Segundo premio del IV concurso literario en homenaje a la literatura en Lengua Hispánica, organizado por el Club Social y Cultural Argentino.  Sydney, agosto 29, 2015

La casona estaba en la penumbra. Todas las persianas cerradas impidiendo la entrada de la luz. Afuera el sol canicular le daba vida a las chicharras con su ensordecedor chirrido y las plantas del jardín se desmayan del calor. Sólo los árboles del patio ofrecían un poco de sombra, y el viento caliente movía suavemente una hamaca donde el padre dormía la siesta en mejores tiempos, no ahora.

En la alcoba  la madre se moría lentamente. Un agresivo cáncer acababa con su vida. Su rostro había alcanzado la serenidad de quien ha llegado a sus últimos momentos, ya el dolor no tenía importancia, había pasado a un segundo lugar. A pesar de la avanzada edad, todavía se podía ver una lejana belleza en su rostro. A su lado el marido, los cuatro hijos y siete nietos esperaban el desenlace. El médico les había aconsejado que se la llevaran para la casa porque la medicina ya no le servía para nada. No más quimioterapia, no más radiaciones, simplemente manejar el dolor de la mejor manera posible. A las tres y cuarto de la tarde falleció. Silenciosos los dolientes se abrazaron, sin llantos, sin histeria, aceptando la pérdida con calma. Había descansado. Las chicharras se callaron. En la calle un viento seco levantaba remolinos de un polvo rojizo proveniente de las llanuras calcinadas por el inclemente sol. Tres meses sin que la lluvia se asomara por el pueblo.

Como hombre previsivo, Joaquín le había pedido a su hijo mayor que hiciera los arreglos pertinentes en la funeraria del pueblo. También le dijo que no quería servicios religiosos. Dejó de ser creyente cuando el padre Antonio se había negado a bautizarle los hijos porque eran hijos del pecado. Simplemente los había registrado en la notaría del pueblo, Julio, Carlos, Emilio y Carmenza Rodríguez Martinez. Punto. Eso les bastaba. Eso era todo lo que necesitaban para ser felices.

La velaron en la sala de la casona, una gran cantidad de amigos y vecinos los acompañaron toda la noche. Eran gente de bien y queridos en el pueblo. Rezaron y tomaron unos tragos de aguardiente. Todos compartieron amigablemente y recordaron a la difunta que había llegado al pueblo con su marido muchos años atrás. Trabajaron duro y prosperaron, luego construyeron la casona que la llenaron con los jardines, sus hijos y los nietos. En los extensos terrenos aledaños habían sembrado árboles frutales, de ellos vivían. Encima de la muerte, ahora la sequía los amenazaba.

Atrás había quedado el dolor, la humillación, la persecución, la furia de un hombre, el miedo de ser descubiertos. Ese era el secreto que la pareja nunca compartió. Recorrieron muchos caminos y en ese pueblo olvidado del mundo vivieron cincuenta y siete años de felicidad. Se amaron intensamente.

A las diez de la mañana del día siguiente se inició el cortejo fúnebre. El padre seguido de sus hijos, nietos y un buen número de vecinos seguían en silencio la carroza arrastrada por dos caballos. Marchaban lentamente agobiados por el calor y el chirrido de las chicharras. El viento seco seguía levantando remolinos y el polvo invadía todos los rincones. Desde los andenes algunos transeúntes se santiguaban al paso del cortejo. Una cuadra atrás, un carro de vidrios ahumados los seguía.

Les tomó tres cuartos de hora llegar al cementerio. Los dolientes tomaron en andas el ataúd y caminaron por las callejuelas del cementerio hasta llegar a la fosa que había sido preparada con anticipación.

El automóvil paró a la entrada del cementerio y el chofer uniformado abrió la puerta para que un anciano bien vestido se bajara del carro. Ayudándose con un bastón  y con un ramo de flores rojas en la mano izquierda caminó con gran dificultad a buena distancia del desfile fúnebre. La artritis había dado buena cuenta de sus huesos.

Mientras Julio, el hijo mayor hacía una sentida elegía sobre su madre, recordando a los presentes cómo ella había sido el centro y motor de la casa, repartiendo amor a toda la familia, cuidando y ayudando a sus vecinos, creando fuentes de trabajo con su marido, haciendo prosperar el pueblo.

El desconocido se aproximó al grupo de dolientes, mezclándose con ellos hasta llegar al frente de la fosa y cuando se aprestaban para bajar el ataúd en la fosa, depositó en él el ramo de flores.

Todos los presentes se volvieron sorprendidos  hacia el desconocido.

─Esas flores no son para esta muerta─ dijo el padre, tomándolas con rabia y tirándolas lejos. El anciano desconocido, sin pronunciar palabra, se dio vuelta y caminó en busca de las flores. Las recogió con cuidado, revisándolas, descartó una o dos que se dañaron. Regresando a la fosa las colocó nuevamente en el ataúd y dijo en voz alta:

─¡Yo sí qué tengo derecho a poner un ramo de flores en este ataúd! Ella fue mi esposa primero y después fue tu amante. La sedujiste y la sacaste de mi casa. 

─No la saqué, ella se vino conmigo de buena voluntad. Ella no fue tu esposa, fue tu esclava, tu sirvienta. Fuiste un hombre alcohólico y violento que te desahogabas pegándole a ella para calmar tus frustraciones cuando llegabas borracho. No fuiste capaz de hacerla feliz, eras un hombre estéril física y emotivamente, incapaz de darle hijos, incapaz de amar, por eso te abandonó, porque la hiciste infeliz. Y fuiste un hombre de mala entraña. Le negaste el divorcio, para que no se liberara de ti y no nos pudiéramos casar. Por eso nos fuimos juntos a vivir nuestra vida y nuestro amor lejos de ti. Yo la hice feliz, nos amamos, tuvimos nuestros hijos.

Regresa por el mismo camino por donde viniste hermano, aquí en este entierro sobras. Toda la vida fuiste un canalla y no te la merecías. Es hora de que la dejes descansar en paz. Recoge ese ramo de flores y te marchas. ¡Si no lo haces sales muerto de este pueblo, te lo juro por nuestros padres!

Recogiendo las flores y dando media vuelta, el anciano ayudado por su bastón caminó lentamente por las callejuelas. En un tarro de basura tiró con un gesto despectivo las flores. Siguió su camino  hasta el automóvil de vidrios ahumados. El chofer uniformado le ayudó a subir al carro, luego se perdieron en la distancia. El entierro continuó, el calor era abrumador, el viento seco seguía levantando remolinos de polvo rojo, las chicharras se callaron otra vez.

 

Humberto Hincapié

Kariong, Agosto 2014  

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