El tigre del escaparate. /// A la antención y dedicado a Cristina Sotomayor.

El tigre del escaparate.-

José Ignacio Velasco Montes. Marbella: 22 / 03 / 2017. Lo colocaron en el escaparate, a la altura de los ojos de los que se detuvieran al otro lado de la luna, una amplia superficie de cristal, recargado de reflejos brillantes de luces y huellas de manos de niños. El peluche miraba, con ojos lánguidos, hacia el amplio pasillo por el que circulaban, con prisas, los que llevaban otras metas, otros objetivos, otras inquietudes, dentro del gran centro comercial. Triste, los veía pasar sin llamar la atención a los, no muy numerosos viandantes, que no volvían el rostro hacia él. Sus ojos, preñados de ansiedad, de deseo por ser adquirido, notaban como su alma de peluche, su alma de algodón de relleno, sufría ante una situación que no estaba en su mano cambiar. Pero su mente cariñosa, siempre abierta y propensa a compartir su ternura con el posible adquirente, elucubraba en una esperaza que se abría, como un ramo de flores al ser soltado sobre un gran vaso de cristal de boca ancha y los capullos se expanden en un enorme bostezo floral de labios de colores. Hacía silenciosas cábalas en cada ocasión que parejas o grupos se aproximaban, apresurados, en su dirección. --Sí, estos me llevarán, --se decía henchido de ilusión. Y sus ojos perdían la candidez, la leve tristeza de la desesperanza, la opacidad de la soledad, el velo de tenue sombra de la congoja, que era sustituido por un manifiesto brillo, una alegría manifiesta, un acogedor anticipo de claro júbilo, una clara intuición de alcanzar, al fin, lo más deseado: su destino. Pero una y otra vez todo se frustraba ante el desaire de ni siquiera ser contemplado. Y de nuevo, parsimoniosamente, en una clara lucha por mantener su espíritu alto, se sumergía en una triste catalepsia que no se rompería hasta escuchar ruido de tacones, gritos de niños o los pasos apresurados de alguien al que, sin duda, la velocidad y las prisas no le permitirían ni saber de su triste existencia en la galería que se abría tras el transparente vidrio que le protegía. Y una vez más sus límpidos ojos de pulido cristal, casi humanos, se volvían en el opaco de la espera y cuajaban en una apática mirada carente de dicha. --¡Otra vez! --Exclamó en el inicio de una cavilación, que no por ya vivida, dejaba de ser distinta en el fondo que las anteriores. --¡Y de las que vendrán! --Añadió en un deje de leve ansiedad que conturbó su grácil piel de fieltro pintarrajeado en largas líneas oscuras y escasas manchas negras sobre un fondo dorado impostado sobre amarillentos y blancos. --Se van y ni me han mirado --se dijo una vez más—Siempre con prisas, nunca con tiempo para nada. ¡Pobre humano! Sin un momento para el sueño, para la ternura, para la fantasía, para extraer de sus vidas un compás de espera, un lapso de amor para los demás. Y en su mente, un ensueño en el que se veía acariciado suavemente por unas manos de terciopelo que le mimaran el lomo, o unos cariñosos labios que se posaran sugestivos sobre su trufa negra de la nariz, en un gesto de amor. Los vio venir, hablando animadamente, y de nuevo, la esperanza renació en su corazón de tela, de latidos crujientes, de fru-frus de paños de relleno, pero de pálpitos cuya frecuencia aumentaba a tenor con la proximidad. Y se acercaron y se detuvieron. Notó que el rubor le cubría el rostro, las pupilas de vidrio se dilataban y la cola iniciaba un vaivén invisible pero que, progresivamente, se ampliaba en un arco tan elegante como imposible de ver. Pero sabía que movía su rabo, tanta era su alegría, y que aunque no pudieran verlo, recibirían los impulsos en sus dos almas. Atento los escuchó hablar y prestó toda su atención a lo que decían, tratando de esclarecer, era su eterna duda, una dubitación que llenaba los fláccidos huecos, los vacíos de trapos de su interior. --Mira que tigre más precioso, Pocholina. ¿Lo quieres? --Ahora vuelvo. Dame un momento. Y el tigre, como acababa de intuir, sintió que el momento deseado había llegado. La mirada de él, que le observa, con curiosidad progresivamente cariñosa, desde todos los ángulos, le asegura que ya tiene un hogar, unos brazos que le aprieten, unos labios que le besen, un lugar en el que no se encuentre solo. Le vio moverse y por un momento su sangre de algodón se le heló en sus venas de lino. Pero entraba en la tienda, y una oleada de calor y esperanza le hizo revivir y se esponjó mostrando todo el brillo a rayas de su piel, se atiesaron los bigotes de nylon, y la boca se abrió en un rugido de satisfacción que expresaba, nítidamente: --¡Míos, míos!, estoy seguro que seré de ellos. Sintió que le cogían por la espalda, y escapaba del lugar en el llevaba por un tiempo inmóvil, sin más horizonte que un pasillo, sin más ilusión que el deseo de ser cogido por una manos diferentes que las frías y desinteresadas de la dependienta que le sostenía sin afectividad. Y notó las calidas manos de él, acariciadoras, suaves, en una sujeción que le daba seguridad y supo que esas manos ya serían mucho más que un recuerdo, serían sus manos para siempre y él sería para aquellas manos. Lo devolvieron al escaparate, y unas lágrimas de plástico rodaron por su mejilla hasta la lengua roja inundando a ésta del lejano y agrio salubre sabor del petróleo. Los ojos bloquearon su vista en el abatimiento del desconsuelo, de la pérdida, del alejamiento, de la sensación de paz que le había embargado por un instante en la satisfacción de un éxtasis que, ahora, triste y ominosa reflexión, parecía que no iba a condensarse en una tangible realidad. Pero fue solamente un instante. De nuevo se puso enfrente y noto que le miraba con ojos dichosos, con ojos de codicia y un leve sentimiento de espera, mientras alternaba su mirada entre él y a su izquierda, como si esperara a alguien que tendría que decidir. --¡Claro! --Gritó con júbilo y esperanza—No seré para él, sino para la chica que le acompaña. Y aunque apenas la he podido ver, creo recordar que era bella, y su aura mostraba el azul del amor, el amarillo del cariño y el rojo de los sentimientos nobles. Cuando aparece, Smile comprende que no ha soñado en vano, que su recuerdo sobre ella se quedaba corto, muy corto. Alta, delgada, le mira con ojos soñadores. El tigre se sintió observado y admirado por encima de las gafas, en una mirada profunda que se fundió y penetró hasta lo más hondo de sus rellenos de algodones, linos y espumas plásticas. Y supo que había vencido, que sería de Pocholina, como había oído que la llamaba y que viviría y aportaría todo su calor y compañía a la preciosa chica que le contemplaba y que ya indicaba, al tiempo que le señalaba: --Sí, ese, no el blanco. Los tigres son amarillos y a rayas. Y ambos penetraron para sacarme de mi frío lugar, de mi ostracismo de meses, de mi eterna tristeza, de este recóndito lugar en el casi nadie me mira, del falso mundo de los vidrios fríos, de las luces artificiosas, del abandono y la soledad de las largas noches en un centro comercial. Me envolvieron en una bolsa de papel, oscuro e incómodo lugar, del que él me sacó y estampó un beso en mis fauces mientras miraba a Pocholina en un manifiesto gesto de complicidad que hizo que ella alzara las cejas y esbozara un amago de sonrisa. Y el tigre, relajado y feliz, permaneció por unas horas escuchando su conversación. Les podía oír lleno de curiosidad por la conversación en la que escuchaba lo que se decían y lo que pensaban en un curioso paralelismo del que podía disfrutar al captar los dos lados de espejo. Y supo cómo era cada uno, con sus dudas, sus vacilaciones, sus miedos, sus reservas y entregas. Y se sintió feliz, pues había mucho más positivo que negativo, más amor que diferencias, y que éstas, de escaso contenido, el tiempo las decantaría en una dirección adecuada, hacia lo mejor, hacia el olvido de muchas y el perdón de unas pocas, un acto de redimir y relegar el pasado al cofre de las cenizas, al oscuro rincón de lo que nunca existió, para enfrentarse con un presente y un futuro diáfano y claro, como el agua de roca y las gotas de lluvia. Se separaron y fui trasladado hasta el hogar definitivo. Me llenaba la curiosidad, el deseo de saber cuál sería mi lugar definitivo. El sitio definitivo era importante, me indicaría si acerté o me equivocaba sobre ella. Pero quedó claro todo desde el primer momento. No fui al salón, para olvidado exornar un rincón, ni fui arrojado a un lugar perdido, oscuro entre cien cachivaches. Me llevó al dormitorio, su santa santorum, su lugar más personal, más íntimo y acogedor. Y me surgió la duda, quien no las tiene, de saber el lugar en el que sería colocado en él. ¿Lo haría cerca o lejos del punto en el que podría conocer sus sueños, protegerla de los malos espíritus de la noche, aportarle mi alegría mientras sumergida en ilusiones y fantasías nocturnas, dejara abierto su inconsciente y quedara a merced de posibles intrusiones del proceloso mundo de la noche. Debía, deseaba, estar tan cerca como pudiera, pues su aura quedaría en contacto con la mía, en un deseable contacto que facilitaría mi labor. No la vi dudar. Tenía las ideas claras y como había percibido con mediana claridad, ella tenía conciencia clara del sitio al que iba destinado. Y era lo que deseaba. Me dejó cerca, muy cerca, del lugar en el que adivinaba que ella soñaba y vivía su mundo más interior que sólo era de ella. El lugar en el que soñaba y se mostraba sus deseos más recónditos, tanto que en ocasiones ni ella los conocía, y aunque desgranados en la noche, muchos no serían conscientes al despertar, con el vago recuerdo de haber soñado, pero no conocer el tema de la ensoñación. Me depositó, sonriente, al lado de alguien que, como él, mostraba en sus ojos, alegres y vivarachos, el brillo claro de ofrecerle su amistad. Y supo que seria su compañera, con la que compartir su vida, su tiempo, sus ilusiones. Y captó su aceptación inmediata, sin renuencias desde le primer instante, y se sintió feliz de la pareja, a la que le entregaba para compartir el hogar definitivo. Y quedó por encima de una cama, en una repisa de obra, dejándolo abrazado a un ser mítico, cariñoso, que le recibió con los brazos abiertos y sin la menor señal de agredirle con el largo cuerno frontal de marfil. Se sintió acogido con amor y, de inmediato dialogaron como amigos de toda la vida: --¿Quién eres? --Inquirió con rapidez el tigre. --Me llamo Naloy, y soy una Unicornio Druida. Le respondió afectuosa mientras las manos ahuecaban delicadamente los bordes laterales de la breve falda que exornaba su figura con un leve vuelo de la transparente y fina red, en un saludo de bienvenida. --¿Y tú? --Añadió en una educada muestra de cortesía y solicita curiosidad. --Soy Smile Smilodensis, un tigre de Bengala, al que no debes temer a pesar de mi aspecto fiero, de mis largas y peligrosas garras, del terrible grito con el que te defenderé, ni tendrás miedo de mis enormes colmillos, recuerdo de mis antepasados, los Smilodones de dientes de sable, el felino más fuerte que ha existido… Y Naloy, empieza a comprender que la verborrea de Smile le deparará, casi a partes iguales, un claro entretenimiento y posibles cefaleas por los largos discursos que habrán de sobrevenir. Y ambos quedan abrazados en lo alto de la repisa contemplando un lugar nuevo, silencioso y acogedor, en el que esperan permanecer por mucho tiempo en lo que desean sea un largo período muy dichoso.

Marbella: 22 / 03 7 2017.

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Comentario por Cristina Sáinz Sotomayor el marzo 24, 2017 a las 1:09am

José Ignacio, tu cuento es bellísimo. Muchas gracias por tu dedicación tan inmerecida pero valorada

Un abrazo, mi admiración  y mis felicitaciones por esa sensibilidad que derrochas

Comentario por José Ignacio Velasco Montes el marzo 23, 2017 a las 9:03am

Gracias Laura C., me alegro que te haya gustado. Quizás un poco largo para lo habitual, pero parece se r que ha gustado, es una ale¡grìa el percibirlo. ¿Quieres acptarme como amigo por estos lares?

Un beso y gracias.

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