Incienso

Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín

No soy una mujer complicada, aunque algunos de mis amigos dicen que sí. Igual pensaba mi ex marido, sobre todo en los últimos meses de nuestro matrimonio, que se habían vuelto una relación tormentosa.

En ese tiempo yo había iniciado una amistad virtual con un arqueólogo que vive en la ciudad de México; a través del Messenger mantenía largas conversaciones con él, platicábamos de todo y me sentía liberada de mis problemas. Nunca le oculté a mi ex tales conversaciones y se sintió celoso, pero ni así dejé de "encontrarme" con aquel hombre.

Cuando por fin me divorcié, la amistad con el arqueólogo siguió por bastante tiempo, hasta que decidimos conocernos en persona. Me invitó a que fuera a verlo al D. F. Yo dudaba, me asaltaban las advertencias que todas las amistades se habían encargado de meter en mi cabeza: que si es un psicópata, que si es un tratante de blancas o de órganos, que si es un padrote, y otras amenazas espeluznantes. Al fin decidí ir, pero me hospedaría en casa de otro amigo.

Se llegó la fecha, y aunque sabía que mi anfitrión iría por mí al aeropuerto, él se ofreció también para ir a recibirme. Una vez con las maletas en mano, caminé al lugar donde habría de verme con los dos. No estaban, llamé a David, con quien me hospedaría, y nada, me mandaba a buzón.

Esperé 15 minutos para volver a llamar y en eso veo venir al arqueólogo; lo reconocí por las fotos que nos habíamos mandado por mail y de las veces que chateamos con cámara en el Messenger. Me puse súper nerviosa, me saludó de abrazo y beso. Me preguntó por mi amigo David, le mentí diciéndole que ya venía en camino, que lo esperáramos un rato en la plaza de comidas del aeropuerto.

Llegamos y pedimos dos cafés y un pastelito. David ni sus luces. El arqueólogo se mostraba emocionado y no dejaba de platicar y de preguntarme cosas y de decirme todos los lugares a donde iríamos. Transcurrió una hora y David no aparecía ni en vivo ni por teléfono. Ya estaba bastante nerviosa.

Entonces me dijo: creo que tu amigo ya no llegó, pero con gusto yo te ofrezco mi casa; si él te habla le decimos que pase por ti. Tragué bolitas, no sabía si aceptar, pero tenía que decidir rápido. En mi mente me persigné y le dije está bien, me voy contigo.

En el camino volví a marcarle como cuatrocientas veces a David, sin ningún éxito. Llegamos al departamento del arqueólogo, en el quinto piso de un edificio de condominios. Entré nerviosa.

Al recorrer la vista, me encontré con un verdadero museo de piezas de todo el mundo. Me ofreció un vaso de vino tinto, no sabía si beberlo o no. Por aquello de que hubiera puesto algo para dominarme. Dijo que iría por botanas a la cocina y aproveché para intercambiar el vaso.

Volvió con bocadillos vegetarianos, puso música e incienso, o sea: la función completa de la seducción, o de la buena amistad.  Yo tenía qué elegir.  Con lo rico que estaba el vino, el espacio cálido de aquella sala tan pulcra y el buen entendimiento de nuestra conversación de siempre, elegí la primera vía.

Luego de siete meses de divorcio, la parte física de la soledad ya me urgía a ponerle un remedio a mi cuerpo. Además el arqueólogo estaba más guapo en persona que en las fotos. Entonces decidí hacerlo.