El maestro Ludwing Feuerbach, quizás el filósofo más importante de la época  inmediatamente posterior a Federico Hegel, retirado por décadas en la pequeña y hermosa ciudad alemana de Bruckberg, escribió de sí mismo que era un contemplativo anacoreta, pero no por ello desprovisto de un fuerte sentido práctico.

Es necesario añadir que el espíritu práctico y el espíritu contemplativo poseen toda una serie de puntos válidos de contacto. La experiencia puede, sin dudas, revestirse con el ropaje de la reflexión, del mismo modo que la reflexión puede ejercer mejor su soberanía cuando habita en el interior de la práctica. Aunque es cierto que a veces todo se diluye en la práctica, del mismo modo que, en ocasiones, no somos capaces de sobrepasar el horizonte puro de la reflexión. Por eso es bueno no olvidar -arriesgando con esto una definición que no es mía- que el hombre es ese ser lógico, empíricamente perceptible, que posee el concepto de su propia existencia.

Las deducciones lógicas de los individuos genuinamente contemplativos inciden a menudo en la realidad, trayendo con esto depuradas consecuencias prácticas. Los eventos prácticos se convierten, de esta manera, en situaciones de partida para la reflexión que debe sucederlos. Pensamiento conceptual que aparece como razón inevitable y como consumación intelectual, distante y sosegada, de una serie de acontecimientos prolongados en el tiempo.

En sus famosas Tesis sobre Feuerbach, Carlos Marx propuso elevar la razón práctica al rango de primacía que, hasta ese momento, había ocupado la teoría. Pero, aunque es cierto que, históricamente, muchos de los problemas planteados por la filosofía no pueden ser resueltos desde su propio campo sino en la práctica, es también necesario reconocer que no ha sido inútil que el pensamiento especulativo los desarrollara y se preocupara por buscarles solución teórica. Aunque con esto remarcara, paradójicamente, la insuficiencia de la teoría, abriendo paso a la razón política, que vendría a realizar, en el mundo terrenal, las más genuinas preocupaciones del antiguo mundo de las ideas: su contenido humanista y moral, como su viejo afán gnoseológico.

La realidad práctica, que contiene las acciones de los hombres, implica además, el tema fundamental de la libertad, como cuestión de valor electivo, en el que al hombre le es dado poder asumir una opción en particular, dentro de un número determinado de opciones. El hombre logra su libertad cuando tiene la capacidad moral de decidir correctamente, y para eso necesita ser él mismo. Es decir, recuperar, desde su perceptible concreción, su universalidad moral y su razón política. Aunque para eso necesita habitar una Ciudad política que garantice sus decisiones. Si hacemos un seguimiento de las ideas de Federico Hegel, es en la Revolución Francesa (1789), donde podríamos ubicar los prolegómenos modernos al viejo sueño filosófico de la libertad, a partir de la construcción de una hipotética Ciudad establecida sobre un ideal moral.

El Estado, la socioeconomía, como la participación social y política son, en cuanto tales, estructuras o eventos de una misma totalidad que, sometida al cambio y la contradicción, se vuelve histórica. Mas, no se trata de decretar la muerte de la especulación filosófica, sepultada por el devenir concreto de la actividad política, sino de dotar a la experiencia humana de una racionalidad de índole filosófica, la cual, utilizando los viejos conceptos, se vincule con nuevas herramientas al proceso de cambio real que la propia filosofía exige desde milenios al mundo. No es por ello al triste funeral de la filosofía a lo que debemos asistir, es, por el contrario, a una optimista reorientación psicológica del espíritu humano, quien resaltando el valor de la idea frente al mundo concreto, hiciera de la experiencia política la nueva tierra de promisión del pensamiento especulativo.

El viejo sueño del capitalismo liberal de una sociedad erigida desde la propiedad privada, la libre concurrencia económica y la democracia representativa, ha tenido que ceder paso a una realidad colmada por la materia mercantil indiferenciada y por el endeudamiento financiero que corroe los cimientos de la propiedad. La propiedad se ha volatilizado del mismo modo que el capital se ha centralizado, mientras que las instituciones políticas agonizan ante el impacto de los grandes intereses creados. Nos enfrentamos, de este modo, a un totalitarismo financiero, y a un Estado que es su representación fáctica, ya que el curso de los acontecimientos ha impuesto en la sociedad el funcionalismo más extremo, entretanto, los principios universales, correlativos al pensamiento especulativo, han dejado de ser inteligibles.

Como criterio opuesto a este estado de cosas se podría argumentar que el conocimiento no sólo tiene su origen en lo práctico sensible, puesto que la intuición intelectual conduce a otra forma de conocimiento que, como idea del mundo, lo configura, le da forma y lo hace inteligible. Pues si es cierto que sólo de los objetos los seres humanos extraen sus ideas, también es cierto que es desde la abstracción que el hombre le es dado comprender lo esencial del mundo de las cosas materiales. Luego, existe un primado de las ideas a la hora de relacionarnos con el mundo. De lo que se desprende, que valor que le otorgamos a la experiencia práctica solamente es comprensible si se acepta su inmediata correlación con la experiencia intelectual.

Para Hegel, la objetividad era materia inerte. Sólo mediante el trabajo creador se puede despejar el camino que conduce a rehabilitar el mundo natural, como lugar esencial de la experiencia y el hábitat del espíritu cognoscente. A partir de esto es que se puede proponer una vindicación de la filosofía, como filosofía del mundo y para el mundo, como premisa que, al interactuar con la materialidad de los eventos, haga descender la razón teórica de su antiguo cielo.

El gran universal de la filosofía es el hombre mismo, que es la realización relativa aunque concreta de sus propias postulaciones, y de aquellas categorías históricas que han aparecido como soporte de su propia concepción y existencia. La historia aparece entonces como una máxima generalización del comportamiento social del hombre. Y a este universal, que es también la historia, se llega, como a todos, no sólo por el camino de la percepción práctico–sensible, sino, además, mediante la intuición mental y la reflexión teórica. La inteligibilidad de la historia, como fundamento del pensamiento filosófico del hombre, tiende así a revelar problemas básicos de su condición, y es también la forma en que se manifiesta la actividad social, pautada por el desarrollo de las formaciones económicas y las instituciones y concepciones que emergen de su suelo.

Hegel, concebía la historia como un lento proceso de humanización fundado por el trabajo conjunto y el diálogo, porque es en la historia donde todo adquiere su máxima realización. Y es, además, en la historia donde las cosas adquieren un carácter transitivo, relativo y donde todo puede ser ampliado, modificado. Se trata, por tanto, de comprender el valor positivo de la negatividad, como agente de cambio y liberación del potencial humano. Y de la misma manera que el movimiento del mundo, en su material negatividad, enajena la actividad humana, derriba sus instituciones, pone en crisis su pensamiento, limita su libertad o la hace imposible, la especulación filosófica se coloca en la paciente espera de que el ciclo de la negatividad culmine en una afirmación que vuelva a implicar al hombre en la trasformación no sólo política y económica del mundo, sino incluso moral. Parafraseando las palabras de Mefistófeles, del Fausto de Goethe: La historia es ese espíritu que siempre niega. Entre tanto, el propio Fausto deviene en símbolo de la afirmación humana que se produce cuando la negación histórica ha sido a su vez superada.

El viejo espíritu judío, expresado bíblicamente en las ideas de El Antiguo y el Nuevo Testamento, implicó, desde sus orígenes, tanto para el poeta Goethe, como para los pensadores Hegel y Marx, el sempiterno tema de la salvación como salvación en la historia; como salvación individual y colectiva frente a aquello que el propio Hegel llamara “el Calvario de la historia”. Una historia concebida como una gran composición dramática -que se renueva de generación a generación- donde se escenifican las pasiones y razones de los hombres, y donde nosotros mismos somos, en este momento, sus personajes.

La idea de un mundo mejor es una de las principales formas de que se reviste la racionalidad histórica. Racionalidad que descansa sobre las ruinas mitológicas del paraíso perdido; la arcadia bucólica; el utópos filosófico. Razón que nos conduce a la reminiscencia de una antigua estructura social altamente gratificante, que quizás nunca se produjo como tal en el tiempo de la historia, pero que habita entre nuestros despojos psicológicos, como fundamento originario del pensamiento humano, de su arcano ideal político.

Hegel pidió, frente a la dispersión histórica que padecía la nación alemana, y como razones de peso de su propio espíritu, que el pueblo fuese hijo de la Constitución y el Estado. Pero para ello se remitió al bello ideal griego, aportando la idea del compromiso con el bienestar general, teniendo en cuenta las necesidades tanto individuales como colectivas. Es decir, aceptando el valor socialmente “negativo” de la interioridad psicológica de cada persona y sus opciones específicas. Por tanto, el planteamiento filosófico de Ludwig Feuerbach, de devolver al hombre aquellas nociones transcendentales que, erróneamente, fueron atribuidas a Dios, trae aparejada la tarea de pensar al hombre esencialmente como individuo, como personaje insustituible del drama histórico. Y es que la tarea de la filosofía, para expresarlo en unas pocas palabras, debe estar dirigida al mejoramiento progresivo y delicado del ser humano.

La  empresa pedagógica de la filosofía, como la concebían Hegel y los clásicos griegos, debería partir de presupuestos como éstos, ya que la verdad del ser individual es intransferible, aún reconociendo su constante precariedad, su frágil relatividad y su dolorosa finitud… Tal vez por eso mismo.

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