Uno

(Los puentes de Fayad)

 

El poeta alemán Rainer Maria Rilke (1875 - 1926) escribió que “lo hermoso no es otra cosa que el comienzo de lo terrible”. Saber ver, contemplar hasta el fin, allí donde cada primavera nos revela su misión, aquí donde las cosas nos muestran su horror, es la tarea esencial que hace de la poesía un modo de estar en el mundo y de entregarle una justificación a la existencia. Por eso el poeta necesita de los   versos, son vehículo de algo que de otra forma jamás podría ser expresada, y donde se hace visible su extraordinario periplo en vías del lejano sueño de sí mismo.

El poeta católico cubano Cintio Vitier (1921 - 2009), escribió que, “en todas las teogonías el hombre es siempre el expulsado”. Existe un credo milenario sobre la condición humana que nos fue remitido mediante un plano simbólico –¿literario?– el cual relata el origen dramático del cosmos y la vida. El cielo, en su inaccesibilidad, se convierte así en la suprema metáfora concebida por el hombre; entre tanto, todo expulsado es un buscador de significados, alguien a quien el extravío de su        existencia no le ha hecho olvidar completamente la antigua condición de su          naturaleza. Y es la experiencia del exilio la que mayor concomitancia posee con ese hondo sentimiento metafísico, con esa alegórica caída al abismo que en El Antiguo Testamento se representa como la pérdida del paraíso, la devastación sucesiva del templo en Jerusalén, y el éxodo varias veces repetido. Las piedras de Jerusalén que son lanzadas sobre los cuerpos de los inocentes, configuran la memoria cristalizada de esa excomunión original; la metáfora devuelta a su realidad primordial de guijarro.

Hay un exilio nuclear para los poetas que se establece como escenario    providencial de la Modernidad literaria y artística: París. Pero obviamente, París no es Jerusalén, podría ser, incluso, su antípoda. La Ciudad de los profetas resuelve su significado como resolución en la tierra del cometido del cielo; allí se va a orar y a acercarse al sentido ulterior, transmundano de las metáforas, mientras se hace    patente la ausencia que dejaran siglos de silencio y de muerte. Si Jerusalén         sobrevive en el sueño abstracto de las tres grandes religiones monoteístas, París, sensual y pagana, disfruta, por su parte, de ese politeísmo típico de una profana Modernidad cultural. Sin embargo, hay un modo especial de sensibilidad que, en ocasiones, colinda con el sentimiento metafísico propio de las religiones y, a veces, no hay nada más significativo que el contexto en el que el artista ha decidido inscribir su sensibilidad y sus búsquedas estéticas más originales. De esta manera, las     persistentes lloviznas sobre los rojos tejados y la frialdad de las brumosas mañanas parisinas, evocan la fe nacida en los días inclementes de Jerusalén. Julio Cortázar definió la Ciudad de un modo con el que puede ser también definida la Ciudad de las tres religiones: “una inmensa metáfora”. La simetría es exacta: Jerusalén es el mítico lugar de la expulsión; París, ese no menos mítico lugar en el mundo donde van los expulsados. La Ciudad del Sena es un lugar fundamental porque en ella nada –ni siquiera el dolor– es ajeno. Por eso, cuanto se dice de París deviene en expresión alegórica, incluyendo las formas más simples y elementales de la vida; un sitio     donde la mirada moderna reconoce en cada signo los designios de su propia      conciencia cultural, de la misma manera que la llegada de las primeras lluvias y la caída de las últimas nieves, anuncian el retorno invariable de la primavera.

En París uno de los más importantes poetas cubanos de la segunda mitad del siglo XX, Fayad Jamís (1930 - 1988), escribió en su poemario Los puentes, lo que podría ser tomado como una anotación efímera, casi circunstancial, pero que revela el espíritu mismo de su relación personal con la Ciudad, y que fue expuesto en el más elemental y mundano de los versos: “(…) alguna vez la lluvia arrastrará las hojas secas”. Un verso como este parece anunciar la aparición de los poetas       conversacionales, coloquiales, en el sentido que lo pedía Antonio Machado: la más simple y, a la vez, la más íntima de las alocuciones. Vuelve a decirnos Fayad a la manera de un paseante solitario que anota en su cartera de estudiante sus visiones, como un boceto perdurable del vasto cosmorama en el que se inserta por derecho su poesía: “Esta mañana el Sena corría/ bajo los puentes como un camino solitario/ las flores de los álamos caían sobre el agua gris/ Los mendigos dormían al sol en la orilla (…)”

Fayad, nacido en Zacatecas, México, de origen libanés, cubano por adopción y convicción, poeta y pintor, en los años 50’ del pasado siglo vivió una larga         temporada en Francia. La escritura de un texto de características tan poco            frecuentes como Los puentes, contextualizado en París y publicado en La Habana en una fecha tan temprana como 1962, coloca al poeta, y a su poesía, en una       peculiar situación, preámbulo o antecedente literario, quizás de un exilio mucho más definitivo, ya que el poemario posee la maleabilidad que permite una doble            interpretación. Si bien en primera instancia, Los puentes en su momento histórico fue una evidente alusión al fin del exilio intelectual, en vías de un compromiso     efectivo con la nueva sociedad emergida a partir de la Revolución de 1959, el     carácter abiertamente exógeno del poemario brinda una segunda lectura: Las      visiones de la capital francesa evocan con demasiada fuerza un mundo paralelo al    nuestro, a veces transido, pródigo en su inevitable lejanía, promiscuo en su culta    naturaleza, tolerante y ameno en sus divagaciones ociosas, disfrutable en sus    constantes ejercicios de soledad, aunque no por ello menos inusual: en ese mundo que el poeta nos dibuja se puede vivir asombrosamente solo, sintiéndose sumergido en la marea de los accidentes culturales y encontrarse descifrando hermosos         deslizamientos de sentido, porque otros soles y estaciones nos acompañan siempre dormitando desnudos sobre el puro placer de la expresión. Hay mucho de estas      cosas en Los puentes, que, como su nombre lo indica, ponen en riesgo lo            preestablecido al tender caminos, puentes entre ambas riveras, entre lo conocido y lo por conocer; Cuba y el resto del mundo: Los puentes es quizás el texto más       foráneo de la llamada literatura cubana de la Revolución. A pesar de esto, los       fundamentos éticos que permean desde el principio la escritura le imponen a Fayad el retorno y la conciliación con esa sustancia rugosa y medular que está más allá del lenguaje, y para eso no importa que el instante que el poeta le dedica a las palabras abarque toda una vida, singularmente son lo accidental de esa vida, el cultivado hito entre la reflexión y la realidad.

Vuelve de nuevo a decirnos Fayad: “Hay que decir la verdad aún cuando en la noche terrible/ no sabemos si el amor el olvido o la muerte nos esperan (…) como las velas de los barcos/ desgarrándose en la furia del aire”. ¿Pudiera Los puentes ser leído como una experiencia límite de la existencia, acaso de la palabra? Si      Jerusalén conserva entre sus anales el Libro de Job no es porque sea el más bello de los textos, sino porque pocos documentos en la historia expresan con tanto vigor el grado de desertización a que puede llegar la consciencia humana; ese             apartamiento insustancial que priva al hombre de naturaleza y omite de paso sus significados. El miedo milenario al desierto –padecido por Job ciego– “es el miedo a quedarse sin imágenes”; cuando el poeta José Lezama quiso hablar del horror     vacui lo expresó de esa forma. El Sáhara se vuelve así en la otra “inmensa        metáfora” que rodea peligrosamente las ciudades de los hombres, y se refleja en la paradójica historia de un pueblo del desierto –el judío– que se prohibió a sí mismo las imágenes. Por eso, si como exilio se entendiese la des-realización de la        conciencia, y esa tenaz despersonalización de los afectos que nos obliga a buscar pobres sucedáneos en las cosas más heteróclitas, y donde la vida se fija a un antes y un después cardinal, indiscutiblemente ese no sería nunca el exilio experimentado por Fayad. Ya que para él París guardaba siempre una resonancia, pues allí toda expresión encontraba su objeto, y cada objeto su poética inevitable. De este modo nos corrobora el poeta, estableciendo la indisoluble unidad entre la Ciudad y el   hombre; la imagen y el calor del fuego: “en la ciudad y el corazón arde la misma  llama”.

 

“Frente a uno de esos puentes escogeré mi casa/ tal vez aquella de la cortina roja en la ventana”. Leyendo esta última línea se podría preguntar, ¿no es acaso la búsqueda de un domicilio definitivo la tarea capital de la poesía? ¿La llegada al hogar después de años de éxodo y desamparo, felizmente dispuesto para una    nueva comunión con la palabra? ¿Pudiera significar París el fin del exilio? Responde el poeta: “(…) Yo regresaré a La Habana en una bicicleta/ Las mujeres que pasan por la acera/ van dejando una estela de fuego blanco”. Lo excepcional es que el    retorno que propone Fayad, es un retorno lúdico, irreverente, sin concesiones     porque él se ha ido a París a vivir una de las más intensas experiencias poéticas, y el regreso no estaría justificado si no trajese de vuelta las porciones más             irreductibles de esa estancia. En los largos paseos por senderos citadinos que     reavivaban la experiencia pura de la poesía, la sensibilidad ha descubierto            bifurcaciones que alteraban sus visiones, y en cada accidente del paisaje el poeta hallaba los dones siempre en gestación de la insólita subrealidad: “Aquel que no había dormido/ porque andaba buscando el delgado cristal/ que se extiende como una daga entre el sueño/ y la realidad/ se detuvo por un instante en la puerta del café (…)”

Fayad, extraviado entre los puentes y los bulevares, supo poner tasa a su    lejanía por medio de las palabras. El poeta nos habla de un París donde la          irremediable soledad del artista tenía el contenido de una gran misión, en el que lo asistía un estado de gracia que le permitía ofrecer sosegado testimonio a través de las más variadas visiones. Mas, ¿es ciertamente el poeta el gran ingenuo de la    palabra? Si la vida como la historia fuesen saharizadas, desvirtuadas en sus        postulados más intrínsecos, nunca se nos facilitaría una salida inocente, debido a que el ángel que pudo vislumbrar nuestra mirada era el más terrible, aquel que los poetas intuyeron en la inopia de las tardes vacías. “A los asesinos es fácil            descubrirlos”, nos recuerda Rilke, como queriendo expresar lo pavoroso e incierto que se oculta, y nos acecha, en los intersticios en sombra de la poesía.

(…)

De visita en La Habana hace escasos años tuve la ocasión de darle a leer a un amigo un poemario personal, el cual tenía como exergo unos versos de Los puentes. Mi amigo me miró dubitativo y escéptico, y me hizo la observación crítica de que mi experiencia del exilio en nada se asemejaba a la de Fayad. Redactando este ensayo pude constatar la diferencia abismal que separan mis años vividos en los Estados Unidos, del París de las grandes remembranzas y las hondas              experiencias poéticas. Entonces, ¿por qué ese empeño en pensar y repasar Los puentes? Hacer o leer poesía es un modo legítimamente humano de luchar contra la alienación, mas, sobre todo, se lee y se escribe para saber que no estamos solos, que hay algo irreductible que busca darle sentido incluso a la más aviesa soledad. El exilio no es sólo el más largo viaje, es un estado de consciencia, a veces una mala consciencia; un prolongado sentimiento de abandono y expiación. Pero                 paradójicamente son las lluvias más inclementes las que mejor alimentan el pensar metafórico, no importando en qué región del mundo nos encontremos… Vagando ocioso por las calles y los puentes de una de las barriadas más pintorescas y      apacibles de Miami Beach, la callada contemplación del paisaje me hizo evocar    algunos de los versos más cercanos de Fayad:

“Allá arriba cantan los niños/ el viento huele a pan fresco (…)/ Tú no oirás el último sollozo del mendigo (…)/ Tú no oirás el ruido de ese tren que se aleja”

 

Dos

(La rosa de Rilke)

 

Resulta verdaderamente llamativo que el notable poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar (Cuba y 1930) hace escasos años escribiera el poema, “Alguien me pidió una rosa de Rilke”, el cual contiene unos versos de desasosegado acento autobiográfico: “(…) En La Víbora lejana, mi total cercanía. / Registro viejos papeles amados y escojo estas rosas / Escritas por la mano absoluta del poeta / Luego sería la rosa final, la de la espina”. ¿Es el mismo poeta de estos versos el absolutamente prendado de una utopía política, para quien el discurso esteticista debía ceder paso al sueño más insurgente, y quien aclamara ardientemente el impacto de todas las exenciones de la Revolución de 1959 sobre nuestras letras?

Previendo los peligros que acechaban a la poesía a partir de la proclamación de una impositiva cultura popular, el poeta alemán Heinrich Heine, activo              simpatizante de las ideas socialistas, le confesó a su amigo Carlos Marx, que tenía miedo que los obreros “terminaran por sembrar patatas en su jardín de rosas.” ¿Fue entonces una reacción eminentemente tardía ante supuestos desmanes cometidos en el territorio de la poesía, lo que hizo a Retamar salir a defender casi al final de su vida su amado jardín de rosas e invocar a Rilke, uno de los supremos                   representantes de una culta elite europea? ¿Un regreso, acaso un signo de         admisión, a esa lejanía esencial, al parecer irreductible, que viene padeciendo desde siglos la poesía, y que es, sin embargo, su “escudo de nobleza”, su privativa e       insoslayable condición? La cual alude sin afectaciones a la naturaleza exiliada de todo poeta y sus palabras; a la escabrosa situación de inmigrante perpetuo para quien, encerrado en su sueño moral, en su legendario utópos político, y en su                intransferible desasosiego existencial, comprende que ya no es posible el retorno, y su fe asume entonces la anchura de las certezas metafísicas, y el regusto amargo y nostálgico que sólo pueden traer las batallas perdidas.

La batalla perdida, pues fue a la que nuestra abstracta existencia nunca    asistió. Fernández Retamar asume como propia la culpa por esa incapacidad       proverbial del poeta para llegar a tiempo a las citas concertadas con la historia, mientras fue otro el que estuvo siempre en su lugar. ¿Dónde estaban en ese       momento el poeta y la poesía? En el exilio, en el inxilio; en el exilio indistinto de la geografía o la cultura; en el inxilio equívoco –interior– donde el poeta enumera,    como las cuentas de un rosario, el algebra imposible de su alma. Pero es 1º de   Enero de 1959, y Retamar saluda la llegada de la joven Revolución con estos      versos:

Nosotros, los sobrevivientes, / ¿A quiénes debemos la sobrevida?” / ¿Quién se murió por mí en la ergástula, / Quién recibió la bala mía / La para mí, en su       corazón? (…)”

Es el canto de Jeremías bíblico. Sin embargo, no debería caber duda que lo dicho en ese momento fue sustancialmente honesto, y que la honestidad es la     precondición existencial que nos exige desde siempre la poesía. Si siguiéramos la línea de un pensamiento políticamente comprometido como el de Retamar, e      hiciéramos además uso de las alegorías bíblicas, podríamos decir que la poesía había estado en cautiverio en Babilonia por todos los años de la República de 1902, y la Revolución parecía liberarla, haciéndola regresar de un éxodo de lustros, al    convocar a los poetas para reconstruir juntos el gran proyecto histórico de la nación.  Para Retamar el deseo –fuerza matérica de la poesía– eros entretejido en la        distancia, se hacía tangible, se objetivaba y dejaba atrás su vocación lúdica para  colocarse al alcance de las manos que trabajaban. Era como si hubiésemos llegado al fin de todos los exilios, a la tierra feliz de promisión, levantado nuevamente el    Templo y haber hecho resurgir a Jerusalén sobre las antiguas ruinas de la            dispersión. Nuestro deseo, largamente alimentado en el destierro, volvía así a su condición fundamental: ser la materia de la creación; la sustancia indivisa para     ejecutar la arquitectura del sueño.

Pero, ¿qué sucedió en nuestra historia nacional, en la vida del poeta, para que en el ocaso de su poesía volviera a invocar la bien amada rosa de Rilke, su    exquisito perfume como una añeja necesidad que buscaba expresar la sensibilidad trasgredida del artista por el paso devastador de los años y las utopías? ¿Por qué entre sus poemas se lee ahora al ambiguo arte conjetural, y le hace decir a Jorge Luis Borges lo que pudo muy bien decirse a sí mismo, como tanteando con eso los pequeños resortes metafísicos de la existencia? Lamenté no haber tenido el valor de mis mayores, (…) / No se olvide que no soy quien escribe estos versos. / No los escribe nadie”. El bibliógrafo cubano Rafael Rojas curiosamente ha sintetizado el peligro que se cierne sobre Cuba a las alturas del siglo XXI, cuando se encuentra singularmente inerme frente al impacto desmedido de la globalización capitalista: “(Llegar a ser) una democracia sin nación, un mercado sin república”. Mientras que un devenir personal “inquebrantablemente entrelazado con el destino de la nación”, haría que esos males históricos atenazaran la existencia del artista, convirtiendo su arte en un credo sin posibilidad de comunión, y, a su propia vida, en la memoria     extraviada de una antigua raza. ¿Un nuevo exilio nos espera más tenaz y definitivo que el anterior? ¿Un nuevo exilio al que no le ha bastado usufructuar porciones            enteras de nuestro pasado, ya que parece erigirse desde el futuro para señalar    donde hubo promisión, la tierra baldía? ¿Qué significado posee en definitiva          Jerusalén como metáfora del exilio, del hombre trashumante en la tierra,            abandonado de la Ciudad de Dios? El mundo de los significados trasvalorando en la postulación radical de la fe. La ausencia de abrigo bajo el rigor último de la           intemperie.

Tres

(Cambiar la vida)

 

“En un rincón de la Plaza Furstenberg en París he dejado una pequeña     maleta invisible que acostumbro a mirar a través de un espejo de grano muy unido que encontrara en el sitio en que la maleta reposa A muy pocos pasos de ese lugar     absoluto he vivido algún tiempo (…)”. Nos dice el poeta cubano José Álvarez         Baragaño, (1932 - 1962) ¿Bordea el creador los linderos de la estética surrealista? Podría suponerse, en esas ocasiones en que la realidad parece alterarse ante     nuestra mirada, yuxtaponerse en planos de diferente origen y difícil ordenamiento, creando raras composiciones, y explorando áreas hasta esos momentos poco       visitadas del vívido entorno. El surrealismo a veces parece ser un experimentalismo –ese “lugar absoluto”, esa “maleta invisible” – de fuerte registro existencial. No sabe cómo situarse ante el problema de la tradición y por eso la deja en suspenso, en un gesto enfáticamente romántico de desencanto y rechazo.

Cuando el singular personaje de la Maga le afirma a su pareja en un lugar de Rayuela, “Hay ríos metafísicos, Horacio, vos te vas a lanzar un día a uno de esos ríos”, nos está indicando la precondición existencial padecida por esos habitantes metafóricos de París que son los poetas, la Maga, Horacio y el propio Cortázar; sus irrevocables talentos suicidas como buscadores in extremis de significados. Fue en su novela–problema, Rayuela donde Julio Cortázar describió a París como una   “inmensa metáfora”, porque hay un modo marcadamente ficcional de operar de la cultura, y la metáfora alude a ese formidable desplazamiento metonímico, a esa    alteración radical de la realidad que la propia cultura provoca. Es decir, la Ciudad del Sena no sólo existe como realidad urbana, como puro conglomerado humano, sino  además, como un lugar que se distingue entre las inquietudes más legítimas y     soberanas del espíritu. Mas, si nos dedicáramos a la comparación crítica de grandes ciudades metafóricas como París y Jerusalén, las cuales comportan cualidades muy disímiles a la hora de experimentar lo mítico, veríamos que, en la primera se vive el agónico cruce entre la realidad y el sueño, mientras, en la segunda, la actitud es de una abstracta actitud de espera por algo que no sabemos qué es y sobre lo que no hay asomo alguno de certeza. La imagen que en París percibe nuestra sensibilidad, es algo interior, subjetiva, latente. En Jerusalén, en cambio, es externa y se erige al modo de un “enemigo rumor” que desde una distancia  infranqueable nos observa. Para ambos casos se proponen la soledad y la fe como únicas verdades                alternativas; ese “permanecer tranquilo en la obra” que pedía en sus epístolas Van Gogh, en su doble condición de hombre de arte y de religión. París, en resumen, es aquella Ciudad privilegiada en el que la historia moderna situó el profano e irresuelto programa de la liberación; Jerusalén, la Ciudad escogida por la tradición milenaria en la que asistimos a los problemas sagrados de la redención y la inculpación. De esta manera, los dilemas que plantea existencialmente el exilio son como una      madeja que se enreda entre la realidad y la ficción, la culpa y la ensoñación.

¿A qué región particular de nuestra sensibilidad apuntan con su existencia los poetas que mueren asombrosamente jóvenes? No el más grande pero sí quizás el más radical de los poetas cubanos, Baragaño escribió a los veinte años el       poemario, Cambiar la vida. El poeta nos dejó dicho allí que había que aspirar a aquella imagen que poseyera enteramente la realidad de las cosas. Él fue nuestro gran poeta surrealista, aunque al entender la evidente insuficiencia de las palabras al nombrar la realidad como el apartamiento más inicuo experimentado por el       hombre, asumió, paradójicamente, un punto de vista teológico. Apartamiento y    éxodo, de raíces metafísicas, al que el creador se ve condenado y desde donde clama por la imagen preciada que volviera a expresar, de una vez por todas, la     antigua realidad, la copiosa plenitud.

Para Baragaño, el poeta se exilia voluntariamente del mundo persiguiendo una intensa visión interior que pudiera devolverlo a su condición originaria, a la     plenitud de su experiencia humana. No obstante, es en el miedo a quedarse sin imágenes, en el horror a un mundo carente de significados, donde se produce la    revancha de las cosas y por ende, la angustiosa cosificación de la existencia, la cual se nos aparece entonces bajo las formas críticas de la locura y la muerte extrema. Nos abunda sobre eso el poeta en su “Himno a la muerte”, tomado de su poemario, Poesía, Revolución del Ser (La Habana, 1960):

“(…) Morir es caminar por tus abismos/ Es consolar la palidez de nuestro    rostro/ En el único cambio verdadero/ (…) En tiempos oscuros de miedo y de locura/ (…) No sé qué rectitud ideal me la recuerda/ Qué reposo innombrable/ Qué peso que no pesa…”

La Ciudad del poeta no es así el París al que canta en sus versos Fayad Jamís, porque la Ciudad que éste evoca en sus poemas tiene un ligero acento de manifiesto cívico, y desde él expresa su hermoso sueño político, el matiz social que le acompaña y delinea, no sólo para brindarle una forma oportuna, sino también,    para dejar bien establecidos sus inexcusables límites. La poética de Baragaño, si fuese remitida al escenario y al amplio ámbito cultural donde se inscriben Los       puentes, sería el París de las andanzas nocturnas bordeando las ciénagas del Sena, donde el alma es llevada en bandolera, descendiendo con ella a los ínferos de la soledad y la concupiscencia, perdida y recobrada por medio de esos raros            contubernios a los que, a veces, suele ser proclive la palabra. Nuestro poeta, muy a diferencia de Fayad, no se encuentra ubicado dentro de los límites                        convencionalmente preestablecidos de la existencia, su poesía es así mucho más imperfecta, sin embargo, por eso más intensa, sobre todo porque nos recuerda el apotegma que André Breton hiciera de la belleza: “será convulsa o no será”.          Baragaño se ve ubicado en el borde exterior de todos los límites, colocado siempre más allá de cualquier rasgo de prudencia, y, desde ese extrañamiento fundamental, desde ese exilio irreductible, nos habla, mientras recorre sin descanso los peligrosos bordes exteriores de una ciudadela amurallada, lo cual se convierte para él en el único modo o gestión humana permisibles. Y esa señalada ineptitud parece           establecer el contenido sustancial de su obra y de su extraordinario periclitar. Por tanto, la poemática de Baragaño admite ser leída como una experiencia límite de la          existencia, pues nace de la mirada en lontananza hacia las planicies indiferenciadas del desierto donde se sitúan las amargas certezas, el gesto iracundo del Job bíblico ante una inhóspita Jerusalén, o frente a un dios que ha negado a los hombres todas las respuestas.

Indudablemente, José Álvarez Baragaño fue nuestro gran poeta maldito. Su poesía recorre en círculos el camino que va del drama de la existencia individual a la Ciudad políticamente constituida de los hombres, a los grandes intereses y            necesidades colectivas, aunque percibe que hay en él un golpe irreparable, una herida severa y tangencial que nada ni nadie podrá reparar. La certeza de esa enorme carencia labra su poesía, acaso su razón de ser, y se siente destinado a una Revolución en solitario que, según el  primer Octavio Paz, es la revolución del      verdadero artista de hoy para luego cargar consigo, “el peso desgarrador de la      felicidad”.

(…)

Cuando pensamos en la muerte en 1930 del gran poeta vanguardista ruso, Vladimir Mayakovski, estamos tocando no sólo un hecho paradigmático, sino una de las regiones más sensibles de la intimidad del artista contemporáneo: ¿Por qué se suicidó Mayakovski? Hay sólo dos opciones, la primera es decir que esa pregunta no tiene respuesta, pues enuncia ese hito de vacío, de absoluta incertidumbre, que se suspende como un misterio sobre la vida de ciertas naturalezas privilegiadas: el    poeta se suicidó por la angustia pura de vivir, una suprema insatisfacción que jamás podría resolverse. Sin embargo, la segunda opción nos dice que su muerte pudo ser evitada, que su descenso revela el fracaso de una específica política cultural en tiempos del Poder de los Soviet. Y supongo es la respuesta verdadera, la que nos deja opciones, la que no se traduce en mera instancia metafísica, ya que parte de la absoluta terrenalidad del artista y de los problemas que, en cada momento particular de la historia, le conciernen.

Cuando llegó la Revolución de 1959 se pensó en un mundo nuevo en el que el socialismo resolvería los problemas que para el artista plantea la existencia, y que la propia filosofía del hombre encontraría, en la práctica más vivificante, la respuesta a todas sus preguntas. Hoy sabemos que no fue así. El Che, probablemente en el más conocido de sus textos, El socialismo y el hombre en Cuba, intentó sortear la aguda contradicción que creaba el binomio de un “Estado del pueblo” y una           sociedad asalariada, donde el artista sería un becario estatal y donde, por tanto, su            sensibilidad y su inteligencia estarían transadas, de antemano, con todas las bulas que a diario diseña el poder. El socialismo, hasta donde hoy lo conocemos, no ha resuelto los problemas que proyecta desde milenios el tema de la liberación humana –por el contrario, los ha enrarecido– y el Che fue uno de los escasos líderes           revolucionarios mundiales en creer con honestidad en la necesidad real de pensar y resolver ese inobjetable dilema.

Si acudimos a los Manuscritos económicos–filosóficos de 1844 de Carlos Marx, veríamos que el ateísmo filosófico que allí se proclama, sólo puede  verificarse en la práctica coherente de una filosofía política la cual vindique sin concesiones la soberanía de la autoconciencia del hombre no sólo en un plano cósmico, sino en los renglones tanto económicos como políticos de la sociedad. Lo que llamamos        angustia metafísica puede ser sólo un modo de cómo encaramos la reflexión sobre nuestro destino individual y el valor que para la vida poseen los significados;       mientras la Revolución social que todos esperamos, solamente sería viable si la    sentimos cumplirse en cada uno de nosotros; en ese espacio íntimo, discreto,     aunque medular, donde acostumbra a latir la acuciosa sensibilidad del artista y se fragua la soberanía política de la autoconciencia; su anti totalitario ateísmo moral.

Cuando André Breton en el México de los años treinta escribió junto a León Trosky y Diego Rivera el “Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente”     estaba intentando tocar las puntas de un triángulo equilátero. ¿Es posible todavía cambiar la vida? Es la pregunta que se hizo Baragaño, es la frase formulada por Rimbaud, es el Rimbaud traducido por Vitier, es el gran proyecto surrealista y las jornadas estudiantiles y obreras del París de Mayo del 68’; es el sueño dadaísta de Tristán Tzará en sus interminables partidas de ajedrez con Lenin, en el legendario exilio de Zúrich de la segunda década del siglo XX. ¿Por qué, y a pesar de todo, hemos persistido por tanto tiempo en apoyar la Revolución de Enero? Porque es nuestra única opción, no hay otras. Lo que puede haber de carne de mi vida, lo que pude constatar en el corazón de las esencias, es ese sueño postergado, es esa    excusa que no acaba, –a pesar de la mirada extraviada de todos los burócratas del mundo, los grises pontificadores de “la verdad revelada”, los adocenados del gesto, el pensamiento y la palabra. Esa teodicea que no llega, esa aventura solar, y estos   borbotones de sangre jacobina. Y ese lejano exilio irremediable –prudente, antiguo, cómodo, burgués– que mi propia mano me deparó un día. Esa vida preterida, ese exilio que no cesa... esa rosa de Rilke deshojada.

 

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