No se asombren, pero les está hablando un muerto. Fallecí esta tarde a la 1:30 pm.

Rosa me preparó un señor almuerzo porque era mi cumpleaños. Tamaño plato de arroz con frijoles, chicharrón, tajadas y mazamorra con panela. De postre me sirvió natilla y calado. Ninguno de nuestros hijos estuvo para la celebración porque vivían en el exterior. Fabio y Julián en Australia bien organizados, Luis Alfonso en Canadá y el tumbalocas de Gustavo en un pueblito de la China, casado, según él con la hija de un mandarín.

Estaba cumpliendo sesenta años cuando esta mala jugada me ocurrió. Después del almuerzo me sentí un poco somnoliento y le dije a Rosa que me iba a recostar un rato. 

Estaba dormitando y pensando en éstos sesenta años, lo que había sido mi niñez, mi juventud y mi vida de casado al lado de Rosa. Recordaba el día que nos conocimos, nuestros amoríos apasionados y desaforados por todos los rincones del pueblo. Del escándalo que se formó cuando en su casa se dieron cuenta que estaba embarazada de tres meses.

—Usted, gran bellaco se casa con mi hija éste sábado.

Sentí un escalofrío cuando don Alfredo, con una mirada fría y acerada  me dio esa orden perentoria.

—No intente volarse del pueblo porque es hombre muerto.

 

En la capilla del seminario se celebró nuestro matrimonio. Recuerdo  la cara de mi suegro que no me quitaba el ojo de encima y mostraba, sin ningún disimulo, el rencor que sentía por mí. Hubiera querido que Rosa se casara  con uno de los mozos ricos del pueblo, de su misma clase social y no con un cualquiera sin un centavo ni en qué caer muerto. 

Estaba empezando a reírme de la caída que se pegó mi suegro a la salida de la capilla cuando un corrientazo eléctrico me sacudió y me quedé muerto. 

Podía ver cómo mi vida se iba, deslizándose por un túnel oscuro y resbaladizo, casi vertical, dejando un vaho azul a medida que se alejaba de mi cuerpo.

Sentí que me iba quedando rígido y que me enfriaba. Intenté moverme pero era imposible, traté de llamar desesperadamente a Rosa sin resultado alguno, porque sentía un nudo en la garganta que me impedía hablar.

Habrían transcurrido unas  dos horas cuando Rosa entró a la alcoba a despertarme. Me llamó tres veces y viendo que no me movía me sacudió, me dio vuelta y pude ver su cara de preocupación primero y de terror después. Salió dando alaridos  y gritando que yo me había muerto. Me dio rabia porque si había algo que me mortificaba era ver a alguien histérico y  descontrolado por algún acontecimiento, así fuera por mi propia muerte.

A los gritos de Rosa acudieron nuestras vecinas; primero Libia fiel amiga de Rosa desde su más temprana edad.  Luego llegaron Alicia y Mercedes nuestras amigas más cercanas en el pueblo.

Alguien llamó al doctor y a la funeraria. Después de un minucioso examen el doctor me declaró completamente difunto, yo trataba desesperadamente de hacerles señas con mis cejas, trataba de gritar para que se dieran cuenta que yo no estaba muerto o que esta era una muerte más vale rara porque yo me daba cuenta de todo lo que pasaba. Todos los esfuerzos que hice para que se dieran cuenta que yo estaba bien vivo fueron inútiles.

El doctor dio orden a la gente de la funeraria para que me prepararan para mi último viaje. En forma muy profesional  ellos procedieron a desnudarme, luego  frotaron mi cuerpo con algunos menjurjes, con unas motas de algodón que prepararon cuidadosamente  me taponaron mis oídos y  las fosas nasales y sin el menor respeto por el muerto me metieron una gigantesca mota de algodón por el otro lado, por donde ustedes están imaginando. Cuidadosamente me afeitaron, me untaron cremas y lociones y me amortajaron en linos. Con cara de satisfacción por un trabajo bien hecho, me acomodaron en el ataúd.

En un coche mortuorio conducido por cuatro caballos percherones me llevaron a la sala de velación. El elegante coche, pintado de negro, adornado con cintas moradas y letras doradas me hacía ver como un muerto muy distinguido, cosa que me gustó bastante, para ser franco, me sentía muy pinchado.

Como a las siete de la noche fueron llegando familiares y amigos a acompañar a Rosa. Después de saludos llorosos y compungidos, empezó un duelo interminable entre Alicia Hoyos y Carmen Villada, las dos plañideras del pueblo, de rosarios, letanías y padrenuestros que me atormentaron por horas. No había forma de hacerlas callar. Tan pronto una de ellas terminaba de encorar un rosario, la otra venía al contraataque con letanías y padrenuestros. Sinceramente y sin desmeritar su trabajo, creo que lo hacían más por lucir sus dotes de rezanderas que por devoción.

En los momentos de descanso el ambiente volvía a la normalidad, desaparecían las caras de tragedia y de dolor. Empezaba la hora de las murmuraciones, los bochinches  y los cuentos verdes con risas sofocadas o tan abiertas que obligaban al culpable a salirse de la sala. 

Estaba en eso,  viendo el comportamiento de mis amigos y familiares cuando entraron un viejito y un hombre más o menos joven a la sala donde me velaban. Me llamaron la atención, porque  nunca los había visto en mi vida. 

El viejito se arrimó al ataúd y  me miraba con una cara de incredulidad impresionante. Se retiraba y volvía a acercarse a mirarme, le daba la vuelta al ataúd una y otra vez, movía la cabeza dubitativamente y se quedaba pensativo.

Unos cinco minutos  más tarde el hombre joven se acercó a mirarme, inmediatamente se volteó y le dijo al viejito: 

—Alfonso vámonos de aquí que éste no es el funeral de Doña Tulia.

El viejito le contestó:

—Oye Armando,  a mí sí me parecía como muy raro que Doña Tulia hubiera quedado con cara de hombre después de muerta, camine vámonos de aquí mijo.

Como todo funeral que se respete, sin saber de dónde, aparecieron unas botellas de aguardiente y horas más tarde parecía más una fiesta que una velación. Los cuentos y las risotadas eran completamente abiertas, me contagiaban y yo  hacía esfuerzos por reírme más duro que todos por si de pronto alguien me oía, pero todo era inútil porque nadie me prestaba atención. Los bochinches y los chistes verdes eran el plato fuerte de la reunión y me dejaron abandonado en mi cajón sin la menor consideración. Finalmente, después de media noche la gente empezó a retirarse quedando sólo mi mujer y sus amigas más íntimas.

*   *  *  *  *

En la quietud de la noche empecé a recordar lo que pensaba cuando me morí y volví a ver la imagen de mi suegro cayendo como en cámara lenta después de pisar la caca de un perro y ensuciar el vestido “Everfit” que había comprado para nuestro matrimonio. 

Contuve como pude la risa y me apresuré  a darle la mano para ayudarlo a levantarse. Mi  suegro mirándome con odio, me tomó violentamente de las solapas y me obligó a agacharme. Cuando estuve lo suficientemente cerca, en voz muy baja para que no lo escucharan, me dijo: 

—Si se ríe de mí  le pego un tiro, esto no hubiera pasado si no perjudica a mi hija. Usted  lo único que hace son cagadas.

Como pude y con la ayuda de alguien más lo levantamos y nos fuimos a la casa.

Una vez allá y luego  de un baño y otro vestido, mi suegro, después de conversar con alguno de los invitados, procurando que nadie lo escuchara  nos dijo a Rosa y a mí:

—La razón por la cual yo organicé este matrimonio es porque no quiero ser el abuelo de un hijo bastardo. A partir de este momento y después del desayuno que he ordenado, ustedes se van de aquí y no vuelven jamás a esta casa. No quiero volver a ver a este bellaco cerca de mí y le aseguro que   no va a disfrutar de mis riquezas jamás. Si lo que quería era salir de pobre se equivocó, porque a mis costillas no lo va a conseguir.

Algo asombroso pasó inmediatamente, Rosa reaccionó a mi favor y enfrentándolo le dijo: 

—Vea padre, a mi marido me lo respeta, no sea canalla ni abusador.

Con toda la dignidad del caso me dijo:

—Camine mi amor, arreglemos nuestro chivo y nos vamos de este pueblo de mierda.

Abandonamos la casa y dejamos a los invitados sentados en el comedor celebrando un matrimonio sin los  recién casados.

Quince horas más tarde llegamos a la capital. Fueron días difíciles pero sobrevivimos. A los seis meses nació nuestro primogénito. Era el fruto de un amor  que nos duraría por el resto de nuestros días.

 

Trabajamos día y noche sin descanso hasta que logramos organizarnos en tierra extraña. Después me dediqué a estudiar mientras Rosa trabajaba como secretaria en  una firma de abogados. Terminé mi bachillerato nocturno y luego, aconsejado por los patrones de Rosa, estudié derecho. No fui un mal estudiante y finalmente terminé mi carrera.

Trabajé con la firma de abogados donde Rosa era secretaria y empezamos a mejorar económicamente, vinieron los otros hijos,  los educamos, se casaron y se fueron dejándonos como al principio, solos, disfrutando de nuestro amor.

Pasaron los años y empezamos a añorar nuestra juventud y nuestro pueblo con sus suaves colinas y el playón del río, testigo silencioso de nuestros encuentros amorosos.

Finalmente, no pudimos contener nuestra nostalgia por el terruño y regresamos después de veintiocho años. Construimos una  casa cómoda y bonita en una de las colinas del pueblo con una  espléndida vista de los alrededores. Para ese entonces mi suegro había muerto y la paz y la alegría fueron completas por el resto de nuestros días.

Empezaba a hacer frío, pero era un frío distinto, como de difunto. Para no pensar en la muerte, decidí volver a mis recuerdos.

Me ví a los dieciseis años trabajando durante mis vacaciones en el taller de mecánica de don Nicanor que era vecino nuestro. En la parte delantera estaba el taller y hacia atrás la casa de habitación. Después de terminar la jornada de trabajo, yo era el encargado de limpiar y botar todos los sobrantes de gasolina, aceites y grasas. En una caneca los recogía y los llevaba al patio de atrás para arrojarlos por el lavadero. Antes de vaciar, abría un poco la llave del agua. Siempre me fascinaban esas extrañas figuras geométricas caprichosas e iridiscentes que se formaban. Me pasaba un buen tiempo contemplando las diferentes combinaciones que se formaban al mover la caneca. Un día se me vino un pensamiento. ¿Qué pasaría si le pongo un fósforo a éste líquido? Bueno, por ese día no pasó nada porque no tenía fósforos.

Al día siguiente con una caja de fósforos en el bolsillo regresé a trabajar. Al terminar mi jornada, como siempre, hice el aseo, recogí los sobrantes y los puse en la caneca y luego los boté al lavadero. Sin pensarlo dos veces prendí un fósforo y lo arrojé.

¡ZUMM! Una llamarada se elevó a los cielos seguida de una serie de explosiones sordas y subterráneas que sacudían la casa. Las baldosas del piso saltaban y quedaban bocarriba ante la mirada despavorida de don Nicanor, su mujer y los hijos. Las explosiones pasaron por la casa tumbando cuanta cosa se encontraba en su camino, luego siguieron por el taller, levantando los bancos de trabajo y dejándolos patasarriba, quedando un reguero de herramientas, motores, tarros, aceites y grasas mientras avanzaban hacia la calle. Hubo una pausa y finalmente una explosión gigantesca abrió un cráter como de tres metros en la calle y dio por terminada la debacle. Me quedé petrificado mirando alternativamente al lavadero y hacia la calle. Dándome cuenta de la seriedad de la situación no se me ocurrió más que decir:

—No tiene de qué preocuparse don Nicanor, mi papá le paga por todos los daños.

Fingiendo tranquilidad, pasé por entre los atónitos familiares, me metí  una  mano al bolsillo acariciando la caja de fósforos y me fui para la casa en medio de la muchedumbre que empezaba a  arremolinarse a ver el desastre.

Alguien me preguntó: “-¿Qué pasó allí?- y yo le respondí:

—¡Una explosión del putas, hermano!, creo que hubo un  ataque terrorista en esa casa.

Como una hora más tarde un señor Alfredo González llegó a mi casa acompañado por don Nicanor. Lo que yo no sabía era que el local era de propiedad de quien muy pronto habría de convertirse en mi suegro. Después de discutir con mi papá el arreglo de la casa, don Alfredo se vino hacia mí, me tomó de una oreja y retorciéndomela  me dijo:

—Culicagadito de mierda, espero que ésta sea la última vez que se le ocurra jugar con candela. 

No se de dónde me salió, y le dije:

—¡No joda, no sea pendejo! usted no tiene por qué regañarme - y pegándole una patada en la canilla me volé.

Sobra decir que perdí todos los derechos en mi casa a partir de ese instante y que la furia de mi papá duró por todos los años que le tocó pagar por el préstamo que el mismo don Alfredo le hizo al diez por ciento mensual, para pagar los daños.

*   *  *  *  *

Luego me vi a los dieciocho años, en un baile de carnaval. En medio del jolgorio y la música, cuando todos hacíamos la ronda bailando, de pronto me encontré de frente con Rosa. Sentí una suave corriente eléctrica que me recorría todo el cuerpo, percibí que algo similar le ocurría a ella. El movimiento de la ronda nos acercaba y  nos alejaba alocadamente. Nos seguíamos con la mirada hasta que en un momento logré tomarla de la mano y llevarla a un sitio retirado donde tembloroso de la emoción le dije lo único que se me ocurrió: “Pimpollo… tú me fascinas”.

Finalmente logramos articular algunas frases sin sentido y nos fuimos a caminar por las calles del pueblo. Me dijo dónde vivía y prometí visitarla al día siguiente. Nos despedimos con un beso largo y apasionado y por el resto de la noche vagué por todas las constelaciones de la vía láctea.

Efectivamente, muy bañado, perfumado y con mis mejores perchas estuve allí al día siguiente a las siete de la noche. Me atendió su madre, dama muy suave y encantadora que me hizo entrar a la sala mientras ella bajaba.

Unos minutos más tarde apareció hermosa, radiante, vivaz y antes de que tuviéramos tiempo de saludarnos, don Alfredo González  entró a la sala y abrió tamaños ojos de sorpresa al verme y más que decirme, me gritó:

—¿Qué diablos está usted haciendo en mi casa? ¡Hágame el favor y se larga ya mismo! Le prohíbo que visite a mi hija. Jamás se le ocurra volver, ¿me oye?

A físicos empujones me sacó de la casa. Cuando azotó la puerta detrás de mí, dijo:

—¡Esto era lo que faltaba, que un incendiario, terrorista y pobretón  viniera a enamorar mi hija, carajo!

Desde ese momento nuestro amor fue clandestino y todo el pueblo fue no solo testigo sino cómplice de él.

Lo que tenía que pasar pasó, Rosita quedó embarazada y tuvimos que casarnos apresuradamente. Yo tenía  diecinueve años y ella diecisiete.     

Debía ser como media mañana cuando la sala de velación empezó a llenarse otra vez de gente. Escuchaba sus cuchicheos. Se iniciaron nuevamente los rezos y finalmente me llevaron al coche de los caballos percherones.

Condujeron mi féretro a la capilla del seminario. El padre Flórez celebró la misa de muertos con todos los latinajos del caso, roció el ataúd con agua bendita en medio de una nube de incienso. Me regresaron nuevamente al coche mortuorio y la procesión se dirigió hacia el cementerio localizado al otro lado del pueblo.

Después de varios minutos llegamos, sentí que me llevaban en andas y me depositaban al lado de la fosa. Todo el mundo me dio una última mirada a través de la ventanilla. Cada persona me hacía revivir momentos de mi vida, mis amigos de parrandas, mis compañeros de escuela, mis novias  de juventud.

Finalmente mi mujer con el dolor reflejado en su rostro, toda vestida de negro, se acercó a la ventanilla, me contempló en silencio varios segundos y haciendo un gran esfuerzo por no llorar, me dijo:

—Gracias por todo el amor que me diste. Adiós mi vida. Espero que hayas sido muy feliz conmigo.  Cerró la ventanilla del ataúd y todo quedó a oscuras.

Sentí que me bajaban en la fosa. Oí cuando caía la primera palada de tierra y luego otra y otra, después se fue haciendo un silencio total. Por las rendijas del ataúd entraba el polvillo de la tierra que paleaban, ese polvillo me hacía cosquillas en la nariz y sentí ganas de estornudar. Lo hice ruidosamente y los tapones de algodón salieron disparados. Pasaron unos segundos y de pronto me di cuenta con terror que estaba vivo. El estornudo había sido real. Traté de mover mis brazos pero la mortaja me lo impedía, moví mis pies y golpeé con desesperación el ataúd, como no tenía zapatos el dolor fue terrible y me hizo mascullar una maldición. Con gran esfuerzo levanté la cabeza y choqué violentamente con  el vidrio de la ventanilla que se rompió. Una astilla de vidrio se me enterró en el ojo y un borbotón de sangre me bañó la cara. Empecé a gritar desaforadamente, histéricamente, inútilmente. ¡Los bastardos esos, incluyendo mi mujer, el amor de toda mi vida, me estaban enterrando vivo! 

Era difícil respirar y sudaba copiosamente. Cerré los ojos y empecé a pensar con calma cómo diablos hacía para lograr salir  de este hueco. Si pudiera zafar mis brazos podría intentar abrir el ataúd. Contorsionándome lo más que pude y trabajando febrilmente con los dedos logré, después de mucho tiempo, aflojar poco a poco la mortaja hasta que liberé mis brazos. Primero que todo me quité el maldito pedazo de vidrio del ojo, traté de limpiarme la sangre de la cara pero se había convertido en una costra dura y reseca. Empujé con todas mis fuerzas la tapa del ataúd. Esta no cedió ni un solo milímetro. 

Respiré profundo y empujé nuevamente sin ningún resultado. Una sensación de angustia me invadió y tuve que rendirme a la terrible realidad; no tenía escape. Frustrado me puse a llorar. Lloré mucho tiempo hasta que se me agotaron las lágrimas.

Me fui quedando dormido, sentí que un líquido tibio me bañaba y se deslizaba por entre mis piernas. Nuevamente empecé a caer por el túnel oscuro y resbaladizo hacia el otro lado de la vida. Abrí los brazos y enterré mis uñas en las paredes tratando desesperadamente de impedir mi caída. Sentía mis dedos en carne viva y, en un último y desesperado esfuerzo, completamente histérico y lleno de pánico,  grité desde lo más profundo de mis entrañas:

—¡Hijos de puta, sáquenme de aquí!...estoy vivo ¡ayúdenme por favor, no me dejen morir!

Empecé a girar vertiginosamente y me fui hacia el infinito. Cerré los ojos y me abandoné a mi destino. De pronto todo cesó,  la quietud era absoluta. Me sentía como en las nubes, en un sitio acolchonado y tibio. Alguien me acariciaba las manos y la frente con ternura.

Cuando abrí los ojos, vi a Rosa a mi lado que decía:

— ¿Qué  le pasa mijo, por qué gritaba de esa manera?

Pasé la mirada por mí alrededor y ví las paredes de la alcoba con sus cuadros, sus cortinas, la mesita con las fotos de la familia, el tocador de Rosa; por la ventana pude ver parte del pueblo. Dirigiéndome a mi mujer y con un suspiro de alivio le dije:

 —No se preocupe Rosita… no era más que una pesadilla.

Al levantarme, vi que me había orinado en la cama… ¡qué vergüenza!

 

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Comentario por Javier Aviña Coronado el enero 22, 2014 a las 8:46pm

A mi no me gusta que el escritor recurra al viejo truco de que todo lo relatado era un sueño. Sin embargo, tu cuento está muy bien escrito, es indiscutible que tienes vena de buen escritor. No tomes a mal mi comentario, es sincero y sin mala intención . En todo caso, es una opinión personalísima.   Te felicito.

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