras nos contaba sus aventuras, pero al terminar el capítulo de cada día, sus ojos se apagaban de repente, agachaba la cabeza y parecía recordar lo que le atormentaba, lo que le había llevado hasta nosotros desde su pequeño pueblo en el este. Muchas veces intenté que me contara lo que le hacía tan desgraciado, pero siempre me respondió lo mismo, el dolor no se comparte, el dolor es lo único que le queda a uno, el dolor es uno mismo.
De esta manera transcurrieron los días siguientes, disfrutando con el gran hombre cada vez que nos contaba una nueva historia, y viendo luego como a su término se le ensombrecía el rostro y se volvía taciturno y triste como la primera vez que apareció en el bar, siempre callado y cabizbajo, y siempre mirando de reojo hacia la puerta cuando la escuchaba abrirse.
Un día apareció por el pueblo un joven extranjero, tenía un acento del este, similar al del gran hombre, aunque su hablar era más seco y distante. Venía en un descapotable rojo acompañado de tres guapas jovencitas. Según me dijeron después no era la primera vez que pasaba por nuestro pueblo. Se corría el rumor de que era un tipo peligroso, relacionado con temas bastantes feos que nadie me pudo precisar, y paraba en nuestro pueblo cuatro o cinco veces al año de camino de algún viaje. Dada su fama, todos procurábamos evitarle, pero ese día no me di cuenta de su presencia hasta que entró en el bar. Pidió algo de beber para él y las chicas que le acompañaban, y se sentaron en una mesa. Yo me encontraba sentado al lado de mi enorme amigo, bebiendo tranquilamente y escuchando una de sus historias, cuando noté que dirigía una furtiva mirada hacia el desconocido. Al ver como apretaba los labios, como intentando dominar sus sentimientos, le pregunté si lo conocía. No respondió, giró su cabeza hacia la barra y volvió a beber. Así permanecimos callados unos minutos.
El desconocido se acercó a la barra a pedir más bebidas y el gran hombre escondió su cara entre sus manos para evitar que lo viera. Este gesto me pareció absurdo, con su enorme volumen no era precisamente fácil que pasara desapercibido, pero al mismo tiempo no pude evitar sentir una punzada de emoción al verlo, recordaba a un niño intentando esconderse del mundo con el simple gesto de tapar sus ojos con las manos.
De todas maneras, el desconocido nos ignoró por completo, recogió los vasos y volvió hacia su mesa. En ese momento, mi formidable acompañante se giró hacia mí y me volvió a hablar. Tengo que contarte otra historia, amigo mío. Pero esta vez no te hará sentir bien como las anteriores, esta es más triste y también más real.
Mientras me hablaba, no apartaba la mirada del desconocido, pero en ese momento su expresión ya no era de ira, sus ojos estaban desolados y tenía el aspecto de alguien extremadamente cansado. La inmensa mole que tenía a mi lado parecía vencida, como a punto de venirse abajo.
Esta historia acaba igual que la que he estado contando todos estos días en este mismo sitio, me dijo, y acaba también en este bar, este mismo día, en este mismo momento. Y aunque su final no te lo voy a tener que contar, si debo volver al principio para iniciarla de la manera correcta. La verdadera historia habla de una chica, apenas una niña, cansada de la pobreza de su familia, y de una familia a su vez desesperada al no poder ofrecerle un futuro. Esta historia habla del hambre, tan duro y frío que se clava en el alma, y también habla sobre la maldad, la maldad y el dolor, y también sobre la estupidez, la estupidez de la juventud, la estupidez de la valentía, la estupidez y la valentía que llevarían a una niña a huir de su casa en busca de una promesa, y la maldad de los hombres, que es capaz de transformar algo hermoso en dolor, y sobre el dolor de unos padres desesperados, y esta historia también habla de la pérdida, del vacío que se siente cuando te han arrancado el amor de cuajo, del enorme vacío que te grita por las noches, del vacío que sientes al mirar a tu esposa y ver sus ojos perdidos, y esta historia también habla del amor, del profundo amor que te lleva a cometer atrocidades, del amor que te obliga a apagar la vida de quien quieres, que te hace abrazar a quien más amas y romperle el cuello con tus propias manos para no verla sufrir más, como a un perro, como un pobre perro…
Mi amigo se echó a llorar. Intenté calmarlo, pero me apartó con su enorme mano, se levantó y siguió hablando, pero esta vez no hablaba para mí, esta vez subió la voz para que todos pudieran oírlo. …Y esta historia también habla de la obligación, de la obligación que tiene un hombre con los suyos, la que te puede llevar a hacer cosas inimaginables, que te lleva andando desde tu tierra miles de kilómetros para cumplir con tu destino, pero sobre todo, esta historia habla de la venganza, negra e inevitable como la muerte, la venganza de quien lo ha perdido todo, el grito de una vida rota que solo se puede acallar rompiendo otra vida a cambio, la venganza por una niña, por mi niña, y por una mujer, mi mujer, y por un hombre vacío y roto también.
El bar se quedó en silencio, el gran hombre se había levantado y se encontraba a un metro escaso del desconocido. Este, al verlo acercarse, sacó una pistola y la apuntó hacia su pecho. Con la mano temblorosa, el desconocido no dejaba de amenazarle con el arma y le gritaba asustado que se largara, pero mi amigo permaneció allí, de pié, rozando el techo con su cabeza y mirándolo fijamente. Desde luego unas balas no iban a poder pararlo, no al gran hombre, porque mi amigo era realmente grande, era inmenso.


Héctor Gomis

http://uncuentoalasemana.blogspot.com

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