Al comenzar mi adolescencia,
mi mente se planteó
qué me daba Dios a mí
para que lo amara a él
en lugar de al Diablo,
por más que lo pensaba, no lograba
llegar a ninguna sólida conclusión,
había rezado
todas las noches de mi vida,
había tomado la comunión
desde los seis años,
me había confesado cada vez
que fue necesario
aun sin saber decirle al siniestro cura
más que las dos cosas
que mi madre me enseñó,
que no era obediente
y que decía palabras feas
sin que fuera ni siquiera cierto,
me abstenía de comer carne
en Semana Santa
y besaba al niño Jesús en Navidad
y pese a eso, mi existencia
era cada vez más triste,
se reían de mí en el colegio
y también lo hacían mis primos,
me negaban dignidad,
me negaban valor como hombre,
Dios no estaba haciendo
nada por mí,
yo era manso, huía de la violencia,
perdonaba a mis semejantes y sin embargo,
los malvados niños que me atormentaban parecían
mucho más felices y orgullosos que yo,
como si Dios los amara más a ellos,
la muerte estaba lejos aún,
Dios me iba a dar su premio
después de una vida
llena de angustia y sufrimiento,
no podía comprender cómo se podía
amar a un ser tan gris, tan pasivo, tan oscuro
y sin embargo,
no quería ir al Infierno, era urgente
encontrar un motivo para despreciar al Diablo,
una mañana antes de despertar
sentí un impulso natural de afecto hacia él,
tal y como se siente hacia todo ser humano
que no nos ha hecho ningún daño
pero en ese mismo instante, tuve
una extraña alucinación,
el Diablo me agarraba del brazo
y me gritaba ofendido
y una monja me reprendía
sumamente escandalizada,
solo por lo que había sentido
mi corazón frágil,
al despertar, temía
que aquello hubiera sido real
y durante muchos días, me sentí
el hombre más solo de la Tierra,
no quise hablar con nadie
de lo que me había sucedido
porque lo consideraba una culpa
excesiva y definitiva,
el tiempo curó mi horror
pero la angustia de mi espíritu continuó,
he atravesado la vida
sin hallar puertas para mí,
alejado de la luz
de la indulgencia de los otros,
sumergido en el silencio y la soledad de quien no cree
que merezca ser amado,
esta Navidad, creo que no veré
rostros a los que de verdad interese,
en rigor, mi mundo interior
poco importa a la gente
que pasa por casa,
apenas disfrutaré de compañía
mientras coma mi plato
en la comida familiar,
en cuanto lo haga, tendré
que refugiarme en mi habitación
a seguir escribiendo
poemas sin metáforas que no gustan
a la gente formal,
mi soledad ahora sigue siendo
la misma de mi adolescencia
pero ya no me siento obligado
a querer a Dios ni al Diablo, que son lo mismo
como en aquel entonces intuí,
ahora solo busco el afecto
en un mundo apenas tangible
de los ángeles verdaderos,
los que aman por instinto
y no, por obligación.

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©Luis Rafael García Lorente