Flechas de cupido

                                                                            Martha Estela Torres Torres

 Nadie lo va a creer, pero tuve varios amores en mi vida. Fueron como diez pretendientes o más como ocho, de los cuales solo a dos de ellos amé profundamente, y tal vez tres o cuatro me amaron con sinceridad, así que el balance resultó positivo al final del siglo.

El primero fue definitivamente una ilusión. Anduvimos dos años de novios por las nubes, fue seguramente el hombre de mi vida, lo admiraba por jugar basquetbol, por tener el cabello lacio, por ser trabajador y porque siempre nos llevamos muy bien. Íbamos a misa, luego al cine y me besaba dos o tres veces al día. Pero se fue a estudiar el doctorado y al principio me enviaba cartas hermosas que me hacían llorar; las lágrimas no me dejaban leer todo lo que me escribía. Miren, aún lloro al recordarlo. La distancia y sus viajes nos separaron para siempre, jamás volví a verlo aunque lo miro en sueños recurrentes con tanta claridad que hasta la fecha, después de ochocientos años aparece, invariablemente, en mi memoria onírica.

Al segundo lo conocí en una boda, me invitó una copa a su mesa, y mis amigas me empezaron a decir: “Ni se te ocurra moverte” eso me impulsó a aceptarla para que no me siguieran dominando como siempre. Reconozco que soy contradictoria. El joven era de mi estatura, delgado, guapito y cuando lo empecé a tratar me contó que había ganado la lotería y tenía muchas inversiones, pero era un fodongo de primera. “Qué lamentable” pensé cuando supe que se dedicaba a gastar a diestra y siniestra, a jugar domino e invitar a sus amigos a Lady drive terraza todos los días de la semana. Se levantaba a las doce, no hacía ejercicio y tenía una pesadez de muerto. ¡Qué fastidio!

El tercero fue un caballero alto, pálido, parecía español porque tenía la nariz afilada, pero conforme pasó el tiempo le creció tanto que parecía otra persona, yo lo hubiera querido así, pero cuando empecé a tomar clases de inglés se enfureció, pues no le gustaba que supiera más que él, así que un día aprovechó que llegué tarde al cine y me cortó por eso, ¡qué caray!  Sin remedio tuve que tomar distancia de por medio. Al mes me andaba buscando como loco, el infeliz, pero ya no lo acepté por indeciso.

El cuarto fue más formal con las características clásicas de un hombre maduro y responsable; me convenció con su ternura y amor para contraer matrimonio, pero fue tan precipitado que tiempo después se ocasionó nuestra separación por incompatibilidad de caracteres. Aunque el rompimiento fue dramático y me causó un daño irreparable ahora mantenemos una relación cordial por el recuerdo de aquellos años en que fructificó el amor.

 

 

El quinto dicen que no es malo, este amorcito era más joven que yo, claro que él no lo sabía y yo de taruga se lo digo. Tenía unos ojos glaucos muy hermosos, y aunque era bajito tenía una energía insuperable. Ahora, dicen, es atleta de alto rendimiento. Nos hablábamos mucho en aquellos días, pero estuvimos juntos solamente una vez como dice la canción. Aún recuerdo que yo llevaba un traje rojo y le gustó la blancura de mi corpiño. Un día se enfermó su mamá, y yo muy comprensiva le dije que podía tomarse todo el tiempo para atenderla, y él creyó que era un pretexto para descartarlo y desapareció. Confieso que aún me puede esta terrible confusión y aunque han pasado muchísimos años y ya no es posible ni necesario aclarar el malentendido lo recuerdo con nostalgia. ¡Así huye el amor!

El sexto fue un hombre culto. Era un caballero educado, amable y cordial con todo el mundo. Cuando acepté cenar con él, me esperó en el estacionamiento y al bajar del auto se acercó gentilmente a recibirme, pero en lugar de saludarme con normalidad, me sorprendió besándome apasionadamente entre los copos de nieve que caían milagrosos sobre nosotros en ese crudo invierno. Era muy alegre y risueño. Nunca me podía enojar con él por ningún motivo porque me hacía reír y disfrutar la vida. Desafortunadamente descubrí que lo buscaban las mujeres, y como a mí no me gusta andar haciendo mal tercio decide dejarlo; eso lo irritó mucho y me puso una trampa. Me citó en su oficina para platicar y cuando entré se me echó encima reclamándome el abandono y tratando de seducirme a la fuerza. Esto me inconformó a grado sumo porque yo no soy de nadie, y nadie va a domarme como si fuera animal del zoológico o a moverme como pieza furtiva de ajedrez.  Pobre, ¡ya se murió!

El séptimo pretendiente que tuve fue un artista, lo conocí por azares del destino en una sala de arte que parecía el paraíso. Noté inmediatamente que se interesó en mí y yo en sus cuadros divinos, pero se la pasaba de exposición en exposición y yo no estoy expuesta para él ni para nadie porque me interesa más la astrología que seguirle el juego a los picaflor que andan de museo en museo buscando inspiración femenina para sus pinturas. No olvidaré nunca que juntos contemplamos un maravilloso eclipse. ¡Pobre, también ya se murió!

Conocí al octavo, era un hombre de negocios,  gerente de una franquicia americana, apenas lo recuerdo. Era bueno para administrar y no tenía apariencia de casarse, fue de los primeros solteros empedernidos de esta peculiar ciudad parecida a una de Ítalo Calvino. Claro, aún vivía con la mamá a los cuarenta y tantos; me consta porque una tarde llegué a visitarlo y se encontraba en el séptimo sueño a las cuatro de la tarde. Su mamá acudió presurosa a despertarlo, pero ya no me gustó por dormilón ni por galante con las empleadas, según me contó su madre mientras se despabilaba. Definitivamente no quería ninguna compañía pues a los pocos días me envió un hermoso ramo de flores con una tarjeta cancelando nuestra relación, y yo pues no tuve más remedio que mandarle también un triste ramo de flores de naturaleza muerta como agradecimiento. ¡Tal vez ya se murió!

Un día, un compañero del curso de control mental me siguió hasta mi casa y me tiró un beso desde lejos cuando yo cerraba la puerta, después me buscó en el instituto, me invitó a tomar café tres veces y las mismas le dije que fuera con sus amigas a freír hongos. Pero un día recibí una carta extensa donde explicaba los motivos de su interés y sus serias intenciones: me ofrecía cuidado, amor y un trato distinguido. Creyó el imbécil que le haría caso y así fue para mi mala suerte pues lo quise con locura fatal y patética. Lo amé tanto que incineró mi corazón y mi cerebro. Sufrí horrores por sus engaños y casi muero en los intentos de escapar, pero finalmente lo conseguí con trecientas terapias, quinientas noches de insomnio como las de Sabina, y porque soy firme como metal y roca. Al mes se arrepintió el agiotista de todos sus engaños y me anduvo buscando por todos los rincones del planeta. Después me dijeron que cada día se lamentaba más después de enterarse que ahora soy la directora de la empresa y grabaré discos con amplias regalías. El estúpido nunca creyó en mi talento ni me apoyó en nada. ¡Qué bueno que escapé de sus garras aun dejando fragmentos de piel entre sus uñas porque era un convenenciero, un galán de mala nota con una panza que nunca bajó aunque se mantenía en el gimnasio. Es un rabo verde que nunca maduró ni con los años ni con la experiencia ni con la calva que le brilla con el sol. Fue además, un miserable, no le gustaba gastar ni complacerme en nada. ¡Pinchi viejo! Ahora estoy lejos de sus argucias maquiavélicas y estrategias ventajosas, puedo reír y ser feliz aunque siga sola en este valle de lágrimas, y por todos los santos que están en la santa gloria de Dios pronto pagará todo lo que me hizo sufrir, el infeliz. ¡Qué se muera el condenado!

En la playa más hermosa del país conocí a Germán, un hombre que pasaba fácilmente desapercibido en una fiesta mexicana, pero para mí que soy observadora me pareció que era especial. Cuando inició la música me invitó a bailar pero me negué de inmediato para hacerme la interesante, lo peor es que me quedé sola, ya nadie se atrevió a invitarme, ¡así pasa!  Antes de que terminara el baile el valiente volvió y se sentó a platicar conmigo y resultó que éramos oriundos de la misma ciudad. No me reconoció porque en ese tiempo cambié de look para trabajar de modelo en una revista americana, y yo tampoco porque ya no traía gafas y se peinaba diferente. Al día siguiente nos escapamos a Guadalajara y fuimos de hotel en hotel hasta que elegimos uno medieval para dormir esa noche; claro el taxista aprovechándose del amor, nos cobró un ojo de la cara por pasearnos por toda la ciudad. A la semana regresamos felices del viaje, pero resultó finalmente comprometido, me confesó que estaba separado y tenía una bebita que cuidaba. De un zarpazo me aplacó el amor y ya jamás contesté sus llamadas aunque la bebé me haya robado el corazón. El pobre se quedó enamorado de mí, así es la vida. ¡Se reconcilió con la mujer!, es lo bueno.

Demócrito parecía centrado, un hombre tranquilo, apacible, metódico. Siempre me procuraba en el trabajo para tomar café, para comer algunos días, para platicar en su oficina y me dio llave para que usara la computadora y el equipo en su ausencia. Un día entré a imprimir unas facturas y encontré una nota que alguien había pasado por abajo de la puerta donde le decían. “Mi osito, te espero esta noche en mi casa para invernar.” Entonces dejé el recado pegado en el monitor y en una enorme manta, con tinta roja, escribí: “Osito: te dejo por los siglos de los siglos, amén.”

Un extranjero llegó a la ciudad a dar cursos de astrología, convivimos un tiempo y nos fuimos enamorando. ¡Bueno eso creímos! En una celebración llevaron música y bailamos toda la noche para envidia de las compañeras que se creían divas. Sin embargo ambos teníamos miedo, temor al compromiso, al engaño, al dolor. Aun lo encuentro por ahí y siempre se acuerda de aquel baile romántico, me dice lo guapa que estoy y lo linda que le parezco, pero no se anima a formalizar una invitación. ¡Ya lo taché de mi lista! ¡Dios le dé vida y salud!

En mi trabajo de supervisora me encontraba con frecuencia, en ciertos vuelos, a un ingeniero que tenía varios doctorados en el extranjero; era cauteloso, paciente, introvertido con una inteligente conversación que me llamó la atención, me invitó tres o cuatro veces a conocer su casa de campo que construyó con materiales térmicos. Solo acepté ir al restaurante del aeropuerto a comer hamburguesas gourmet. Era demasiado formal y se le trasparentaba su viudez, pues en todo momento añoraba a su esposa. Eso me preocupó porque no deseo ser suplente de algún fantasma. Cuando supo que yo tenía un hijo, evidentemente ya no quiso saber de mí. Equivocada, asumí que su ausencia era por trabajo y lo empecé a llamar, pero siempre estaba ocupado; total, desistí por aburrimiento. Hace un mes me enteré que se casó con una mujer mayor que yo que tiene tres hijos y ninguna preparación profesional. ¡Qué contradicción! En fin, en gustos se rompen géneros, yo creo que por fin encontró la sustituta perfecta para su antigua dulcinea.    

El último pretendiente, creo, llegó sin alterar el ciclo de la historia, sutil, silencioso, metódico sin romper el oleaje de mi vida que me golpea con los recuerdos. Llegó sin pronunciar palabras galantes, sin un plan determinado, sin argucias para ganar mi cariño, y se enamoró de mí, pero desafortunadamente no fue mi alma gemela ni mi media naranja ni mi príncipe azul ni mi luna llena. Ahora solo deseo estar sola, ya nadie me convence en este mundo de narcisistas, bipolares y psicópatas que andan disfrazados de buenas gentes. ¡Qué se mueran mientras festejaré mi primer siglo!

           acantiladosdelanoche@hotmail.com

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